Mis películas

Freedom uncut (2022), George Michael, David Austin

Encuentro con los límites en el estrellato

 

 

George Michael quería ser un cantante famoso. Cuando lo consiguió, quiso ser el más grande. Esto lo hizo realidad al publicar su primer disco en solitario. Después se empeñó en hacer las cosas a su manera como músico, sin verse sujeto a las reglas del sistema al que él había aceptado pertenecer. Esto le costó un poco más, pero también acabó saliéndose con la suya. Llegó finalmente un día en que topó con una barrera infranqueable. Fue una llamada de atención bastante mezquina, todo hay que decirlo, pero aún así “correcta”, que vino a colocarle en el escenario de confrontarse con los límites. No podía, sencillamente, hacer lo que diera la gana.

 

No es mucho lo que este documental cuenta sobre la vida de George Michael. No, al menos, en lo que respecta a su biografía. Está muy concentrado en ciertos aspectos de su historia, mientras que otros, quizá igualmente importantes, los ignora. Pienso que nos interesa profundizar en ellos porque Michael es un ejemplo perfecto para entender la faceta más nociva del narcisismo. De lo contrario uno se quedaría con esta impresión parcial y superficial de su personalidad, basada en el brillo cegador de un talento enorme, igualmente relacionado con ese narcisismo.


El documental se centra en dos aspectos de la vida de Michael. Está, por una lado, su trabajo artístico, con el deseo de fama y las consecuencias de adquirirla como temas principales. Y luego está su relación sentimental con Anselmo Feleppa, el primer hombre al que amó, en sus palabras, convertido en uno de los ejes de su vida y, tal como nos lo muestra aquí, objeto de su adoración. Más allá de esto no hay prácticamente datos biográficos, una descripción de su contexto familiar, de su pasado. El cantante no habla de estos temas, o lo hace sólo tangencialmente. Por fortuna, tenemos el contenido deducible de sus palabras, esto es, lo inconsciente (aspecto que en todo relato está presente). Aquello que Michael dice, equivalente a las imágenes que se recuerdan al despertar de un sueño, es menos interesante que el contenido latente más allá de ello, las ideas censuradas por el superyó, inconciliables con la consciencia (ver la reseña de Rectify), que sólo puede ser conocido mediante la interpretación. Michael habla de sí mismo sin darse cuenta, por así decirlo. Así que, como suele ser habitual en las obras autobiográficas, también en ésta hay material personal oculto, que su autor nunca quiso o pudo mostrar (quizá porque no lo vio), disponible para el que le interese a través de la interpretación psicoanalítica. Material a través del cual podremos conocer el habitualmente oculto lado mortífero del narcisismo.

 

George Michael fue un hombre a la vez brillante y “oscuro”, que por su fama provocó sentimientos muy intensos, como es lo habitual en la relación que las personas establecen con aquellos a los que eligen como sus referentes. Las personas miran a este tipo de figuras como guías, como modelos, pues es propio de su naturaleza fijarse en personas destacadas, apuntar alto. Nadie más alto, en el principio de la vida de todas ellas, que el padre, con el cual quizá las estrellas como Michael tienen en común el generar el mismo tipo de vínculo. De ahí el deseo de saberlo todo de ellas, que tiene que ver, en parte, con la búsqueda de modelos de vida. Los llamados fans querrían hacerlo todo como sus estrellas favoritas, tal como antes trataron de imitar a sus padres.


Por otro lado, y es lo que más me interesa tratar aquí, Michael es un personaje que invita a pensar la naturaleza del estrellato. Éste se puede entender como el lugar donde él esperaba ser admirado y donde, por sobre todas las cosas, pensaba que sería amado, según sus propias palabras. Yo acotaría: amado más que nadie. Estaría parafraseando al cantante, que no se conformaba con menos que ser el “más grande” de los cantantes del mundo.


Dada la definición que propongo aquí, ser una estrella, alguien famoso por su talento musical, es diferente de querer ser como una, esto es, parecerse a alguien en particular. Más allá de lo obvio, me refiero a que lo primero estaría relacionado con el deseo de estar en un lugar de privilegio como el que anhelaba Michael, mientras que lo segundo se vincularía con el de tener un modelo, alguien como el padre, o como el propio cantante. El psicoanálisis llama Ideal del yo a este modelo que sirve de guía al ser humano, que tal como lo he apuntado arriba estaría vinculado con la figura del padre. Y Yo ideal al lugar de privilegio anhelado, al que yo relaciono con el del estrellato. Sería un lugar en el que todos habríamos “estado" en algún momento, ligado a la infancia, al regazo materno, y al que, en el fondo, desearíamos volver. Lugar al que en la fantasía solemos llamar también paraíso.

 

¿Por qué quería Michael ser una estrella? A esta pregunta ya la hemos respondido, en parte. Él pensaba que así sería amado, así lo dice. Luego no se detiene a explicar qué significa eso exactamente. No dice que no hubiera sido amado, por ejemplo, y que por eso quería ser una estrella. Casi nos veríamos invitados a pensar que le había faltado ese amor, en su infancia. Pero cualquiera que haya leído su biografía, o visto este documental, sin ir más lejos, podrá suponer que esto no debió de ser así, no necesariamente. Es que parece evidente que fue amado por su madre (y mucho, probablemente), dado el modo como la recuerda (de hecho, se podría pensar que tuvo más de una “madre” amorosa, si se nos permite ver en sus hermanas a madres sustitutas, o por así decirlo a otras mujeres maternales en su vida; aquí no se habla de ellas, pero es sabido que jugaron un papel en la definición de la persona y del personaje). En resumen, podríamos decir, sin mucho miedo a equivocarnos, que Michael había sido una persona con pocas carencias, en este aspecto. Por ello pienso que no se trataría tanto de que él deseara ese amor porque no lo hubiera tenido. Muy al contrario, justamente por haber sido tan amado, me inclino a pensar que sería difícil para él contentarse con menos. Es desde esta óptica como habría que entender su deseo de fama. Él aspiraría a tener más amor que nadie, así precisamente se entendería su deseo de ser el número uno.

Estaríamos hablando de un amor sin límites, por lo tanto. De tener todo el amor. Algunos acontecimientos de su vida, sobre todo los más extremos, tales como el crítico episodio del urinario, o los sucesivos problemas al volante en las vías públicas, se entenderían difícilmente sin tener en cuenta el particular modo de entender el amor de Michael.


El cantante, esto es evidente escuchándole, se veía como alguien muy grande. Los que, como él, desean la fama, muy probablemente poseyeran esa “fama” ya en su infancia. En su hogar, en los brazos de su madre, debieron de sentirse como estrellas, ídolos objetos de adoración. Fueron muy probablemente idolatrados por esas madres, sus primeras fans.

Así nacería un narcisista como él, que en el sentido más obvio del término, como Narciso, cultivaba una particular admiración de su propia imagen (ahí están las incontables fotos de su bello rostro para probarlo), y era en el escenario donde encontraba sus mayores satisfacciones, pudiendo ser adorado por estadios repletos de fans (lo más cerca que quizá se pueda estar de la adoración sin límites materna). Michael era alguien a quien le gustaba hablar de sí mismo, más allá de lo saludable, a veces, pues no sólo exponía su intimidad en entrevistas o en los diferentes documentales dedicados a él, sino que se “desnudaba” aún más públicamente en sus canciones, y acabó llevando esta costumbre demasiado lejos, permitiéndose libertades excesivas en lugares públicos, como es tristemente notorio. Entonces se topó con la ley, que le vino a decir que no todo estaba permitido.

Son las facetas del Yo Ideal, cuya naturaleza consiste justamente en ser ese lugar imaginario donde el individuo se ve como Narciso, esto es, perfecto. Es una una parte consustancial del (psiquismo del) ser humano, que se forma como proyección proveniente de los padres, los cuales al tener hijos colocan en ellos sus fantasías infantiles de perfección, alimentando así su narcisismo y dando vida a la vez al de sus hijos. Es un lugar imaginario que puede sin embargo llegar a apropiarse de la realidad del individuo, a ocuparlo todo, por así decirlo. Para que esto no ocurra se debe producir una jugada maestra, de la que participen los tres miembros de la familia, la madre, el padre y el hijo. El psicoanálisis lo llama Complejo de Edipo, y es importante fundamentalmente por sus implicaciones “legales”, esto es, por la introducción en la vida del hijo de la Ley, el límite (también llamado tabú del incesto, el primer límite). Su aparición coloca cada cosa en su sitio. Así la realidad tendrá su lugar, y lo imaginario el suyo. Nada lo ocupará todo. La madre y el padre son los responsables de que esto ocurra. Da la impresión de que la madre de Michael no supo ver en qué lugar su adoración colocaba a su hijo, y de que el padre falló en su función de corte, de límite entre madre e hijo. El modo como esto normalmente funciona tiene que ver con el correcto posicionamiento de ambos padres en relación con la Ley del padre, con su correcto atravesamiento por ella.


La relación con Anselmo, el tratamiento del amante como ídolo, como objeto de adoración, que en mi opinión le da Michael en el documental, también se podría entender desde la óptica del Yo ideal. El culto del otro sería, visto así, el culto de uno mismo. Culto que uno se dedica precisamente en el Yo ideal. Michael vería en el otro, ese hombre no muy distinto de él, un reflejo de sí mismo, como Narciso en el agua, y al amarle se estaría amando a sí mismo, por así decirlo. También podríamos entender así la homosexualidad del cantante.

 

Volviendo sobre los episodios más truculentos de la vida de George Michael, podría decirse que éstos fueron las pruebas de que el cantante fue víctima en su vida de una clara falta de límites. En aquellas circunstancias esta falta resultaba evidente, pero en los diferentes peldaños de su ascenso a la fama era igualmente posible señalarla. El deseo de destacar es lógicamente rastreable en la relación con la madre, en la búsqueda de su amor, por cuanto es este un deseo universal. Michael, sin embargo, debía de “saberse" el mejor, esto es, el vencedor por aclamación en la competición edípica, con las hermanas tanto como con el padre, probablemente. Tanto, que podemos pensar que ya antes de ser el número uno mundial se podía ver en lo más alto del podio sin dificultad. Debía de ser tal el concepto de sí mismo, que nada que fuera menos que eso sería aceptable para él.

Es desde este supuesto que pienso que debería ser comprendido su enfrentamiento con Sony, su discográfica. Él no podía dar por bueno otro resultado sino el que él deseaba, esto es, ser liberado de su contrato, pues lo único justo era lo que él pensaba. Y lo justo era que le dejaran hacer lo que le diera la gana con su música, sin tener en cuenta que esa música también le pertenecía a Sony. En la realidad en que vivimos, la sociedad humana, la justicia tiene que ver con los límites dictados por la ley escrita, y según estos, él no tenía razón. No es que otras consideraciones éticas, como lo podían ser los argumentos de Michael, fueran injustas. Es que en el caso no tenían un lugar determinante. Y seguramente fuera una pena que las cosas tuvieran que ser de ese modo, en cierto sentido, pues es evidente que los amantes de la música se pudieron perder el fruto de su trabajo durante todos los años que duró su litigio, que era un litigio con la realidad. Desde el punto de vista de la ley, en términos de ley escrita tanto como de ley paterna, esta pérdida habría sido provocada por la obstinación de Michael, antes que por otros factores. Era el deseo sin límites del cantante lo que le había hecho imposible pactar, pues todo pacto habría implicado alguna renuncia por su parte (tanto como por la de la discográfica, lógicamente). Esa habría sido su perdición.

 

 

Rectify (2013-2016), Ray McKinnon

El significado de la culpa

 

Daniel Holden ha pasado 19 años en el corredor de la muerte. Confesó haber violado y matado a su novia cuando era adolescente. Ahora han aparecido pruebas de que podría ser inocente. Su hermana pequeña acudió a una organización especializada en defender casos de condenas injustas. La nueva información descubierta no es suficiente para explicar el caso y exculparle, pero sí para suspender su condena y concederle la libertad, en espera de un nuevo juicio. De nuevo en el mundo, Daniel se muestra poco preparado para a vivir en él.

 

La trama de la serie gira en torno del intento de explicación de unos truculentos hechos del pasado, mientras que su sustancia consiste en el estudio de un personaje, Daniel. Es un personaje al que cuesta entender, hasta el punto que uno le ve claramente inocente, durante gran parte del tiempo, a pesar de su confesión, y por momentos tiene serias dudas al respecto. Es que Daniel representa la inmadurez en toda su complejidad, es un individuo que casi podríamos decir que está detenido en la adolescencia, por motivos que es fácil entender. A la vez, parece dañado por cuestiones ajenas a todo el embrollo penal en el que está metido, más bien relacionadas con su educación. Los problemas de la adolescencia, sus carencias madurativas, no parecen suficiente razón para explicar las dificultades de Daniel, su rareza, por referirnos a él con una palabra que le ajusta como un guante. Los adolescentes no tienen porqué ser tan “raros" como él.

 

Freud descubrió pronto, cuando estaba desarrollando su invención, el psicoanálisis, que saber el “qué” era sólo una parte del trabajo terapéutico, y ni siquiera tan importante. Saber qué ha ocurrido para que el paciente esté enfermo, cuenta relativamente poco a la hora de ayudarle a mejorar, desde la óptica del psicoanálisis. Esta serie desarrolla la investigación de un crimen, donde el qué es mucho más relevante. Los personajes de la serie anhelan saber (o mantener oculta, según de quién hablemos) la “verdad”, los hechos. Para ellos en la verdad está la tranquilidad. Pero al igual que el psicoanálisis, parece entender que hay algo más allá de esa verdad. Pienso que es por esto que enfoca su atención en torno a la figura de un individuo en principio incomprensible, incómodo para el espectador, alrededor del cual se mueven todos los otros personajes, que sufren los efectos de su relación con él, y son igualmente dignos de estudio.

 


El “más allá de los hechos” psicoanalítico, esto es, lo inconsciente, es el meollo de esta historia. Pienso que de todas las historias, en realidad. Desde esta óptica, encontramos los significados, o la forma como cada individuo piensa los hechos. En este sentido, siguiendo la trama de la serie, nos preguntamos por qué alguien se culparía de algo que no es responsabilidad suya, estrictamente hablando. Por qué Daniel admite haber cometido un crimen que quizá no cometió, en vista del resultado de la investigación, o incluso de las impresiones de sus seres queridos, si nos parece que estas pueden ser relevantes también, para posicionarnos respecto de él. Los hechos, en un caso así, deberían ser incuestionables, pues o Daniel habrá hecho lo que se le imputa o no. Pero en este caso, al faltar testigos, el conocimiento de los hechos depende de la información proporcionada por el único sospechoso, que, en un principio, está convencido de su culpabilidad, y confiesa, y después, andando el tiempo, duda. ¿Qué lugar podría tener la duda en su cabeza, dada la admisión de culpa inicial? Si no tenemos en cuenta el factor del significado es imposible responder a esta pregunta. A menos que nos limitemos a aceptar las respuestas fáciles para explicar a Daniel, aquellas respuestas basadas en lo evidente o lo consciente, lo cual nos conduciría inevitablemente a dar por buena su confesión.

 

Para entender a este personaje primero deberíamos preguntarnos qué significa para él ser (o sentirse) culpable de ese (o de cualquier) crimen. Daniel dice ser culpable de un crimen que quizá no es responsabilidad suya. Parecería que no piensa el hecho con claridad, como poco. Dada la información que iremos descubriendo a lo largo de la serie, entenderemos que Daniel no es una persona muy centrada. Descartaré respuestas fáciles que expliquen su comportamiento, entonces. Pienso que debemos plantearnos que para él ser “culpable” significa algo distinto de lo obvio. Lo obvio (lo consciente, en términos psicoanalíticos) sería que sólo hay una verdad posible, ligada a los hechos: Daniel violó y mató a su novia, o no lo hizo. Más allá, en lo inconsciente, esto no sería así, pues allí la “verdad" se entiende en función de leyes diferentes a las de la realidad externa, objetiva. La culpa puede estar relacionada con más de un hecho. Quiere decir que Daniel podría estar culpándose de algo diferente del crimen actual que se le imputa, de algo que sí sería responsabilidad suya, registrado en su inconsciente en el pasado, y que él podría no saber la relación que habría entre esos dos hechos diferentes y su culpa. En otras palabras, en lo inconsciente los hechos e ideas o sentimientos estarían desligados, y sería la consciencia la que los pondría en común.

 

Al contrario de lo que podría parecer, dado que en este caso su mente le estaría haciendo un flaco favor, este funcionamiento tiene su lógica y su propósito saludables. En verdad, estaría tratando de ayudarle. Para entender cómo, habría que pensar que efectivamente Daniel debió de cometer un crimen en el pasado, por el cual no habría sido oportunamente castigado. El castigo actual estaría subsanando ese error. El psicoanálisis habla de “sentimiento de culpa inconsciente” para referirse a una culpa de la que el individuo no tiene idea, por un crimen del que no tiene memoria (consciente). Dada su existencia, en este caso veríamos que en la penitencia actual habría un cierto grado de alivio por el crimen anterior, que aún estando oculto en la memoria, no por ello dejaría de tener efectos muy reales, en forma de ese malestar por causas desconocidas llamado culpa inconsciente. Es que la única forma de acallar la culpa es haciendo penitencia. Daniel estaría dispuesto a ir a la cárcel para sentirse mejor, pues. En la consulta, como psicoanalistas, nos preguntaríamos de qué modo Daniel había llegado a establecer esa conexión errónea, y trataríamos de ayudarle a encontrar la correcta, no sólo porque así le libraríamos de la cárcel (o al menos de su culpa ligada al crimen que no cometió y de esa culpa), sino porque entenderíamos que así quedaría un crimen sin castigo, el verdadero, y porque entendemos que sólo la conexión justa entre crimen y castigo expía satisfactoriamente la culpa.

 

Lo inconsciente, a su manera, también tiene que ver con unos hechos, pues nada en la mente viene de la nada. Tanto las ideas y sentimientos como los recuerdos allí presentes están relacionados con una realidad externa, de algún modo. En el proceso de registro, todos ellos son pasados por el filtro de las defensas del psiquismo, preocupadas por el daño que los estímulos excesivos pueden causarle. A las ideas “excesivas” Freud las califica de “inconciliables con la consciencia”. Por así decirlo, él entiende que pensar ciertas cosas es mejor evitarlo, pues puede ser imposible hacerse cargo de ellas, o sea, manejar su contenido y no dejarse abrumar por él. No hay que buscar ningún ejemplo truculento para entender a qué me refiero: cualquier enamorado, cuando es rechazado por su objeto de deseo, habrá experimentado el hecho de buscar una buena excusa para pasar por alto ese rechazo, de manera que no sea un verdadero rechazo, sino un mero no temporal: es que no podría aceptar aún esa terrible realidad. A este género de ideas inconciliables (o sea, demasiado dolorosas) se lo altera para que sea más asumible. El proceso es inconsciente, y así es como Daniel habría establecido su conexión errónea, sin darse cuenta. Suponemos que no podría asumir su crimen verdadero, y cualquier otro, en comparación, sería vivido como menos grave.

 

¿De qué terrible crimen podríamos estar hablando?, ¿a qué penitencia le teme Daniel, peor que la “escogida” en su adolescencia? En este punto sólo podemos hacer conjeturas, pues no se nos dan datos suficientes de su pasado como para encontrar las respuestas que buscamos. A grandes rasgos, sabemos que Daniel es el primogénito de una pareja que se desintegra con la muerte de su padre. Éste fallece en un accidente de tráfico, y al parecer su madre se hecha la culpa. ¿Por qué? Su fantasía es que de no ser por algo que ella hizo, su marido no habría cogido el coche y no habría tenido el accidente.

Con estos datos biográficos daría para plantearse lo siguiente. Como prueba del “delito”, la idea de la madre sobre la causa del accidente del marido no tendría peso, obviamente. Diríamos que era el dolor de la afligida el que hablaba, y lo despacharíamos por tanto como producto de la pérdida. A no ser que también en este caso intentáramos descifrar el sentido de la culpa que ella manifiesta, y nos volviéramos a preguntar: ¿qué significa esa culpa?, ¿a qué crimen se refiere realmente?

Tendríamos, entonces, a un hijo y a una madre unidos por la culpa, en una relación que, esto sí lo sabemos, es especialmente cómplice. ¿Acaso podríamos pensar que lo que les une fuera una transgresión conjunta? Es que, según el psicoanálisis, no hay crimen más grave en la cultura humana que aquel que une a un hijo con su madre y provoca el desplazamiento del padre, esto es, el incesto. Si de esto se tratara aquí, no importaría que el crimen hubiera tenido lugar en la fantasía inconsciente (como suele ser), o que desde el punto de vista infantil fuera de lo más “inocente” (el hijo “sólo” quiere a su madre para él, a fin de cuentas). No si, como en este caso, la realidad hubiera facilitado, al menos en parte, la realización de ese crimen (si así quisiéramos mirar el accidente del padre). Así, la fantasía empezaría a cobrar vida, pues el padre ya no estaría, y no habría modo de ignorarla. A menos que se crearan nuevas fantasías culposas, buscando expiar así, tal como lo he descrito arriba, algo de la culpa original. La madre, culpable de desplazar a su marido, de algún modo, en la realidad, para vivir así más intensamente el vínculo con su hijo, expiaría su culpa asumiendo haberle matado. El hijo, por su lado, haría lo propio culpándose de otro delito, no del original, esto es, el de desear que su padre no estuviera. No estar, en la mente de un niño, es lo mismo que morir: él habría deseado que su padre muriera para estar con su madre, esto es, le habría matado mágicamente, provocando su accidente (también el pensamiento mágico es propio de la infancia). Ningún crimen es comparable con el parricidio y el incesto, de ahí que ir a la cárcel por asesinato y violación sea preferible para Daniel. De ahí también que su madre prefiera pensar que ha “matado” a su marido por accidente, y no por deseo.

 

Sería el complejo de Edipo mal resuelto. La madre habría sido incapaz de separarse de su hijo saludablemente, para relegar esa relación a un plano secundario en beneficio de su matrimonio, o, cuanto menos, cuidar ambas relaciones en su justa medida. En un caso como éste habría que pensar que el hijo había tomado una importancia excesiva, más allá de lo razonable. Esto le habría condenado a vivir en la fantasía de serlo todo para la madre, y a la vez (complementariamente) la certeza de merecerlo todo de ella. La culpa de ambos indica que, a pesar de lo dicho, también hay Ley en su psiquismo, o sea, cierta relación, bien que defectuosa, con los límites. Una relación pobre quizá, confusa, que no habría impedido a la pareja formada por la madre y el hijo acerarse a la transgresión inconscientemente. Es posible que de no haber ocurrido la desgracia del padre, ni siquiera hubiera emergido la culpa como lo hizo. De todos modos, la relación que he descrito habría condicionado la vida de ambos, siendo especialmente negativa para Daniel, cuyo desarrollo social se habría visto muy dificultado. Quizá en esto se podría rastrear la rareza característica del personaje, de la que hablaba al principio.

 

 

Beckham (2023), Fisher Stevens

SER UNO MISMO COMO sentido de la vida

 

David Beckham fue un importante jugador de fútbol inglés durante los años noventa y dos mil. Como figura mediática trascendió el mundo del fútbol para convertirse en icono mundial de belleza y estilo, en gran medida quizá debido a su relación con otra figura mediática, la cantante Victoria Adams. En su infancia, en cualquier caso, había sido educado por su padre para ser lo que a éste le hubiera gustado ser, un jugador de fútbol del Manchester United, el equipo de su vida, su mayor afición y su principal objeto de deseo, por encima probablemente de cualquier otro, incluidos su mujer y sus hijos.

 

¿Cómo habría sido la vida de Beckham, si su padre no hubiera proyectado sobre él sus propias aspiraciones (y de una forma tan determinante)? Imposible responder a esta pregunta. Sí podemos, de la mano de este documental, adentrarnos en el hogar materno de Beckham lo suficiente como para ver algunas consecuencias del ascendendiente del padre sobre el hijo.


Había en ese hogar un absoluto dominio de la figura paterna. Desde esta perspectiva, yo diría que David era, predominantemente, hijo de su padre. Y que su madre ocupaba un lugar de espectadora. Se la ve asistir a la formación de un jugador lo mismo que a nosotros, pues como comenta ella misma, su palabra no era realmente escuchada, en ese escenario. Así que sólo podía mirar. Ella señala que le parecía que su marido era demasiado exigente con su hijo, que no estaba teniendo en cuenta la edad del niño, esto es, su infancia. Aunque no lo diga, quizá piense que su hijo debería haber recibido una educación diferente.

 

¿Por qué una madre que parece consciente de estas cosas permitiría que su hijo fuera sometido a algo tan cuestionable? Me parece una pregunta importante. Responderla nos puede ayudar a comprender algo del ámbito de la paternidad en general, y de la formación de la personalidad en particular, más allá de la interpretación que se pueda hacer de la historia de Beckham. Reformulo la pregunta en términos ligeramente diferentes, para centrar el tema: ¿por qué una madre le “entrega” su hijo a otro, o deja que sea otro el que lo eduque? Esta madre, concretamente: quizá sabía lo que hacía o quizá no. Más probablemente no, pero: ¿qué pensó que estaba haciendo? Quizá pensó que hacía lo mejor, como la mayoría de los padres. Aquí me gustaría preguntarme si tendría otras razones, más allá de la consciencia.

 

Por ejemplo, el amor hacia su marido. Porque podríamos pensar que le quería mucho, si estaba dispuesta a “renunciar” a su hijo para “regalárselo” a su marido, si seguimos desarrollando esta hipótesis. Así le estaría brindando la oportunidad de “vivir” otra vida, su vida soñada, nada menos. Diríamos entonces que ella, como el marido, había tenido motivos egoístas que le importaron más que su hijo. Por terrible que esto pueda sonar, hay que tener en cuenta que esos motivos habrían sido inconscientes, y que por tanto no sólo habrían estado ocultos, sino que habrían tenido sus razones de ser igualmente ocultas. Los padres suelen pensar que hacen lo mejor para sus hijos, pero esto no significa que realmente puedan hacer lo mejor. Suelen hacer lo que pueden. Por alguna razón, esta mujer estaría dispuesta a ver las cosas como su marido, por amor, y en este escenario el hijo sería secundario.


No sería justo ignorar otros aspectos de ese escenario y de la historia en conjunto de Beckham. Si las cosas se hubieran dado de este modo, aún así habría que admirar el valioso el botín de logros conseguido por él gracias a esa educación tan particular recibida. ¿Cómo cuestionar su historia, cuando Beckham se acabó convirtiendo en un triunfador? Pero reconocido de antemano este hecho, de todos modos pienso que es legítimo plantearse algunas cosas menos felices. Todas las historias tienen aspectos lamentables, un lado oscuro, incluso las de éxito. En el caso que nos ocupa, es bastante evidente que el documental se recrea en el lado brillante de la historia, pero esquiva los aspectos más complejos y quizá problemáticos. No es que los ignore completamente, no sé si conscientemente o no.


Es verdad que el director hace apuntes del lado “oscuro" del personaje. No me refiero a anécdotas como el caso del supuesto lío extramatrimonial de Beckham, que aquí se menciona pero no se comenta. Pienso que la verdadera cara oculta de Beckham, esto es, el resultado de aquella educación recibida examinado en mayor profundidad, se ve mejor en otro tipo de detalles, más fugaces, aunque más reales también en esta descripción. Me refiero, por ejemplo, a su tema con la limpieza y el orden, que desde la óptica del psicoanálisis serían aspectos importantes del carácter, las denominadas formaciones reactivas. O sus rituales con la ropa, propios de la neurosis obsesiva (aunque no sólo, pues no hay que estar enfermo para manifestarlos). Diría que estos particulares están introducidos como curiosidades ligeras y divertidas del personaje, a modo de chistes. No son tomadas en serio. También está su obstinación, tan llamativa en el truculento episodio con Capello. Los señalo porque me parece que su historia es cuestionable, que detrás de los beneficios de su educación debe de haber perjuicios de consideración. ¿Como no iba a ser así, si pensamos que sus padres estaban más volcados en sí mismos, cada uno a su manera, que en su hijo?


Esas particularidades “patológicas” son el resultado de una educación, de una paternidad, en este sentido, menos saludable de lo que podría parecer, dados los oropeles con que quizá Beckham envuelve su vida. Un hijo es, ante todo, una tábula rasa. Cuando llega al mundo no sabe nada. Parece de sentido común, entonces, pensar que ante todo necesita ser atendido, cuidado, y después observado como individuo, esto es, como un otro al que hay que regalar una individualidad. Pienso que en este ejemplo de crianza falta algo de esto. Su padre crió a su hijo para ser algo que él quería que fuera, y en ningún momento le dio la libertad de elegir, pues había plantado en su mente una idea, “fútbol”, y había controlado su crecimiento férreamente. Bien es cierto que Beckham fue más que ese futbolista que formó su padre. Había algo más que fútbol en su cabeza. Pero ¿hasta qué punto se podría decir que el fútbol, eje de su vida infantil y adulta, es realmente “su” vida, su deseo?


No pienso que fuera la intención de Beckham hacer terapia cuando se prestó a dejarse entrevistar de este modo, por lo que aquellos signos de su carácter que decide mostrar no debían de ser prueba de nada, para él. Hacer una terapia psicológica es sólo una opción, o sea, una cuestión de deseo, en el fondo (las menos de las veces es algo inevitable). Como psicoanalista, uno acepta este hecho, e incluso el de que un paciente abandone su terapia cuando deja de tener dedeo de continuar, con independencia de su opinión profesional, o sea, de que piense que debería o no hacerlo. Es que la enfermedad psíquica tiene esta naturaleza, que no es tan insoportable como la física, ni tan evidente, por lo que a veces es fácil de ignorar. Por lo general, el individuo acepta toda mejoría en un tratamiento como suficiente. El dolor es el único signo que delata su problema, y cuando éste desaparece, o es menor, da por hecho que el problema ha desaparecido también. El funcionamiento del psiquismo en lo relativo a la enfermedad dificulta las cosas en cualquier proceso terapéutico de una cierta profundidad: le oculta la magnitud del problema al individuo para rebajar su sufrimiento, de manera automática. Es un mecanismo defensivo que ayuda desde dentro, en un primer tiempo, y cuando la ayuda externa llega no sabe “desconectarse” para dejar que ésta haga su trabajo. Es así que el paciente puede sentir que está “bien”, cuando a lo mejor su mente le está ocultando la verdad, o sea, que sigue habiendo un problema, en lo inconsciente.

 

El dolor psíquico presente se debe, en parte, a toda una historia de problemas que han sido ocultados en el inconsciente. Cuando algo ocurre en el presente, su efecto es el resultado combinado de más de un suceso, por tanto. Debido a ello, el individuo es vulnerable, cada uno más sensible a ciertos problemas presentes que a otros, dada una relación automática que se establece entre hechos presentes y pasados en su psique. Con la terapia, normalmente se busca remediar sólo lo presente, lo consciente. Lo otro, inconsciente, sólo raramente se tiene en cuenta. De ahí el abandono “precipitado” del proceso terapéutico. Dicho esto, no considero una locura pensar que una mejoría, por pequeña que sea, tiene valor en sí misma, y que un paciente tiene su parte de razón cuando decide abandonar un tratamiento porque se siente mejor, sin importarle problemas que él, a fin de cuentas, no ve. ¿Acaso no era ese el resultado que buscaba, esto es, sentirse mejor (no importa cuanto)?


No sería del todo incorrecto decir que Beckham hace “terapia” en el documental, de todos modos. Es probable que obtenga cierto grado de alivio al tratar temas dolorosos abiertamente, con un interlocutor como el director, e incluso con sus espectadores. Es sólo que no parece cuestionar lo que dice a cámara del modo como lo haría si lo dijera en una verdadera terapia. Parece que se desahoga, simplemente, que se libera de algunas cosas. ¿Cuáles? Esto sólo podemos conjeturarlo. Beckham no parece darles otro sentido que el superficial. Para él quizá su educación fue la mejor posible. Quizá sus rarezas no son más que curiosidades. Probablemente no les vea sentido alguno. Yo por mi parte pienso que detrás sí puede haber asuntos serios, cuyo conocimiento podría ayudar a entender cosas importantes del campo de la paternidad y de la educación.


Pienso que la anécdota más llamativa y útil para cuestionar su educación es la del episodio con Capello. El empeño de Beckham por permanecer donde no es querido, soportando un terrible e injusto maltrato durante semanas por parte de su entrenador, merece algunas consideraciones. Beckham hace de tripas corazón y se traga su dolor, no sabemos con qué propósito. Aparentemente quiere demostrarle algo al entrenador, y a fe que lo consigue, pues éste cambia de opinión y empieza a quererle. La obstinación de Beckham parecería, dada esta tesitura, un rasgo de carácter muy positivo. Y, sin duda, aprendido de su padre. Fue él quien le “enseñó” a perseverar: no permitía que su hijo descansara hasta que no estaba satisfecho con su rendimiento. La madre habría dicho que aquello era demasiado, pero por lo visto de nada habría servido. El caso es que tras esa demostración de determinación, la misma que tuvo su padre con él, Beckham consigue algo bastante admirable, y, sería de suponer, gratificante. Ahora, ¿era aquello lo que él buscaba, realmente? Lo que hace después nos hace dudarlo. Cuando su entrenador empieza a quererle Beckham decide que aquello no es razón suficiente para seguir con él.

 

¿Qué pretendía Beckham, pues, con su cabezonería? Una vez conseguido lo que se le negaba, ¿por qué lo rechaza? ¿Para qué tanto esfuerzo? Quizá pretendía demostrar algo, efectivamente, pero no lo que parecería más lógico. Quizá quería demostrarle a su entrenador que se equivocaba, como un fin en sí mismo. Sería una demostración de superioridad moral. El equipo, esto es, el fútbol, quedarían así en segundo plano. Sería una pena, pues realmente parece que a Beckham el fútbol le importa, y si, como él cuenta, triunfar en ese equipo era la conquista (personal) más grande, entonces su carácter le había hecho un flaco favor. Ese carácter forjado por el padre.

 

Y ¿a quién querría demostrarle algo Beckham, si no a ese padre autoritario, tan parecido, en cierta forma, a Capello? Su vida, visto así, sería la historia de la rivalidad con el padre. En esa historia, sus deseos serían secundarios, en el sentido que los deseos más personales (como el de jugar en el Real Madrid, que no era el equipo de su padre) se verían religados por el de ganar a su padre. El resultado seria que no podría independizarse realmente de él, que éste le seguiría imponiendo sus ideas en esa rivalidad encarnizada. La vida de Beckham se definiría en torno a la idea de demostrarle algo a su padre, en cada experiencia, siempre, como cuando practicaba ante su mirada hiperexigente en el patio de casa.

 

En la relación con su primer entrenador es posible entender la relación con su padre de forma nítida. Aquel lo acoge bajo su ala desde muy joven, es en más de un sentido un padre adoptivo. Pero no se puede ignorar una realidad “oculta” tras esta percepción parcial: es que un entrenador profesional lo único que quiere realmente es ganar. Con este fin le dedican esfuerzo a un jugador, esto es, para que contribuya a esa victoria. Sería ingenuo ver en esta figura un padre, por lo tanto. No me cabe duda, viendo el documental, de que Beckham debió de cometer un error así. Y acabó pagándolo caro. Cuando dejó de hacer lo que su entrenador quería, fue rechazado por él y expulsado del equipo sin ninguna contemplación paternal.

 

Pues bien, su padre, en cierta medida, también le usó para sus fines, le entrenó para que fuera lo que él quería, en lugar de limitarse a educarle como padre… para que pudiera hacer lo qué él se planteara. No pretendo decir con esto que no le quisiera como un padre, sólo opino que no se dio cuenta de que ser padre y ser entrenador deberían ser dos tareas separadas, de cuya mezcla, en este caso, salió como resultado que su hijo confundiera el sentido de la vida. Éste, en mi opinión, debería ser diferente para cada uno, único, en la medida que cada individuo lo es. Beckham difícilmente podía encontrar el suyo, dada la presencia en su cabeza de propósitos ajenos, concienzudamente colocados ahí. Eran los propósitos de su padre, los cuales Beckham claramente hizo propios, hasta el punto de condicionar, quizá, todas sus elecciones. En algo de esto no fue un niño especial, pues todo niño persigue hacer que su padre se sienta orgulloso haciéndole caso, o haciendo lo que piensa que su padre esperaría de él: si lo conseguirá realizando los deseos de ese padre o los suyos propios es la diferencia que determinará, en mi opinión, que llegue a ser él mismo o no. 

 

 

La última noche (2002), Spike Lee

Falta de límites y desconfianza

 

Monty es un traficante de droga que ha sido condenado a siete años de cárcel, al que le queda una última noche de libertad. Con su dinero y su posición ha sido capaz de ayudar a su padre, que tiene un restaurante atenazado por las deudas. Su novia, Naturelle, podría ser quien le delató a la policía. Monty no lo sabe, pero tampoco está seguro de poder fiarse de ella. Su jefe tampoco está seguro de que Monty no le haya delatado a él para rebajar su condena. Su libertad se agota en un último encuentro con sus colegas de la infancia. Está Jacob, que es un profesor de instituto enamorado de una alumna. Esa noche, Monty la invita a la celebración de su despedida en una discoteca, y Jacob cruza un límite al besarla. Y está Frank, un broker que está colado por la novia de Monty y se echa en cara no haber ayudado a su amigo a salirse del camino que escogió.


Monty vive (y se gana la vida) al margen de la ley. Es una vida con el glamur del dinero, que todo lo puede comprar. En su última noche, es el dinero el que le permite celebrar su despedida en una discoteca de moda, sin las barreras que otros se encuentran. Es así, con el poder económico al que tiene acceso, producto y expresión de la falta de límites, como embelesa a los que le rodean. Como a la joven estudiante de su amigo, rendida ante las posibilidades que se le abren cuando se relaciona con ese poder, el poder de acceder a lo que otros no pueden, esto es, a sentirse especial. Porque alrededor de Monty todos se sienten especiales. Su padre, que puede mantener su restaurante, ajeno a los límites de la razón (y de la economía). Su novia, que vive sin preocupaciones. Y sus amigos, que tienen acceso a la realización de sus deseos, como Jacob, o al menos a la fantasía de realizarlos. Ejemplo de esto es Frank, que fantasea con la glamurosa novia de su amigo.

 

Es el glamur de la omnipotencia. Al margen de la ley nada es imposible, sólo existe el placer. O, como se lo llama en psicoanálisis, goce. Son dos palabras habitualmente sinónimas, que el psicoanálisis usa de forma distinta teniendo en cuenta un factor añadido, que las diferencia sustancialmente. Me refiero al de la Ley del Padre. Límite o corte, en términos coloquiales. Es que desde su punto de vista no es lo mismo disfrutar dentro de esa Ley que fuera. O dicho de otro modo, jugar según las reglas del juego o sin ellas. Son dos placeres diferentes, visto así. Uno, el “placer”, está dentro de la Ley, es el producto de jugar según las reglas, donde no todo vale. Implica un aprendizaje, y por tanto una renuncia… a lo prohibido. Freud lo llama vivir en la cultura, que es en pocas palabras aquello que diferencia al ser humano de sus parientes lejanos los animales, pues si estos se privan de lo que quieren sólo ante el peligro de muerte, los seres humanos son capaces de hacerlo por un bien mayor, la llamada cultura, o civilización. Esto es, no ya por evitar ese peligro, sino por conseguir algo que consideran superior a lo deseado con más inmediatez (bien es cierto que, entre otros, porque han entendido que la cultura les protegerá de dicho peligro: la cultura es el conjunto de reglas, normas o leyes que les permite vincularse con los otros, de lo cual depende, en buena medida, su seguridad).

 

Monty y, en general, los personajes que le rodean, viven de este lado de la Ley, pero tienen todos ellos experiencias con el otro lado, el más allá del principio del placer, como lo llama Freud. Esto es, con el goce, o placer no atravesado por la ley, por así decirlo. Obviamente Monty es un criminal, y aquellos otros personajes, como el padre, la novia y los amigos, no. No se entendería correctamente lo que quiero decir sin tener en cuenta otro factor, la culpa, que es determinante en la vida de todos ellos. En la de Monty también, aunque en su caso quizá no tanto como la tendencia a saltarse la ley.


Monty vive instalado en la transgresión durante toda una etapa de su vida, hasta que es descubierto. Un día, como acabará sabiendo, un “amigo” le traicionó, revelando información sobre sus transgresiones a la policía, para librarse él de las suyas. Es que nadie es de fiar en ese lugar al margen de ley. ¿Y cómo serlo? Porque, ¿en qué se puede confiar si no existe (el respeto de) la Ley? Si no hay límites, ¿qué respeto (del otro) puede existir? En ese lugar sin límites, el otro no existe, sólo el uno.

Otro asunto sería entender si Monty fue realmente incauto, si no entendió el funcionamiento del mundo del crimen y pagó por ello el precio, o si otra cosa pudo haber ocurrido que explicara su caída. Es que no parecía un tipo idiota, todo lo contrario. ¿Realmente se descuidó en un asunto tan trascendental (el premio por toda su carrera criminal, sus ganancias acumuladas, nada menos) que acabó costándole su condena? Si esto parece no tener sentido, quizá no lo tenga. ¿Habría alguna otra explicación más plausible de ello? En mi opinión, sí.


El psicoanálisis entiende que todos los individuos normales poseen un juez interno, que dicta el curso de sus vidas sin que deba intervenir ningún órgano legislativo externo que, con la amenaza del castigo por sus transgresiones, les inhiba de cometer actos criminales, o sencillamente incorrectos. Es el superyó, un precipitado interiorizado de los padres legisladores, representantes de ese orden que Lacan llamó Ley del Padre. Nunca es un juez perfecto, perfectamente justo, quiero decir, este superyó. Puede equivocarse de varios modos. Puede ser extremadamente exigente, lo cual degenera en una dificultad para actuar y en un sufrimiento psíquico derivado considerables. O puede ser demasiado laxo, si las figuras de esos padres fueron poco claras, o poco funcionales, dicho de otro modo.


En el caso de Monty, se diría que un superyó así de laxo sería el causante de su deriva criminal, y a la vez de su inevitable caída. El fallo del superyó de Monty consistiría en no haberle podido parar antes de convertirse en un criminal. Sea como fuere, se hace finalmente presenta a través del sentimiento de culpa. La culpa es su modo de hacerle pagar a Monty su transgresión. Para evitar esa culpa, para expiarla, en este caso, él debe poner en marcha las acciones pertinentes. ¿Y qué otra cosa sería el revelar el fruto de su mala conducta, su dinero sucio, para que la autoridad lo encuentre? Porque si el superyó no es suficientemente capaz de poner freno al exceso, es la autoridad externa la que debe hacer acto de presencia, para acallar la culpa de la transgresión con una condena adecuada. Sería el superyó, entonces, y no su idiotez, el que, inconscientemente, habría impulsado a Monty a cometer la “imprudencia” que he comentado, para así revelar su crimen. Es que el superyó actúa, en buena medida, inconscientemente.


En torno a Monty, como señalaba, otros viven su relación con la ley de otro modo, aunque contagiados en cierto grado del gusto de la transgresión. Su padre no rechaza la ayuda de su hijo porque así le conviene. No importa que por su inacción se haya convertido en un criminal. Seguramente sea incapaz de ver su parte (o la de su madre) en ello. Lo cual explicaría la desviación del recto camino de Monty, claro. Naturelle se relaciona del modo que le conviene con el torcido camino de su novio. Disfruta de los frutos de la falta límites, en pocas palabras. ¿Y sus amigos? Ellos tienen sus conflictos con la transgresión, esto es evidente. Jacob no está cómodo compartiendo el escenario que Monty le prepara con su alumna, pero a la vez está claro que lo desea. En determinadas condiciones es muy difícil ignorar la tentación, pero también es cierto que una mejor apropiación de las reglas puede ser lo que enderece cualquier desviación. Tanto Jacob como Frank son, en cierta medida, “ignorantes”.


Frank está secretamente enamorado de la novia de su amigo, como si nada en él le hiciera “entender” lo inadecuado de volcarse en un objeto de deseo prohibido. Esta comprensión, de existir, seria suficiente para inhibir su interés. Sería una comprensión inconsciente, de nuevo. Un producto de la educación (que no es lo mismo que la formación escolar o que un adoctrinamiento deliberado: es más sutil), tremendamente útil pues, entre otros, le libraría de algunas culpas.


La educación es paterna, viene de los padres. Y el hijo la aprende de la conducta de éstos antes que de sus palabras. No es que éstas no cuenten, es que sólo tienen calado si están apuntaladas en la conducta. Las palabras cuentan si van en la misma dirección que los actos, por decirlo así. Estos son, en definitiva, más fundamentales. “Educación" no es lo que se dice, pues, tanto como lo que se hace, en la relación de los padres con el hijo. No puede ser muy consciente, por tanto. Se podría decir que el hijo no se esfuerza por aprender cuando mira a sus padres, pero sí cuando va a la escuela. En casa, se deja atravesar por las enseñanzas paternas, que se muestran sobre todo a través del trato que recibe, que es una muestra encarnada de esas enseñanzas. Se podría decir, en resumidas cuentas, que en los actos hay más verdad que en las palabras, y que los hijos los reciben inconscientemente. Y sin resistencias, cuando les aportan más de lo que les quitan. Cuando les dan orden y a la vez sacian su deseo, es decir, cuando les ayudan a entender el juego de la cultura y a dominarlo. Entonces el precio a pagar, esto es, las renuncias culturales (las prohibiciones), es más aceptable.


Jacob y Frank carecen de comprensión. No ven claramente los límites, no conocen las reglas del juego. Al menos, no conscientemente. Quiero decir que tampoco carecen de esos límites del mismo modo que Monty. No van por ahí viviendo al margen de la ley. Su superyó no se lo permite, teniendo en cuenta todo lo dicho. En contacto con la tentación, sin embargo, muestran que sus principios éticos (o superyoicos) son débiles, están mal incorporados. Viven dentro de la ley, pero torpemente, dejando que su deseo se desboque y pagando con la culpa. Jacob, la del deseo de su alumna, Frank la de la novia de su amigo (que él interpreta, erróneamente, en parte, como culpa por no ayudar a su amigo a ver sus errores: todo lo más que podría haber hecho sería dejar de relacionarse con él, si no le aprobaba. Sería ingenuo pensar que le habría “enseñado" el camino recto: eso sólo los padres pueden hacerlo).

 

 

The morning show (2019), Jay Carson

El narcisismo de los otros

 

Alex es la presentadora del programa de noticias matutino de una gran cadena de televisión. Está casada y tiene una hija adolescente, pero su vida gira realmente en torno a su trabajo. Al ser una persona muy popular, a Alex le resulta difícil mantener su vida privada fuera de los focos. Es milimétricamente escrutada, y se siente forzada a protegerla… incluso de sí misma. Bradley presenta las noticias con Alex. Es una mujer reivindicativa y tremendamente sensible a la injusticia social. Ha vivido siempre pendiente de su madre, una inmadura patológica, y de su hermano, un drogadicto. Su padre nunca contó. La una y la otra huyen de algo. Alex es incapaz de reconocer sus errores, sobre todo en sus relaciones. Así que huye de ellos. Es esclava de la imagen de perfección que se ha acostumbrado a proyectar. Bradley no sabe quién es. Nunca se le prestó atención, luego no pudo mirarse a sí misma (en los ojos del otro). Para ella ser mirada (y aceptada) por los que la descuidaron lo es todo. Ser ella misma iría en contra del deseo de gustarles (como ellos la ven). A ella también la coarta una determinada imagen, pues.
Tanto Alex como Bradley viven para encajar en una imagen prefabricada. Esto es, no la que ellas han creado, sino la que otros les han impuesto.

 

Problemática de la imagen a la que en psicoanálisis se conoce como “el narcisismo de los otros”. El individuo, dice la teoría, cuando ha sido deseado como hijo, existe antes de nacer. Está instalado en la mente de los padres como idea, y como imagen, y como tal es el reflejo del narcisismo de éstos. Es que la fantasía de paternidad está vinculada con lo que los padres pensaron que eran de niños, y aún querrían ser (y quizá sean, inconscientemente) de adultos. Pues de niños se pensaban importantes, centro del universo. Entonces era una creencia fantástica, que sin embargo era para ellos muy real, pues en la infancia los limites que separan la fantasía de la realidad aún están forjándose. El narcisismo es aquel lugar, dentro del individuo, donde estas ideas son reales. Donde el individuo se siente especial, como el bello Narciso, o donde, dicho de otro modo, él es todo lo que quiere ser.

 

La realidad es, por contra, la negación de esa fantasía infantil. En ella las cosas son como son, no como se querrían. Los padres han aprendido esta dura verdad antes de tener a su hijo, pues testados por la realidad habrán podido realizar en sus vidas sólo una fracción de lo que creyeron fantásticamente ser de niños. Y entonces, en la paternidad, se ven ante una ocasión propicia para volver a serlo. La paternidad es, en gran medida, la realización de aquella fantasía infantil, encarnada entonces en el hijo.

 

Los padres se conectan así, por medio (de la idea) del hijo, con sus fantasías infantiles, las más ambiciosas que nunca tendrán. Pero la realidad volverá a dictar sentencia, más pronto que tarde. Un hijo nunca llega a confirmar las fantasías paternas. ¿Cómo podría? Él, de un modo u otro, vive su vida, no importa cuanto desee (inconscientemente) complacer a sus padres. En algún grado su vida será suya, bien que en ocasiones no se note demasiado, dado el hiperpoder que a veces tienen las fantasías paternas sobre el hijo. De todos modos una relativa apropiación ocurrirá, y así la realidad alejará a los padres de la realización de sus fantasías. Y entonces el hijo sufrirá el desprecio de éstos.

 

Alex y Bradley se esfuerzan titánicamente por mantener en pie una imagen de ese género. La primera se niega a reconocer que se acostó con su antiguo compañero de mesa, Mitch. Éste se había revelado como un hombre censurable, y Alex temía ser condenada como él, dada su íntima relación. Ella había estado con un hombre despreciable, y le había amado. ¿La hacía esto despreciable? No necesariamente, pues su experiencia de ese hombre había sido buena, aparentemente. Es decir, para ella había él sido bueno, no malo. ¿Se podría pensar que Alex había sido ciega a la “maldad” de ese hombre? O si no lo había sido, ¿que debía haberle tratado de otro modo, censurándole como los otros? Son preguntas que, no por irrelevantes, me parece que son secundarias, en la historia de Alex. La suya es la historia de la dificultad del individuo para aceptar quien es, esto es, alguien imperfecto. Si Alex no puede decir que se acostó con alguien porque a ese alguien los otros lo ven mal, es que es a esos otros a quien ella siente que debe complacer, no a a sí misma. La imagen que los otros tienen de ella tiene más importancia que la que ella pudiera tener de sí misma.

 

Bradley no puede admitir que es lesbiana, o bisexual, precisiones que me parecen irrelevantes para entender al personaje. Más importante me parece apuntar su dificultad para aceptar su deseo de alguien. O sea, para tener una relación. No, pienso, por la naturaleza de ese alguien, sino más bien porque éste represente a un otro que se introduzca en su vida, interponiéndose quizá entre ella y… ¿qué? Ella misma manifiesta abiertamente su dificultad para relacionarse. Podemos conjeturar el origen de esa dificultad. Bradley tiene una madre absorbente. A su otro hijo lo saca de rehabilitación, privándole de la oportunidad de superar su adicción, porque no quiere estar sola. La propia Bradley se ha hecho cargo de sí misma, y probablemente de su familia, porque su madre no estaba preparada para la tarea. Es justamente este tipo de padre, que está demasiado metido en sí mismo, o sea, en su narcisismo, el que tiene un hijo por las razones que he indicado arriba, esto es, para realizarse él, como quiera que sea el modo que le dicte su deseo. No, por tanto, para que sea el hijo el que se realice, apropiándose cumplidamente de su propia vida.

 

Nos podemos imaginar a qué clase de deseo respondería este tipo de paternidad, entonces. Vulgarmente lo llamaríamos egoísta, o sea, para nada parental, si entendiéramos la paternidad como la más altruista de las empresas. Porque, ¿no es cierto que un hijo lo necesita todo del padre?, ¿que sin su total dedicación, se convertirá en un individuo menos preparado para la vida? Asumo que la perfección no existe, que no hay padre a tal nivel de adecuación. En cualquier caso, el padre narcisista que he pintado está en las antípodas de lo que lógicamente se puede entender por “buen padre”. Si a Bradley le cuesta tanto relacionarse, ¿no será porque está consagrada, por mandato materno, a otra cosa? Es que relacionarse implica tener una vida, y, en definitiva, la libertad par cultivar una imagen propia. Sería pasar del “al servicio de mi mamá” al “hago mi vida”. Lo cual, por otro lado, sería menos difícil si un hijo no se sintiera naturalmente bendecido cuando su madre le hace el centro de su universo, incluso si es de este modo tan inapropiado. El problema radicaría, en parte, en la resistencia de ese hijo a abandonar un lugar tan “privilegiado”. Es el sentido del dicho “Como en casa en ningún lado”. Cualquiera que intentara penetrar en la vida de un individuo criado así se estaría interponiendo entre éste y esa casa, o sea, su mamá.

 

La imagen de estas dos mujeres lo es todo para ellas. No es, como decía, una imagen propia, sino ajena. Es la de sus padres, que la construyeron en sus cabezas antes incluso de que ellas nacieran, con la cual ellas se habrían identificado, en términos psicoanalíticos. Esos otros a los que ellas intentarían complacer sistemática, compulsivamente, serían sus padres. ¿De dónde, si no, provendría el culto de una imagen que se opone, tanto en un caso como en el otro, tan claramente, a la realización de su deseo?

Así, Alex no puede acostarse con quien le dé la gana, libremente. Ni siquiera si, como en su caso, es alguien a quien ama. Si se tratara de alguien fallido, como Mitch, sería otro asunto, secundario, para mí.
Bradley, por su parte, no puede vincularse realmente con nadie, a pesar de que su deseo de hacerlo sea evidente, como cuando conoce a Laura.
En ambos casos, se les impone el deseo de otros, que abstractamente desean que se muestren de otro modo. Digo abstractamente porque para ellas esta idea de que la imagen que cultivan les es impuesta desde fuera no debe de ser notoria, consciente. Ellas se habrían apropiado de esa imagen de pequeñas, por identificación, pues como decía, ya existiría en las cabezas de sus amados padres antes incluso de nacer, y estos se las habrían “vendido” de modo que no pudieran rechazarlas, quizá colocándolas a ambas en ese lugar de “privilegio” en sus vidas a cambio de comprarlas. Carísimo privilegio ese, que se habría cobrado el precio de sus propias vidas.

 

 

The staircase (2022), Antonio Campos

La falta insostenible

 

Michael es el padre natural de dos chicos, y padre adoptivo de dos chicas, cuyos padres biológicos habían deseado que él y su mujer fueran sus tutores en caso de fallecimiento. Michael se separa de su mujer cuando conoce a Kathleen, que tiene otra hija. Entonces sus cuatro hijos y ésta última pasan a vivir con los dos. Cuando Kathleen muere en circunstancias poco claras Michael es acusado de haberla matado, y finalmente condenado por ello.

 


Michael es un hombre mentiroso, que se inventó que había ganado un Corazón Púrpura en el ejército con el fin de ganar puntos para ser elegido alcalde de su ciudad. Es por esta característica personal tan notoria, y quizá por la labor de crítica pública que hace de las autoridades desde su columna en un periódico, que su procesamiento y condena han resultado condicionados y adulterados fatalmente. Nunca se pudo probar fehacientemente su culpabilidad, a pesar de lo cual fue condenado a cadena perpetua. Algo incorrecto pudo ocurrir en su enjuiciamiento, ya fuera por la influencia de la percepción (parcial) que se tenía de él, o por la inquina de aquellas autoridades que debían procesarle en que habían desembocado sus opiniones tan públicas.

 


Las mentiras de Michael habían tenido un pésimo efecto en la percepción que los otros tenían de él. El jurado que debía juzgarlo le había visto como alguien de quien, lógicamente, no podía fiarse. El personaje, sin embargo, debía de ser más complejo de lo que ese defecto tan ruidoso podía mostrar. A fin de cuentas, otra de las características que lo definía llamativamente era la de haber reunido en torno a sí una gran familia de un modo muy significativo: además de haber acogido a sus hijos biológicos, que vivían con él y no con su madre, había hecho lo propio con los hijos adoptivos de ambos. Alguna fiabilidad debía de poseer, como padre. Esto también es lógico de pensar. ¿Quién era, pues, este hombre? ¿Qué decían de él sus mentiras y su rol de padre (de entre todos sus rasgos definitorios dos muy llamativos)? ¿Qué más había tras esa fachada, a todas luces insuficientemente informativa para conocerle?

 


Las mentiras, como todo síntoma, están al servicio de la salud mental tanto como en su contra. Son, en términos psicoanalíticos, un mecanismo defensivo, entre muchos otros al servicio de la protección del psiquismo. El perjuicio que suponen es de lo más evidente para los otros, pues son ellos los que sufren todo lo malo de sus efectos. Las mentiras, normalmente, benefician sólo al mentiroso (digo normalmente pues existen aquellas mentiras a las que llamamos piadosas, que, en el fondo, son positivas para el otro, o así se las piensa cuando se las usa). ¿En qué benefician al individuo, pues, las mentiras? La respuesta no es simple. 

 


Para empezar, es fácil de ver que el individuo es muy capaz de ocultarse cosas también a sí mismo. Lo hace constantemente. Es que el individuo (su psiquismo) está dividido. Por decirlo simplemente, es una parte de él la que le oculta esas cosas a la otra. Es un funcionamiento normal básico, éste. ¿Y qué tipo de cosas le oculta? Si tomamos a Michael como ejemplo de esta conducta lo descubriremos. 

 


Vemos en repetidas ocasiones como Michael se niega a aceptar las críticas de su mujer, referidas a hechos que él parece no ver, ¿quizá ocultándoselos a sí mismo? Es que se trata de hechos objetivos, cuya importancia depende, sin embargo, de una valoración subjetiva. Es la valoración de su mujer, que él no comparte. Pero es claro el contenido de sentido común de lo que ella piensa. La suya es una valoración asentada en el sentido común, esto es, en una percepción de la realidad definida por la “normalidad”. Lo normal es lo que se ajusta a unas normas compartidas. En este caso, lo sería sostener que ningún miembro de la pareja debería desentenderse de ciertas obligaciones, o el otro se resentiría, hasta incluso enfermar, si la tendencia fuera muy marcada o se prolongara en exceso, como así vemos que ocurre. Kathleen se ocupa prácticamente de todas las obligaciones cotidianas de su hogar, además de desarrollar su profesión. Michael, en cambio, se dedica básicamente a sí mismo. Está tan ensimismado, en verdad, que incluso cuando intenta ayudar, lo hace sólo muy limitadamente. Así lo vemos en relación con su función parental, donde muestra una paciencia prácticamente nula para relacionarse con sus hijos. Es lo que en psicoanálisis se llamaría posición narcisista, donde destacaría el interés del individuo dirigido a sí mismo (“individuo” que estaría próximo a desaparecer, en esta posición, pues, sin el otro, ¿qué individualidad existiría?).

 


El individuo, entonces, tiende a ocultarse cosas. Michael sería un caso patológico de “ocultador”, pues su vida se ve claramente perjudicada por una tendencia que es compulsiva, automática. Pero eso no quita para que también encuentre un beneficio, llamémoslo primario, en su conducta. ¿En qué consistiría este beneficio? Veamos. En la discusión más acalorada con Kathleen, Michael defiende su valía ante la crítica de ella. Su valía como pareja, como padre y como soldado. Resulta evidente que lo que él considera valioso para Kathleen no debe de serlo. Es que esta diferencia de pareceres es una cuestión de subjetividad, donde la objetividad, que la hay, es secundaria. Una pareja debe acercar posiciones si pretende conservarse con vida, sin importar, a veces, quien tenga razón. Otra asunto sería que lo que Kathleen demanda sea razonable o no. Claramente lo es, pero ante la incapacidad de Michael para concederle sus demandas, ella ha preferido, históricamente, retirarlas. Y algo no ha funcionado bien cuando este equilibrio se revela finalmente precario, cuando una de las partes (Kathleen) se ve incapaz de sostenerlo, y la otra (Michael) de cambiar de posición para acercar posiciones. Es evidente que el eslabón débil es Michael: es demasiado rígido. Demasiado narcisista, en términos psicoanalíticos.

 


Ceder, en su caso, quizá equivalga a reconocer los ocultamientos y, sobre todo, a contactar con lo ocultado. Esto es, con las carencias que Kathleen le critica. La dificultad para hacerlo tendrá que ver con el gran, insoportable malestar debido a esas carencias. Michael no es un buen compañero, pues no puede darle a Kathleen lo que esta le pide, una mayor implicación en las responsabilidades que comparten. Por lo que se nos muestra, tampoco es buen padre. Está demasiado preocupado por sí mismo, y sus hijos no reciben de él la ayuda que le demandan. Él no está disponible para ellos, cuando le reclaman atención. Y lo más probable, dado este modo de relacionarse con los otros, es que tampoco fuera un buen compañero como soldado. A las tres críticas de Kathleen responde Michael defendiéndose, y nosotros nos vemos asaltados por la sensación de que es como un niño que no puede aceptar lo que no le gusta (de sí mismo). No es de extrañar, dado este panorama, que Michael invente cosas, como sus méritos militares: con esa mentira se estaría protegiendo a sí mismo de la verdad, de su falta. Otras mentiras, como las que negaban sus infidelidades, tendrían un sentido parecido. Él no podría reconocer su incapacidad como pareja, o como padre. Incapacidad para el compromiso, en todos los casos. Todos estos reconocimientos serían vividos como faltas imposibles de asumir. ¿Por qué “faltas”? O mejor planteado así: ¿por qué debería él ser todas esas cosas?, ¿por qué no ser otra cosa, menos “ambiciosa”, y librarse así de tanta frustración tan mal resuelta?

 


El narcisismo, dice Freud, es una herencia de los padres. El individuo se ve a sí mismo como sus padres le vieron, por decirlo así. Éste no puede evitar ser lo que sus padres “quisieron”. El entrecomillado es porque ese querer es inconsciente, quizá nunca se dijo, pero de algún modo se transmitió, al hijo. Michael fue soldado como su padre, por ejemplo. Quiso ser el mejor soldado, de esos que ganaban un Corazón Púrpura. ¿Qué otras cosas intentó ser? Sus mentiras, y los ocultamientos, nos dicen que también pretendía ser lo que su mujer le señalaba que no era: buen marido, buen padre. ¿Era a ella a quien intentaba tan torpemente satisfacer? La teoría psicoanalítica dice que el autoconcepto está siempre vinculado a (la fantasía de) los padres, que está construido en base a sus deseos, dicho de otro modo. A ellos, no a su mujer, ni en última instancia a sí mismo, es a quien Michael intentaba satisfacer, desde esta perspectiva. 

 


Es habitual que nos ocultemos algunas cosas dolorosas, pues. Es una tendencia debida a la dificultad para soportar la falta, es decir, aquello que no somos, relacionado inconscientemente con el deseo de nuestros padres, siguiendo a Freud. Pero no todos mentimos como Michael. ¿Por qué? Es porque no nos vemos en la “obligación" de hacerlo. Si es cierto que los padres tienen un ascendente tan determinante sobre (los deseos de) los hijos, también lo debe de ser que ellos pueden poner límites a su influencia sobre ellos. Si los ponen, se relaja el deseo de los hijos de satisfacerles. Freud explica que el hijo quiere ser como el padre, pero que no debe ser él, esto es, ocupar su lugar. Se refiere a que debe haber un límite, de modo que el hijo sepa quién es él y quiénes los otros. Cuál es su lugar, en definitiva. En resumidas cuentas, esto significaría que el hijo nunca debería ser otra cosa que él mismo, no lo que los otros (padres) quisieran que fuera. Este corte, límite a los deseos de los padres, debió de faltar en la infancia de Michael, el cual no pudo sustraerse del deseo (ilimitado) de sus padres. Él debía serlo “todo” (el mejor soldado, por ejemplo), pero como esto nunca es posible, sólo la mentira compulsiva mantenía viva la ilusión de serlo.

 

 

Dare (2009), Adam Salky

La fachada adolescente 

 

Alexa, Ben y Johnny son tres adolescentes típicos. Tienen una fachada, y por detrás, algo que esconder: dudas, inseguridades, miedos, provocados por todo aquello de lo que adolecen para ser adultos. Una adultez a la que, sin embargo, sus cuerpos les empujan inexorable e implacablemente. Alexa es una chica que hace lo que debe, estudiar, y sabe lo que quiere, ser actriz. Ben es su mejor amigo, un marginado que se agarra a su única amiga. Johnny es un chico popular, pasota y altivo. Estas son sus fachadas. Alexa descubre que no vale para actuar, porque no es capaz de dejarse llevar. Eso la empuja a intentarlo. Ben sale del armario cuando su amiga empieza a comportarse de otra forma y siente que se queda solo. Johnny muestra toda su fragilidad cuando Alexa y Ben se acercan a él íntimamente. Ninguno de los tres está preparado para manejar lo que ocurrirá en ese encuentro. Aún tienen que crecer.

 

La adolescencia es quizá la etapa más difícil del desarrollo humano, desde un punto de vista psicológico. Es por la mayor consciencia de sí mismo del adolescente (consciencia que está ausente en la infancia), unida a su ignorancia de un saber de la vida que llega en la adultez, y porque el cuerpo le hace demandas que no toleran demora, y lo hace sin piedad: no podría importarle menos su falta de preparación.

El adolescente es, básicamente, una mente bastante infantil en un cuerpo completamente adulto. Definición simplista donde las haya, cuyo valor residiría en poner de manifiesto los aspectos en que la adolescencia se juega, esto es, el desarrollo intelectual y fisiológico, y la particular relación de desigualdad en el mismo entre ambos. En esta desigualdad radica la dificultad, dado que por lo demás todas las etapas representan un avance difícil y doloroso. Para alcanzar el indispensable equilibrio para funcionar, el cuerpo ya adulto (del adolescente) determina que la mente se deba poner a su altura, y lo hace con una urgencia como nunca antes la vivió el individuo. La vida ya se había mostrado exigente con el niño desde su mismo nacimiento, pero a éste, en el fondo, se le permitió crecer a su ritmo, constante pero lentamente, por norma. El adolescente no tiene este privilegio, y debe realizar un imposible: él solo, casi un inválido ante una demanda excesiva, mientras no haya logrado el necesario ajuste psicofísico, se dirige a donde nadie (responsable) puede acompañarle: la sexualidad adulta.

 

Pues siempre hubo una sexualidad, pero en esta etapa sus reclamos son hiperexigentes. En un niño esa sexualidad puede equivaler al deseo de “estar” con alguien, mientras que en el adolescente hay un “imperativo” a tener una relación sexual, sea esto lo que sea: es una absoluta novedad, para la cual no existe verdadera preparación. ¿Por qué? Porque no es una mera cuestión operativa, que también. Es sobre todo la realización más cumplida, hasta la fecha, de la separación del hijo de los padres. La sustitución de la madre y el padre como ejes en su vida por un nuevo punto de referencia, aún endeble, en el mejor de los casos: su propio yo.

 

La fachada es un “mal” necesario, dado el crítico escenario adolescente. Es a la vez barrera protectora y reclamo. Es una protección del yo contra el superyó, que se proyecta en la mirada crítica del mundo externo, de los otros con los que interactúa el adolescente, contra los que éste siente que debe protegerse. Esa mirada crítica no es real (o no tan crítica), sin embargo, pues consiste antes que nada en un eco de la mirada del individuo sobre sí mismo, por así decirlo. Éste no puede evitar ser autocrítico, especialmente porque se ha puesto en marcha su sexualidad adulta, ligada siempre, en último término, al deseo incestuoso infantil. La Ley del Padre es lo único que se interpondrá entre el adolescente y su objeto de deseo originario, en esta etapa más “peligroso” que nunca, dado el plus de intensidad sexual ligado al nuevo cuerpo adulto y las demandas de las que ya he hablado. La presencia de esa Ley se manifestará en el sentido del orden del individuo, y en el relativo relajamiento operativo y moral que llega con él, pero también en la culpa debida al deseo incestuoso, siempre inconsciente éste, y siempre reacio a morir.

 

Esa Ley no siempre funciona como debe, no siempre el padre “está” en el correcto desempeño de su función (en lo cual la madre tiene mucho que decir: ver, para entender esto, mi reseña de Vivarium). Su presencia puede ser muy borrosa, en ocasiones, lo que suele conllevar un esfuerzo de compensación puesto en marcha, torpemente, por el propio adolescente. Esto suele dar lugar a una sobrecompensación nada beneficiosa, tremendamente, imposiblemente exigente. Es la cara menos amable del superyó, la Conciencia moral, voz terrible de la autoridad, realmente. Un buen padre se manifiesta primordialmente a través del Ideal del yo, la otra cara del superyó, su voz amable. A través de él se muestra como un guía atento y un maestro comprensivo. Un escenario adolescente dominado por el Ideal se parece más al de la infancia, en el sentido de que es más justo con el individuo, le permite actuar liberado en alguna medida de lo que le atenaza, el miedo (tan comprensible, visto lo visto) a crecer.

 

El adolescente es más reacio que el niño a hacer caso de los límites que se le marcan, de todos modos. Si fueron bien puestos, estos límites seguirán ahí, pero por alguna razón carecerán de la misma capacidad disuasoria, en esta etapa. Esto tiene que ver con el proceso de separación del que hablaba arriba. El hijo que entra en la adolescencia debe “separarse” de los padres para empezar a hacer su vida. Si todo va bien, el proceso de separación que aquí entra en una fase crítica tiene su inicio en un momento simbólico, en términos psicoanalíticos, anterior al nacimiento. Es que los padres, atravesados por la Ley, ya tienen en sus cabezas lo que hace falta para “cortar" con su propio hijo: el concepto de individualidad, en el cual el de límite, o de ley, está implícito. Cuidar de un hijo no requiere de estar pegados a él. La propia madre, que tan estrechamente estuvo vinculada con él, y lo seguirá estando prácticamente hasta que dé sus primeros pasos, deberá darle el espacio suficiente a su hijo para que su individualidad empiece a tomar forma. En la adolescencia se dan los “últimos” pasos en la construcción de esta individualidad. Tan es así que, en ese tiempo, obedecer las normas (de otros) es para el individuo casi como ir en contra del proceso. Pero como decía, no es que esas normas (la llamada Ley del Padre) no estén ahí. Unos padres correctamente atravesados por la Ley transmiten a su hijo esas normas, y éste, aunque a veces no lo parezca, las tiene en cuenta. Sólo que a su modo (un poco como cuando a un niño pequeño se le dice que coma y éste se toma un rato para obedecer).

 

Ser adolescente, por todo lo dicho, es muy difícil. Casi imposible. El niño, de repente, debe comportarse como un hombre, esto es, hacer su vida. No importa que siga viviendo en casa con sus padres, pues con su tiempo es él mismo quien debe organizarse. Porque si no, no aprenderá a ser adulto. Esto quiere decir que su mamá estará ocupándose de sus cosas, no de él, hasta la hora de la cena. Lo que ocurra antes y después, será cosa de él como individuo, para lo cual no sólo estará verde, sino además sobreexigido (por sí mismo): querrá hacerlo todo bien, pues así, idealmente, estará controlando su vida. Vana ilusión, pero importante que ocurra, de nuevo.

 

Su fachada, además de una protección, es un reclamo al mundo exterior. Dada su nueva situación de independencia, un tanto forzada (por el arreón del cuerpo adulto) y precaria (pues el individuo no sabe muy bien qué hacer con ella), el adolescente busca desesperadamente a otros con los cuales sustituir a sus padres. Para encontrarlos se adorna con una esa fachada falsa, esperando llamar la atención. Hay algo de necesidad, pues, pero también de deseo. El deseo incestuoso no ha muerto, sólo ha sido contenido y sublimado, o sea, dirigido a otros objetos, por fuera de la familia. Se entiende, dadas las grandes dificultades del proceso, que una parte de él prefiera volverse hacia dentro, o sea no crecer. Pero las condiciones para lo contrario también están ahí, especialmente cuando la educación, apuntalada en la Ley del Padre, haya hecho su trabajo, esto es, producir el corte que separa al hijo de la madre que todo lo daba.

 

En esta tesitura es donde están Alexa, Ben y Johnny. Lo que vemos es la consecuencia lógica de ser adolescentes. Están ahí el deseo que les mueve a intimar, la torpeza para relacionarse, y finalmente el fracaso y el dolor por la culpa y por la pérdida. Es que, como decía, lo incestuoso nunca muere y, especialmente en la adolescencia, el individuo siempre está imaginariamente próximo a su madre. La pérdida es muy dolorosa, en esta etapa, pues se suman el alejamiento de los padres y la incapacidad para conectar con los otros. No hay nada extraño en los finales adolescentes tristes, el fracaso es sólo lo que debe ocurrir, el error que da lugar al aprendizaje. Los padres siguen teniendo un lugar capital en la vida de un hijo adolescente: sin ellos (con la Ley como referente), es muy probable que ese aprendizaje no ocurra.

 

 

El callejón de las almas perdidas (2022), Guillermo del Toro

El monstruo parricida

 

 

¿Qué es un monstruo? Una posible definición hablaría de un ser terrible, sin límites. Sin Ley, en pocas palabras. La Ley del Padre, en términos psicoanalíticos.

 

Las leyes fundamentales, que regulan toda sociedad humana, son las que prohíben el parricidio y el incesto. Sin estas leyes, el intercambio social es imposible. La Ley del Padre, símbolo del acto que separa al hijo de la madre, las incluye a ambas. Vivir ese corte pone a cada uno en su sitio, dentro del Complejo de Edipo. La madre es un “otro”, no una cosa de la que el hijo es un apéndice. El padre es la pareja deseada de la madre, o sea, el otro que el hijo no es. Sin estos límites, sólo vale la ley de un tirano, que no entiende otra cosa que su voluntad, al que nada importa, que no tiene en cuenta a nadie. Un hijo tirano.

 

Stan mató a su padre (porque no tenía límites).

 

Al matarle, Stan se convirtió en un monstruo, el mayor pecador, culpable del peor crimen imaginable. Interpretar a un monstruo en un espectáculo circense no es sino una vía lógica para empezar a expiar la culpa, reconociendo su crimen. Es para él, quizá, el único modo de seguir viviendo. El único destino posible, que, en cuanto ese lugar al que se debe llegar, es la representación del atravesamiento por la Ley.

 

El mejor papel de Bradley Cooper, en mi opinión.
 

 

 

Vivarium (2019), Lorcan Finnegan

Barrio ominoso 

 

 

Gemma y Tom están buscando casa. Un promotor les convence para visitar una vivienda piloto en un barrio residencial. Parece exceder a sus deseos, pero aún así deciden visitarla. Una vez allí, el promotor desaparece dejándoles solos en la vivienda, ante el horrible descubrimiento de no poder encontrar la salida del vecindario. Días después, atrapados allí sin remedio, encuentran un bebé y las instrucciones de criarlo para ser liberados de su “encierro”. Así, veremos como ese bebé crecerá anormalmente rápido, y se comportará de manera extraña, para nada agradable. Sus “padres” adoptivos se acabarán consumiendo entre el rechazo de una desagradable crianza impuesta y la búsqueda de una salida de esa situación. 
 
Lo chocante se sucede sin solución de continuidad en esta película. En primer lugar, una imagen: una cría de pájaro muerta a los pies de un árbol. Tom le explica a Gemma que los cucos expulsan a las crías de otras especies de sus propios nidos, obligando a sus padres a ocuparse de sus propias crias en su lugar. “Así es la naturaleza”, sentencia Tom. La imagen habla simbólicamente de la expulsión y de la pérdida de un lugar. Después, está la experiencia de la visita con el promotor. Ésta empieza mal. No es tanto por la actitud “comercial” del vendedor, extremadamente agresiva, quizá. Es más bien que nos parece que Gemma y Tom están haciendo algo que no “quieren” hacer. Es su elección la que nos choca. Vemos que no tienen un claro deseo de seguir, que el producto que les quieren vender les es de algún modo ajeno. Es casi como si no pudieran decir que no, como si algo se hubiera impuesto a la razón. Esto es lo que nos hace sentir raros. Es lo ominoso, tal como lo llama Freud. De la relación entre lo ominoso y la pérdida (de un lugar particular) es de lo que pienso que habla la película.  
 
Lo desagradable de la situación en que se ven envueltos estos personajes parece vinculado con la imposición de un escenario no deseado. Quizá Gemma y Tom preferirían vivir en la ciudad, y disfrutar de su relación y de un contexto de posibilidades más narcisistas, digamos, que el de hipotecarse y tener hijos. ¿Por qué visitar un barrio residencial, entonces? 
 
Quizás examinar la actitud de Gemma y Tom en esa particular reclusión arroje algo de luz sobre el asunto. Es una situación desagradable, marcada por las imposiciones y por la rareza. Muy particularmente la de ese niño al que son forzados a criar, que resulta especialmente desagradable dada su “mala” actitud. La pareja se comporta con lo que podríamos calificar como actitud poco paternal, cuando no abiertamente hostil a la paternidad. Uno podría preguntarse, por momentos, qué habría ocurrido con ese niño si no hubiera sido objeto del más cumplido rechazo por parte de sus “padres”. O sea, ¿habría salido igual de raro y desagradable? Es que nació con la marca del rechazo, pues su llegada no era esperada, probablemente ni siquiera fantaseada (o sea, deseada).  
 
Lo “raro”, por otra parte, tiene que ver con lo no normativo, es decir, con la falta de normas, justo lo que falta en un niño al que no se educa. La ausencia del deseo de paternidad en estos padres explica el rechazo de la crianza del bebé intruso, y un rechazo así, tan absoluto (en el padre, al menos), sólo podía dar como resultado un niño “imposible”.  
 
Un niño raro es, en el fondo, un niño mal-criado. Es el niño al que no se enseñan límites, el eterno niño, que no madurará. Crecer, psicológicamente, es avanzar en una sucesión de etapas, vividas como adquisiciones aditivas, más que como relevos (me refiero a que varias, o todas, esas etapas pueden coexistir, de modo que un adulto puede ser niño, y a veces también viceversa). Para que se den esas etapas, tiene que haber límites, en la mente del niño. ¿Cómo se podría adquirir nada, o sea, aprender, si no se aceptara previamente que no se tiene todo, que algo falta? Pues bien, según el psicoanálisis esto (la falta) se transmite imponiendo límites (siendo la primera falta la de la madre de la que el niño se separa). El proceso de transmisión de esos límites (o proceso de separación), es arduo e inacabable, sólo sostenible dado el amor del padre por el hijo. Dado, esto es, un deseo de paternidad. Hay algo de automático en la maduración cuando existe la idea de límite en la mente. Entonces, las etapas a las que me refiero se van quemando gradual y razonablemente. Casi inadvertidamente, sin grandes resistencias. Es difícil que existan las condiciones para la normalidad sin aquel deseo de paternidad “legal”, que marca límites al hijo. Más fácil será que aparezca la rareza. 
 
¿En qué momento, desde esta perspectiva, se haría presente la etapa de la paternidad, en el individuo? ¿Habría una etapa así, naturalmente, o, tal como parecen vivirlo Tom y Gemma, la misma sería vivida como una imposición externa? En otras palabras, donde haya paternidad, ¿qué papel habrá jugado el deseo y cuál la imposición, digamos, cultural? 
 
La película se podría interpretar como la alegoría de una imposición, en un primer nivel de lectura. Aquella fuerza invisible que guiaba a esta pareja en una dirección inquietante, no deseada, sería entonces la sociedad que, por algún motivo, “obligaría” a encajar en cierto patrón de vida familiar. En un barrio de calles y casas idénticas, sin fin. Horrible. El psicoanálisis llama a esta fuerza invisible deseo inconsciente (efectivamente, lo no consciente no se ve, siendo muy simplistas). Es propio del individuo el encaminarse, normalmente, como guiado por una fuerza así, hacia un encaje social. Tiene un nombre más concreto, esta fuerza: Ideal del yo, voz amable del superyó que se encarga, justamente, de promover la integración en la cultura (la sociedad). Quizá Gemma y Tom la viven de aquel modo, es decir, como imposición, y no de éste último, como guía. Es que para poder verla así, tendrían que estar dentro de la norma. 
 
“Intégrate y lo tendrás todo”, podría rezar el eslogan de la inmobiliaria que vende la perfecta casa donde asentarse y criar una familia. Promesa de una sociedad que exprime al individuo en la realización de sus propios fines. O así, al menos, es como parecerían representárselo Gemma y Tom. Es la integración vivida como peligro, padre demoníaco, dice Freud, que separa de la madre. La otra faz del mismo padre que habla a través del Ideal del yo, cuando el hijo está atravesado por la Ley. Faz amable porque ayuda al hijo, e incluso le reconforta cuando acepta sus consejos y los sigue. 
 
El padre representa la Ley, pero sólo la madre puede legitimar su autoridad como representante. Sólo entonces aparece el Ideal que facilita una integración saludable. Gemma y Tom tienen su propia idea del “todo”: para ellos se trata de permanecer en el nido, que todo lo da. El hijo/cuco, que les expulsa del nido y les separa de la madre, es el otro, vivido como amenaza y no como espejo de su propia individualidad (a la cual no se tendría acceso de no producirse esa separación). Es, de muevo, una representación del padre ominoso, no “legal”, un padre al que nadie ha legitimado. Y, si éste falta, entonces hay otro destino ominoso, el de la disolución del hijo en la madre, esto es, la desaparición de la individualidad. Es lo que en psicoanálisis se denomina goce, el placer mortífero ligado a la falta de barreras que desemboca en el incesto, la unión prohibida con la madre. Sólo el padre, autorizado por la madre, puede detener este destino ominoso. El Ideal es su voz, quizá anhelada inconscientemente por Gemma y Tom, que en la consciencia no han incorporado adecuadamente los límites al goce. 
 
Y, efectivamente, la metáfora del cuco introduce la idea de la expulsión del individuo de un lugar al que podríamos llamar su vida (secretamente) deseada. La  expulsión de las crías de pájaro nativas, sustituidas por los cucos, es como la sustitución del padre por el hijo, o sea, como la paternidad, ese otro lugar que Tom y Gemma experimentan como impuesto, motivo de la mayor de las pérdidas. El individuo/hijo se ve privado del lugar junto a su pareja/mamá. Si el nido, o “vivarium”, representa a la mamá, entonces se trata de la fantasía de perder a la mamá recuperada en la pareja, en términos edípicos. Tom y Gemma serían unos eternos niños, según esta lectura. El resultado de un Edipo mal resuelto. En pocas palabras, nunca habrían aceptado resignar a la mamá de la infancia. El paraíso perdido, ese lugar deseado del que el hijo/cuco les echó. Es lo opuesto del camino marcado por el Ideal del yo, es la desintegración de la cultura paterna para permanecer eternamente infantilizados, pegados a la mamá que todo lo da. Es la falta de límites, el fuera de la norma. 
 

 

 

The quiet girl (2022), Colm Bairéad

 El milagro de la vida humana 

 

 

Cait debe pasar el verano con unos parientes mientras nace su hermano. Es una niña de unos ocho años que se muestra encerrada en sí misma y poco comunicativa. Sus padres apenas parecen notarla. Sólo su costumbre de hacerse pis en la cama o de desaparecer los convoca a intervenir, a hacerse padres, esto es. Ella parece insegura, como si temiera las consecuencias de hacer o decir algo inadecuado. Casi como si temiera ser ella misma, existir, en suma. Con sus desconocidos parientes Cait descubre lo que significa ser vista y, sobre todo, ser atendida. Entonces ocurre el milagro, se revela una persona oculta, que esperaba la oportunidad de mostrarse.  
 
El milagro es que Cait viva realmente como la niña que es, dado el entorno en el que ha nacido. Lo que la película muestra es que esto, a veces, es imposible. Quizás ocurra a menudo, en el seno de las familias. Ser padre no capacita automáticamente para ocuparse de un hijo, como se ve. No, si la paternidad es algo más que alimentar a una cría humana, no, si ser esa cría es algo más que una cuestión de supervivencia, en sentido biológico. Cait está muy viva, pero, ¿qué es, desde la perspectiva adoptada por la película, perspectiva psicológica, una vida humana? Hay que observar el cambio de Cait, el milagro, para entender de qué estamos hablando, para dar una respuesta.  
 
Cait es un animalito temeroso, cuando la conocemos. Nos conmueve su fragilidad. Tememos por ella, y se nos rompe el corazón cuando vemos que sus padres se deshacen de ella. A su nueva casa, sin embargo, entra con buen pie. Su nueva “madre” está pendiente de ella, en numerosos detalles. La diferencia de este modo de paternidad es radical, tanto, que los efectos no tardan en manifestarse, en el comportamiento de Cait. Pronto desaparece su problema nocturno. ¿Acaso hacerse pis era su modo de llamar la atención? Porque, dado el desapego de sus padres, hablar habría sido impensable para esta niña… de haber sabido como hacerlo. ¿Qué decirle a quien no escucha? ¿Cómo transmitirle el dolor, la soledad, el desamparo propios? Cuando las palabras no salen, es el cuerpo el que habla. El pis es un mensaje. Es éste un modo de comunicación inconsciente. No es muy efectivo, si de lo que se trata es de comunicar un mensaje concreto. Es primitivo, infantil. Los padres no siempre comprenden este lenguaje. Los de Cait son, en el fondo, tan mudos como ella, tan incapaces de comunicar como ella. Por eso no entienden lo que vive su hija, ni cómo deben criarla.  
 
Todo, en las relaciones humanas, tiene que ver con la comunicación. Es fácil ver que los esfuerzos de la nueva madre tienen una gran parte de responsabilidad en la vuelta a la vida de Cait. En su nacimiento, casi podríamos decir, pues antes, como decía, no era sino un animalito. No era, quiero decir, un verdadero ser humano (ver la reseña de Blade Runner para entender a qué me refiero). Esta madre adoptiva se esfuerza por cuidar a Cait de un modo especial, que debía de ser lo que a la niña le hacía falta, pues su cambio, o nacimiento a la vida humana, es algo a lo que, como veremos en el final de la película, ella se agarra. Hay un esfuerzo por entender en qué puede serle útil, qué más puede hacer por ella, que transmite implícitamente un mensaje a la niña. Un mensaje de interés, de deseo, de amor en definitiva. El esfuerzo es consistente, y esto para la hija representa la idea de que hay una vía abierta que la conduce a la madre, y por extensión al mundo, a través de la cual ella podrá comunicarse con su madre y con otros. 
 
Estos padres adoptivos han perdido a su hijo biológico. Ahora desean acoger a Cait. Para el padre es más difícil el duelo, pero cuando lo afronta consigue conectar con Cait, con su paternidad. Son padres que quieren ocuparse de sus hijos, que conocen la responsabilidad  y entienden la complejidad de la tarea, tal como lo he descrito. Están, decimos en psicoanálisis, correctamente atravesados por la Lay del Padre. Esto es, se relacionan adecuadamente con los límites. Tener un hijo limita, se podría decir. Siempre que se esté dispuesto a asumirlo. Los padres de Cait eran malos padres porque se comportaban como si ella no existiera, y si la notaban era porque (y cuando) les molestaba. Ellos no toleraban que ella les limitara. Tener hijos para ellos era no poder hacer lo mismo que hacían antes de tenerlos, en el fondo, y evidentemente no estaban dispuestos a renunciar a ese modo de vida. Seguramente no podían, porque no habían aprendido a relacionarse con los límites, ni otras cosas necesarias para ser padres, de sus propios padres. Si no entendían las necesidades de sus hijos es porque no entendían las suyas propias (como hijos). Como decía arriba, entender tiene que ver con comunicarse con el otro, con el que sabe, con los padres. 
 
La niñez del niño humano empieza cuando éste es percibido por el otro como tal, no cuando nace, en términos psicológicos. En el nacimiento no hay un reconocimiento automático del hijo. ¿Acaso se puede decir que Cait ha sido realmente reconocida por sus padres? Ella no era para ellos otra cosa que un estorbo, como lo puede ser un trasto inservible. Estaba más cerca de ser percibida como una cosa que como una persona, si queremos decirlo con todas las letras. Su infancia es lo que ocurre cuando emerge su deseo, cuando Cait hace cosas. Cuando ayuda a su tío a limpiar, cuando pregunta, y, sobre todo, cuando corre y se divierte. Y esto no ocurre hasta que realmente unos buenos padres se ocupan de ella, cuando se interesan por lo que ella (su cuerpo, en un principio) demanda y cuando (y si) se lo conceden puntualmente. Sólo en ese momento, cuando se siente cuidada, o sea, querida, emerge su propio deseo. El deseo de vivir. En ese momento deja de ser aquel animalito y se convierte en un ser humano. 
 

 

 

Blade Runner (1982), Ridley Scott

 La condición humana

 

 

Deckard tiene un encargo, retirar cuatro replicantes. Los replicantes son seres humanos creados mediante ingeniería genética para servir como esclavos. Para tal fin, están excepcionalmente dotados, tanto física como psíquicamente. Por contra, están diseñados para durar sólo unos pocos años. Es un modo de asegurarse contra una hipotética rebelión. Podrán brillar intensa pero brevemente, en palabras de su creador. Algunos no saben siquiera qué son realmente, poseen recuerdos implantados que les dan una historia familiar natural, o lo que es lo mismo, una identidad humana. El objetivo de darles esos recuerdos sigue siendo el de controlarles mejor. En este caso, mediante su apaciguamiento. Un quinto replicante, de éste último género, se añade posteriormente a la lista de Deckard. Este replicante empieza a sospechar su condición, de ahí el riesgo y la medida final.

La retirada de los replicantes no es otra cosa que su sacrificio.

Los replicantes acuden a sus creadores para demandar mejoras, quieren ser tan “humanos” como sus dueños. Pero existe un límite a lo que “se puede” hacer por ellos. Su condición es irreversible.

 

“Humanidad”, en psicoanálisis, es un concepto íntimamente vinculado con el de “otredad”. Uno, se puede decir, no es “humano” hasta que es percibido como “otro” por los demás. Concretamente, por sus padres (específicamente, en verdad, por su madre). En ese reconocimiento reside la condición de la humanidad, en pocas palabras. No se trata, por tanto, de una condición que venga dada, en términos psicológicos. En este sentido, es adquirida. Se trata, pues, de un planteamiento psicológico, radicalmente diferente del biológico, por el que el ser humano, como ejemplar de una especie animal, lo es simplemente por haber nacido.

 

Los replicantes están buscando aquel tipo de reconocimiento, el psicológico, de sus creadores. Tyrell, el “padre” creador, como representante de la Ley, simbolizaría para ellos su vinculación con la humanidad.

 

La aceptación del otro tiene que ver con la aparición y la aceptación de la Ley del Padre, en psicoanálisis. Según esta línea de pensamiento se entiende que la relación con la Ley del Padre sólo es posible dada la aceptación de la misma por la madre, cuando ella también está atravesada por esa Ley que humaniza a todos. El padre “está" si está en la mente de la madre, en otras palabras. Si está, representa el amparo, la protección contra el exceso. Si falla, como es el caso de este padre sin Ley que es Tyrell, el hijo se enfrenta al peligro de desaparecer. Para éste es difícil vivir su existencia cuando se ve amenazado de ese modo.

 

Los replicantes, como los hijos desamparados por la falta de ese padre capaz de cumplir con su función legal, miran sus fotos en su busca. Las fotos que vemos repetidamente en la película son un símbolo de la memoria histórica. Deckard, al igual que los replicantes a los que debe retirar, atesora sus fotos. Éstas le dicen que tiene una historia, que vive inscrito en un complejo de relaciones humanas. Que es humano, en suma. Éste es su bien más preciado, amenazado por la falta de límites de los padres (como Tyrell o el jefe de policía).

 

¿Qué, si no el amparo paterno, representa la historia familiar, psicológicamente? Es la vinculación con el mundo en cuanto pertenencia a una línea genealógica. La genealogía representa al otro, al que separa al hijo de la madre y le da un lugar.  El lugar del ser humano. Es el límite al exceso de la madre fálica, que se apropia del hijo y no le da espacio para constituirse como individuo. La madre "legal" se impone a sí misma la separación de su hijo, por así decirlo, dándole al padre la autoridad para colocarse entre ambos. Como corolario, se entiende que aquel reconocimiento, el de la otredad, puede no darse. La madre debe aceptar la Ley del Padre (la del suyo propio, concretamente), símbolo de límite.

 

La omnipotencia infantil, el quererlo todo, serlo todo, es el rechazo de los límites de la Ley del Padre. Es seguir pegado a la madre. Sin límites no hay Yo. Sin límites, no hay verdadera existencia, no hay… brillo. No hay muerte. Es como el designio del padre, en la película: brillar es posible a condición de que se acepte la mortalidad, o sea, de que el individuo se inscriba en la Ley. Entonces hay límites, muerte, pero hay vida. El tipo de vida perseguido por estos hijos desamparados, los replicantes. ¿No es por ello que Batty salva a Deckard de una muerte segura, en el tejado?, ¿habrá aceptado su propia mortalidad, y habrá podido así apreciar el valor de la vida, de toda vida (humana)?

 

El padre sin límites, como el padre de la horda primitiva anterior a toda ley, es incapaz de dar un lugar al hijo, que para él es sólo un rival (o sea, un límite). El hijo no es ese otro que a través del límite de la Ley puede apropiarse de su vida, y ser libre (ser como su padre). Tyrell impone límites  como la caducidad y la ignorancia a los replicantes, a sus “hijos”, pero no se somete a ellos. Su voluntad no tiene límites, él puede retirar, o sea, negar la existencia a sus hijos si así lo desea. Es omnipotente.

 

La lucha de los replicantes es la lucha de todos los seres humanos. Es la lucha por la existencia. El padre tiránico es un padre que no sólo falla sino que se excede, y aboca al hijo al desamparo absoluto, la desaparición. Sin la Ley del Padre no hay vida humana. La ley de Tyrell no es Ley, es falta de ley.

 

Deckard vive sometido a la tiranía de un Estado sin Ley, donde todo vale, no hay límites. Parafraseando las palabras del jefe de policía a Deckard, “o haces esto (sacrificar -exterminar- a los replicantes) o no eres nadie”. Al tirano le da igual si Rachel es “humana” (si ella se piensa humana, síntoma de que lo “es”). Nada protege a los seres humanos contra el exceso de los tiranos, que se niegan a reconocer al otro, y a los cuales se concede la sumisión por puro pánico.

 

Pero brillar es brillar, no importa cuánto tiempo dure ese brillo. También Deckard descubre su propia humanidad, esto es, su brillo, cuando conoce a Rachel. Es en su interés por ella, en la identificación con su muy humana inquietud, donde encuentra las fuerzas, y los motivos, para rebelarse. Sólo entonces puede ignorar (su miedo) al tirano y salvar a Rachel. Vivir es aceptar los límites, “vivir en el miedo (a la muerte)”, en palabras de Batty.

 

 

Kafka (1991), Steven Soderbergh

LA AÑORANZA DEL PADRE

 

 

Kafka desea saber qué ha sido de su amigo desaparecido. Las autoridades le informan de que se ha suicidado, pero él no se lo cree, y no lo acepta. Quiere descubrir la verdad. Su verdad.

En su búsqueda, repleta de revelaciones inesperadas, sobre su amigo y sobre el mundo, se le aparece siempre en el horizonte la silueta del Castillo, que lo domina todo, elevado sobre la ciudad. A él conducen todas las preguntas.

Nadie tiene acceso al castillo, salvo los que son convocados por él. Kafka se cuela clandestinamente, y allí encuentra la verdad que buscaba. Hay una conspiración.

 

Una idea parece dominar esta historia, libremente basada en lo que rodea la figura del escritor Franz Kafka, si nos proponemos una primera aproximación en busca de sentido. Es la idea de la pérdida.

 

El protagonista, el propio Kafka, ha perdido al que descubrimos como su único amigo. El personaje de Kafka es un solitario. No sólo se muestra poco inclinado a mantener relaciones sociales, tampoco parece tener especial interés en encontrar pareja o simplemente a alguien con quien divertirse. Estuvo comprometido, pero disolvió su relación con una mujer que aún parece esperarle. La relación con sus padres también es distante. Está claramente molesto con su padre, al que le une sin embargo una relación marcadamente ambivalente. Su padre es, como el ominoso castillo, una sombra siempre presente. Es como si en él empezara y acabara todo. Éste sería, en mi opinión, el otro tema, la idea latente en torno a la cual estaría construida realmente esta historia. El padre.

 

Pero vayamos por partes, para explorar las posibilidades interpretativas de esta película ¿Qué representaría, figuradamente, aquel amigo para Kafka? Y, ¿por qué sería tan importante para él encontrar una respuesta alternativa que explicara su desaparición?

Al ser una de sus pocas relaciones, quizá la única cultivada, se entiende su importancia. Pero, ¿tanta? Quiero decir, ¿tanta como para mover cielo y tierra? No es que se pueda medir el valor de una amistad, concepto y magnitud subjetivos donde los haya. Pero, insisto, Kafka está dispuesto a todo, para conseguir sus fines. Es más, no va a dejar que nada ni nadie se lo impidan. Y, ¿por qué se preocuparía por alguien un tipo que, tal como nos lo describen, es esencialmente asocial?

Será más fácil entenderle teniendo en cuenta otro factor. Está implícito en la segunda pregunta, me refiero al de la ley, o al de su no aceptación por Kafka. Éste, efectivamente, no da crédito a la verdad legal. La ley, para él, no es creíble, o sea, no es ley. Por eso no la considera un límite a su deseo de saber. El deseo (de saber) sin límites, y no sus sentimientos hacia el amigo, sería el motor de su comportamiento.

 

La ley que es despreciada por Kafka basa sus efectos subjetivos sobre las personas en la relación que éstas mantienen con la otra ley, la Ley del Padre, la primaria fuente de autoridad según el psicoanálisis. Si las personas reconocen esta Ley, reconocerán también la otra. Kafka parece ser un ejemplo de lo contrario, de su no reconocimiento.

 

En una de sus cartas, Kafka duda de la relación que le une a su padre. ¿Le quiere?, ¿no le quiere? ¿Le reconoce como modelo, o no?, por ponerlo en términos legales. Es que el padre es el representante simbólico de la ley. Su aparición como corte entre la madre y el hijo introduce para el hijo la idea del límite, sinónimo de ley. El padre de Kafka es una presencia borrosa, un fantasma más que algo concreto. No sólo en lo más evidente, pues Kafka duda de él, como se ve cuando le escribe, sino en lo simbólico, como función. La función paterna es justamente lo que transmite al hijo la idea del orden de las cosas. La aceptación de ese orden no es, por tanto, un acto innato, sino algo aprendido.

El empeño de Kafka en saber es paralelo quizá a su empeño en dirigirse a su padre por medio de sus cartas. Es la búsqueda de la omnisciencia, por un lado, pues ´él no acepta límites a su deseo de saber. Se cuela en el Castillo, como veíamos, como un niño que quisiera saber lo que ocurría tras la puerta cerrada de la habitación de sus padres, y abriera la puerta sin permiso. Lo que este niño vería sería probablemente que su madre le “engañaba” con otro, si tenemos en cuenta el “triángulo amoroso” descrito en el Complejo de Edipo. En consonancia con esta idea, lo que Kafka descubre en el castillo es que hay una conspiración secreta contra el mundo (o sea, contra él).

Por otro lado, la relación epistolar con el padre representa la búsqueda del límite, mediante la apelación a la palabra del padre. Kafka convoca la actuación de la función paterna, de la prohibición entendida como ese límite que coloca a cada uno en su lugar. “Padre”, “madre”, “hijo”, son palabras que definen unas posiciones e, implícitamente, unas reglas de comportamiento. El Nombre del Padre es un concepto psicoanalítico que se refiere a la importancia de las palabras como portadoras de sentido y de orden. Concretamente habla del apellido paterno, ese nombre que se interpone entre el nombre propio del hijo y el apellido de la madre, que simbólicamente representa la separación de ambos. Es el germen de todo orden.

 

Se mantiene abierta la pregunta: ¿qué representa su amigo para Kafka? Ahora tenemos más datos para responderla. Éste, como aquella madre de la infancia, le engañaba, mantenía una doble vida, de la que Kafka estaba excluido. El aprendizaje de que no lo es todo para la madre, de que tiene un rival, el padre, con el que la debe compartir, rival que ocupa un lugar prohibido para él, se convierte para el hijo en la más importante de las enseñanzas que recibirá de sus padres. Es la base de su sentido del orden de las cosas, la base de su posicionamiento como persona y de su capacidad para vivir en la cultura (la sociedad) humana. Es así como aprende que cada uno tiene su lugar, y que todos están sujetos a relacionarse atendiendo a unas reglas.

 

El empeño de Kafka en saber, su desafío a la autoridad con tal de conseguir lo que quiere, parecen más relacionados con la naturaleza de su deseo sin límites que con la búsqueda de la verdad, como decía arriba. Lo que aparentemente pretendía, esto es, hacer justicia por su amigo, se revela, en una lectura de lo inconsciente, como la reacción a la pérdida del objeto incestuoso, la madre, representada aquí figuradamente por el amigo. El Tabú del Incesto es la primera ley, sinónimo de corte o de límite, tal como vengo empleando dichos términos en estas líneas. La ley, que dicta sentencia y dice como son las cosas, no es impedimento para Kafka en su búsqueda de satisfacción de saber (en la mente del niño saber y tener son lo mismo).

El padre no se ha establecido como corte en su mente, Kafka no ha sido atravesado por la Ley, en términos psicoanalíticos. Nada le impide, internamente, perseguir la unión con la madre. Nada, salvo las siempre añoradas palabras del padre. No en vano, ese color que aparece en la textura de la imagen cuando Kafka entra en el castillo, como dando un sentido nuevo a las cosas,  simbólicamente, desaparece automáticamente cuando lo abandona y regresa a su realidad cotidiana. Es inevitable pensar que su búsqueda (del padre como límite) ha fracasado, y Kafka está condenado a seguir viviendo en el exceso. Un exceso que él vive como abuso de autoridad, y nosotros, en la identificación con él, también, pero que en verdad no es otra cosa que falta de ley, de la que todos son partícipes (nadie tiene límites), incluido el propio Kafka, y que lo sume todo en el caos.

 

Roma (2005), Bruno Heller

LO QUE UN HIJO HACE POR SU MADRE

 

 

César ha conquistado la Galia, y vuelve a Roma para gobernar. Allí está su amante, Servilia, que le ha esperado durante los ocho años de la larga campaña de conquista. Las ambiciones políticas de Cesar se interponen entre ambos, sin embargo. Él da prioridad a esas ambiciones, por lo cual se ve obligado a renunciar a su amante. Servilia se niega a aceptarlo, motivo por el cual, o sea, por despecho, empuja a su hijo, Bruto, a oponerse a César y a discutirle el poder. Con el fin, esto es, de castigarle.

Entre César y Bruto existe, por su parte, una relación paterno filial. En ella no faltan los habituales conflictos edípicos, que en este caso se manifiestan en lo político, donde el uno defiende ideas opuestas a las del otro.

Como resultado de este complejo de relaciones a tres bandas, en la típica configuración que el psicoanálisis ha definido como Complejo de Edipo, el “hijo” acaba matando al “padre”, con el fin de robarle su poder, quizá un sustituto encubierto, éste, de la madre, si nos atenemos a la letra del Complejo.

 

El Edipo es ese triángulo amoroso donde sobra el padre, en un primer tiempo del Complejo, y que posteriormente se organiza en torno a las parejas alternantes madre/padre e hijo/padre (lo que en la teoría se conoce como el Edipo completo). Según el psicoanálisis, dicho complejo informa de todas las posibles relaciones humanas. La configuración inicial, en torno a la cual se juega el conflicto entre Servilia, Bruto y César, en esta serie, reza que el hijo “matará” al padre para “poseer” a la madre, en términos simbólicos. Lo cual básicamente significa que, al principio, el hijo quiere a la madre para sí, o sea, para que se ocupe de él exclusivamente, y por eso desea que el padre “muera”, esto es, que desaparezca y no le discuta la atención de su madre. En un segundo tiempo, como decía, esto cambia, de tal modo que el que estaba inicialmente excluido encuentra su sitio al lado de los otros. Así, Bruto puede querer a César, incluso darle prioridad sobre su madre, temporalmente, y éste hacer lo propio con el primero, y Servilia puede desplazar a Bruto para introducir a César entre ambos.

 

Las relaciones que el hijo mantiene con su madre y con su padre son, desde esta perspectiva, el modelo de todas las otras relaciones que un ser humano puede mantener en su vida. Ambas relaciones se definen esencialmente por la ambivalencia, o sea, por las manifestaciones de amor y de odio dirigidas a la misma persona. Dada esta ambivalencia, se puede querer y a la vez mal querer a cualquiera de esas personas con las que se tenga relación. Las razones de esta alternancia de sentimientos habrá que buscarlas en la satisfacción o insatisfacción puntuales que dichas relaciones procuren. Para entender ajustadamente lo que quiero decir hay que pensar que “amor” y “odio” son conceptos que están en extremos opuestos de una línea que podríamos llamar “relación”, entre los cuales se encontrarían el amor y el odio relativos. Amor y odio son, quiero decir, conceptos estrechamente vinculados. Pero no se trata, en realidad, de conceptos verdaderamente opuestos. Tienen algo esencial en común, y es que ambos son sentimientos dirigidos al mismo objeto. Se odia a quien se ama, no a quien es “indiferente”, por así decir. Éste último, el de la indiferencia, sí sería un concepto opuesto al del amor (o al del odio), pues tendría que ver con la ausencia de sentimientos de cualquier signo.

 

Servilia ama a César, pero puede llegar a odiarlo casi sin solución de continuidad. Bruto se relaciona del mismo modo con su madre y con su “padre”. Y esto, como decía, es lo que define a estas relaciones prototípicas como iguales. Desde otra perspectiva, sin embargo, son relaciones muy diferentes. Bruto no ama a su padre como a su madre (y tampoco es que César sea su verdadero padre, por lo que, siendo exactos, no podría amarle como a éste). La madre y el padre no son lo mismo para el hijo. La madre lo es todo para éste, durante un tiempo. Concretamente, hasta que aparece el padre como corte, como elemento que le separa de la madre. En psicoanálisis, a esta idea se la conoce como Ley del Padre. El concepto viene a decir, en pocas palabras, que el padre representa el límite, el “todo no se puede”, que al hijo se le aparece primero como obligación de renunciar al “todo” representado por la madre. Visto así, “madre" sería sinónimo de “todo”, o sea que, en términos simbólicos, ella sería la máxima aspiración de todo ser humano (porque, huelga decirlo, éste lo quiere todo). El padre, en cambio, representa la idea de que todo no es posible, pues la madre es su pareja, y por tanto el hijo debe compartirla con él.

 

La aparición de este límite tiene grávidas consecuencias. Para empezar, implica la idea de “otro”, pues es con éste otro con quien hay que compartir el todo. Aceptar la presencia (existencia) del otro es aceptar lo diferente, las diferencias, las ideas diferentes. Servilia no puede aceptar las ideas de César, sólo existen las suyas: él es suyo o no es (de ahí que le quiera muerto). En otras palabras, ella no le acepta como es, no acepta al otro, que para ella, en cierto modo, no existe. Es una mujer fálica, en términos psicoanalíticos. El concepto tiene que ver con la idea de “falo”, que se refiere a lo valioso, siempre en la misma teoría. El falo es lo que uno de los sexos tiene y el otro no, de ahí que sirva como referente de valor, simbólicamente. El “falicismo” se refiere a la identificación del otro con el sustituto de ese falo faltante. El otro no es más que lo que falta para estar completo, en otras palabras. Luego no es un “otro”, sino algo más parecido a una “cosa”, que se usa a voluntad. Servilia usa a César de este modo, y a su hijo Bruto también. Ambos representan lo que ella desea… o no son nada para ella.

 

Bruto, como hijo de una madre fálica, está en una posición muy delicada. Su madre lo es todo para él, como explicaba arriba. Máxime, dado que ella no acepta límite alguno (no importa el deseo de nadie salvo el suyo). Ella, que debía ser el modelo de su hijo en la aceptación de la Ley del Padre, o sea, del límite a su deseo de todo, le transmite en cambio a su hijo que tal límite no existe. ¿Cómo podrá él, entonces, negarse nada a sí mismo? En su natural afán de tenerlo todo, esto es, a su madre, ¿cómo podrá pensar la idea de negarle algo a ella? Él nunca habría podido rehusar las propuestas de su madre, tan obstinadamente planteadas, pues darle todo a ella sería el modo imaginario de conseguir, a su vez, lo que él quisiera de ella. No satisfacerla sería, en pocas palabras, perderlo todo. Posición insostenible donde las haya.

 

La madre es, para todo hijo, el primer y mayor objeto de deseo que existe. La madre fálica lo es todo. La diferencia entre el primer tipo y el segundo está determinada por la aparición de la Ley del Padre. Si hay límites, entonces a la madre se la puede sustituir por otras relaciones, la primera de las cuales es el padre, y finalmente puede encarnarse en la pareja de vida. En este saludable escenario, cada posible relación, cada persona, se colocan en un lugar diferente, definido por características particulares, y sus encuentros se organizan por medio de reglas (otra vez los límites). Estas reglas protegen a cada cual de los excesos del otro. Bruto estaría probablemente vivo si hubiera podido decirle que no a su madre. Pero antes debería haber renunciado a ella, esto es, a colmar su deseo del “todo” que ella representó para él una vez. Un todo que es siempre imaginario, nunca real, pues la madre nunca le da realmente todo a su hijo. Este todo imaginario es la base de las más variadas representaciones culturales del paraíso, aquel lugar donde todo es posible, al que todos (los hijos) deseamos volver, en pocas palabras.

 

 

Joe Pickett (2021), Drew Dowdle

Aprender a defenderse

 

En un Western, como en todas las películas de acción, definición amplia en la que podrían caber, en mi opinión, los thrillers, policíacos o las películas de aventuras, entre otras, se da la máxima importancia a la capacidad de los personajes para defenderse, sea como sea, con la violencia si hiciera falta (no necesariamente física). Lo último suele estar, de hecho, entre las cosas que más llaman la atención del público en todo este grupo de géneros. En esta serie sobre un guarda de caza y pesca también puede ser así.

 


En la forma, dicha historia es un nuevo Western moderno, al estilo de Justified. La diferencia más sustancial entre ambas series está en el interés de Joe Pickett por profundizar en los conflictos internos de los personajes o, más en general, por desarrollar su psicología. En este sentido, lo que más me ha llamado la atención es lo que adelantaba en las primeras líneas, el destacado lugar que ocupa el tema de la defensa personal. No sólo como reclamo, quiero decir, también como materia de reflexión.

 


La historia gira en torno a Joe Pickett, un hombre que se crió en un hogar muy complicado. Su padre era un hombre violento, que se relacionaba con su familia por medio del abuso. Esa era la única forma de “intercambio” que conoció su hijo con él, o al menos la principal. Para un niño educado en la violencia y el abuso, es natural pensar en la autodefensa en términos de enfrentamiento. Pensar en el intercambio de golpes, en algo físico, más que psíquico.

 


Este funcionario de la ley le cuenta un día a su hija que de pequeño se inventó con su hermano un plan de defensa. Le quiere transmitir el mensaje de que ella debería poder elaborar su propio plan para defenderse de posibles agresiones de aquel género. Le preocupa principalmente ese tipo de problemas, como es lógico, dada su historia. La hija sabe que su padre se relaciona con la violencia cotidianamente, lo ha descubierto pronto, por eso es adecuado que éste le hable de esa violencia. Los niños perciben las cosas de su entorno, aunque no las entiendan, y justamente por esto es bueno hablarles de ellas y aportarles algo de conocimiento, de acuerdo con la edad que tengan en su momento. Si no, las interpretarán muy parcialmente. Y esto a veces les generará problemas serios (que les podrán marcar de por vida con carencias).

 


Joe se encuentra continuamente en situaciones violentas, peligrosas, donde está en riesgo su integridad física. Uno pensaría que son los gajes de su oficio, dado que tiene un trabajo con ese tipo de implicaciones. Vemos, sin embargo, que él se pone en peligro innecesariamente, esto es, no tanto por obligación como impulsivamente. Su trabajo requeriría de cabeza, o sea, de orden y sistema. Como cualquier trabajo. En el suyo, concretamente, para poder hacerlo con éxito, debería exponerse sólo a los peligros que pudiera manejar. Es de lógica, porque si no los pudiera manejar no podría ser útil en su función. Pero Joe actúa compulsivamente, sin pensar, como obedeciendo a razones que no entendemos, de las que él no parece tener noticias tampoco. Como le dice su mujer, haciéndole una interpretación de lo inconsciente, en términos psicoanalíticos: pareciera que estaba intentando suicidarse. Aquí no me interesa tanto pensar esta interpretación como apuntarla para introducir dos ideas. La primera, que en lo inconsciente se encuentran las claves para entender la forma de pensar, o de actuar, de este personaje. La segunda, que, mirado desde cierto ángulo, la violencia puede ser tan innecesaria como ponerse en peligro, pero se recurre a ella por razones quizá igualmente ocultas en ese inconsciente.

 


Los niños, como decía, perciben lo que ocurre a su alrededor. Especialmente todo lo que tiene que ver con sus padres, a los cuales no les quitan ojo, por así decirlo. La hija de Joe, Sheridan, conoce la violencia que rodea a su padre, y seguramente sabe también de otras cosas que le pasan, quizá de naturaleza más psíquica. Estas también tienen efectos visibles en él, Sheridan las puede percibir como algo manifiesto en su actitud. Incluso aunque él no lo haga. No las entenderá, tal como decía arriba, pero las verá. Él, quizá no. Es que los adultos pueden “reprimir” ciertos conocimientos, o percepciones, y los niños aún no lo hacen (tanto) como ellos. La represión ocurre sin que se tenga noticia de ella. Es un proceso inconsciente, determinado por la necesidad de protegerse. Los niños también se protegen así, pero no tanto como los adultos (aprenderán con los años). Son, en este sentido, más perceptivos que ellos.

 


Así pues, Joe no sería consciente de estar experimentando ciertas cosas, que sin embargo sí le estarían pasando. Habría que indagar en su infancia para entender esta forma de procesamiento. De pequeño, al no poder manejar ese tipo de cosas, como la violencia, o todo lo que es excesivo, las habría reprimido, haciendo como si, a todos los efectos, no hubieran ocurrido. Los adultos suelen mostrar las mismas dificultades que los niños que fueron, si una educación adecuada no solucionó esas dificultades. Las cuales normalmente giran en torno a la relación con el otro. Es que todos los problemas tienen que ver con esta relación, pues es la aparición del otro lo que confronta con los límites. Lo que enseña, en otras palabras, que hay mucho que aprender, si es que se pretende formar parte del mundo... de los otros.

Para Joe el otro era, en una medida mayor de lo habitual, alguien con quien había que enfrentarse. De ahí el desarrollo de la capacidad para protegerse de los golpes y devolverlos. En el orden psíquico sus defensas no se habían podido desarrollar al mismo nivel. Eran malas defensas, infantiles, en realidad. Defensas como la represión. Ésta no tiene un mecanismo sofisticado. Básicamente desplaza las cosas que molestan de la consciencia. Es un mecanismo de huída, más que de afrontamiento, por decirlo de algún modo. Huir sirve para dejar de sufrir, pero impide la posibilidad de manejar la causa de sufrimiento, para eliminarla. Es que, como decía, ya no está ahí, en la consciencia, para ser manejada. Está en lo inconsciente. Es por la actuación de este proceso, y por la ausencia de procesos alternativos, que Joe había perdido la capacidad de manejar las consecuencias de toda la violencia física que sufría (y sufre en el presente). La represión se convierte en un problema cuando actúa en sustitución de otros mecanismos más evolucionados, que podrían convertirse en defensas complementarias más sutiles.

 


De pequeño, a Joe le defendieron de las agresiones intentando parar los golpes, o en el mejor de los casos intentando alejarle de ellos, haciéndole huir. Así es como él entenderá después la autodefensa, y así se lo intenta transmitir a su hija, como comenté arriba. Esa defensa, la de su madre, aunque sí le ayudó, en el sentido de que por eso ahora se puede defender del mismo modo, se puede decir que era un mecanismo tan pobre como el de la represión. Como éste, sólo resolvía parte del problema. En este caso, dejando poco margen de seguridad en relación con la violencia. Es más difícil combatir la violencia una vez que ha estallado, que hacerlo si no lo ha hecho, evitando encender la mecha, por así decirlo. Parar los golpes no evita que estos lleguen, huir de ellos tampoco. Evitar ese escenario de violencia, sí. Me parece interesante, por tanto, ser capaz de crear otro escenario, donde la violencia esté limitada, donde, por la intervención de la Ley (esto es, de los límites), no haya oxígeno para que la mecha pueda prender.

A un niño, por poner un ejemplo que puede aclarar lo que digo, se le enseña de pequeño, en torno a los dos años, a golpear con menos fuerza. En ese gesto de control (de “interdicción paterna”, como la llama el psicoanálisis), se hallaría una forma de prevención contra el uso de la violencia como modo de relación.

Otro ejemplo, del cual hablo en una de mis reseñas (Desaparecida, 1988): Una pareja viaja en coche, y el hombre deja tirada a su novia en un túnel, en la oscuridad total, tras una discusión, para regresar a por ella unos largos minutos después. Si esa mujer hubiera podido poner el límite al hombre ahí, es decir, si hubiera podido pensar que esa agresión era excesiva y por tanto intolerable, seguramente se habría ahorrado las agresiones por venir.

El valor de los límites reside en que se introduce un espacio de separación con el otro, una barrera. Esto también tiene un precio. Equivale a decir que todo no se puede, para el que los pone tampoco, lo cual puede disuadir de ponerlos. Es lógico pensar, por tanto, que si no existiera una educación en los límites, estos no se pondrían naturalmente.

 


A Joe no le habían enseñado que la violencia era intolerable. Este aprendizaje es importante porque determina, ya a priori, una respuesta de evitación de la violencia. Uno, simplemente, no sabrá relacionarse por medio de ella. Aprenderá a hacerlo de otro modo, basado en otro tipo de intercambio, como el de la palabra, en mi opinión más interesante porque es más seguro (de esto se trata, al final, de protegerse). La vía de la palabra es la vía de la comunicación de sentido. Decir “no” enseña lo que está prohibido, lo que es inaceptable. Pero también lo que está permitido, esto es, todo aquello que esté dentro de los límites. “No” es una palabra que facilita el intercambio, paradójicamente. Es una palabra liberadora, que expande las posibilidades comunicativas y hace posibles las relaciones.

 


Poder hablar (y actuar) de este modo, con limites, sin miedo al exceso y al castigo, facilita también la expresión de los sentimientos. Explico a qué me refiero con otro ejemplo: Una niña a la que conozco me contaba que un compañero de clase con el que jugaba la estaba molestando. Ella le había dicho que lo que él le estaba haciendo no le gustaba, pero él seguía haciéndolo igualmente. Finalmente ella se marchó a jugar a otro lado. Éste es un caso claro de capacidad comunicativa y expresiva y de comprensión de los límites. Esta niña podía comunicarse a varios niveles: con el otro, diciéndole lo que pensaba y poniéndole un límite; y consigo misma, siendo consciente de sus propios sentimientos y pudiendo exteriorizarlos. Además, visto el resultado, es evidente que también podía defenderse. Ella simplemente entendía que no debía ser agredida, por lo que lo evitaba poniendo sus límites o cambiando de escenario, y no se defendía ni se relacionaba por medio de la violencia, sino de las palabras. Un ejemplo de lo opuesto sería éste, relatado por un paciente: Un hombre está en la cola de un peaje, y un coche se le cuela cuando la cola se mueve. Este hombre, experto en artes marciales, no está dispuesto a dejarse agredir por nadie, así que se baja del coche y se enfrenta al agresor físicamente, provocando una pelea. Es decir, él no es capaz de defenderse sino físicamente, al contrario que la niña, que, ya fuera por su capacidad para lidiar con sus propios sentimientos y pensamientos de otro modo, reconociéndolos y poniéndolos en palabras, o por el recurso a pensar otro escenario de actuación, había podido defenderse mejor, esto es, sin ponerse en peligro innecesariamente. ¿Era tan importante conservar una posición en aquella cola? ¿Merecía aquella agresión la respuesta que le dio el luchador? Seguramente no, pero para él, como para Joe, toda autodefensa debía de jugarse en el plano físico.

 


¿Por qué, por contra, puede resultar interesante relacionarse por medio de la violencia? Al público le gusta ver esa violencia en el cine, como señalaba al principio. Hay un deseo de violencia, pues. ¿Cuál es su sentido? Es un tema que quizá dé para otro pequeño ensayo fílmico, en otro momento.

 

 

Mare of Easttown (2021), Brad Ingelsby

Paternidad y sentido común

 

El hijo de Mare, drogadicto, se suicidó dejando atrás a un hijo pequeño. La madre del niño es también drogadicta e incapaz de cuidarlo, por lo que es la abuela paterna quien se hace cargo de él. La otra hija de Mare le guarda rencor por haberse visto obligada a descubrir a su hermano muerto. Mare estaba trabajando y no se hizo cargo ella misma de esa situación, cuando quizá habría podido (y seguramente habría debido).


Mare es policía en una pequeña localidad. Está investigando la muerte de una adolescente, madre a su vez de un niño poco mayor que un bebé. Ella había tenido a su hijo en contra de los deseos del padre, del que acabó separándose (probablemente por eso) y que ahora se hace cargo del niño a regañadientes.


Hay otras historias, en las que la serie se detiene lo suficiente como para que se entiendan y para que generen empatía. No entro a describirlas porque en todos los casos el foco de interés es el mismo, en mi opinión. Reside siempre en los avatares de la paternidad (incluyo a padres y madres en el término). Concretamente, en cada una de esas historias son centrales las dificultades de los padres para atender a sus hijos, por sus propias carencias personales, y las consecuencias que ello tiene en las vidas adultas de estos.


El padre de Mare era un policía depresivo, que también había acabado con su vida. Su madre se había centrado en él más que en su hija, y había vivido sus problemas desbordada, no pudiendo hacerse cargo de su función materna. Parece el mismo escenario que nos encontramos en casa de Mare.

Ella, como insinuaba arriba, ha debido de vivir los problemas de su hijo de modo parecido, es decir, poniendo distancia con su maternidad, como su propia madre. Probablemente antes del estallido de la condición del hijo debió de verse superada por sus circunstancias. Me refiero al hecho de tener que dar espacio e importancia a las diferentes facetas de mujer, profesional y madre, sin la capacidad para ello. Porque, ¿cómo se hace una persona “adulta” (esto es, capaz de hacerse cargo de sus responsabilidades adultas)?, ¿cómo aprende una madre el oficio? intentaré dar respuesta a estas preguntas, en las siguientes líneas.


Diré, para empezar a reflexionar, que el lugar donde Mare parece más “cómoda” es justamente el de la última faceta, el profesional. Se agradece, por cierto, un retrato realista de este aspecto. Mare no es una súper policía, pero tampoco es todo lo contrario. Parece bastante capaz, y a la vez tiene limitaciones evidentes, pero razonables, en mi opinión. Dicho esto, es importante señalar que ella es policía como su padre. La identificación con él debió de ser buena, en este sentido al menos. Si Mare se muestra competente en alguna función es en esta, que parece ser la única faceta en que lo es suficientemente. Es, por tanto, su verdadero sostén como mujer adulta. La identificación con el Ideal habría dado frutos parciales, en términos psicoanalíticos. Mare fue, entonces, una de esas hijas desatendidas. Porque ni el padre ni la madre pudieron prestarle atención suficiente, estando inmersos en sus limitaciones y dificultades.


La presencia del Ideal ayuda normalmente a separar al hijo de la madre, con el fin de ayudarle a construir su individualidad, lo que llamamos en psicoanálisis su “yo”. El Ideal se encarna primero en el padre, si éste es un portador adecuado, por así decirlo. Debe cumplir con ciertos requisitos, para ser una figura que capte la atención de su hijo positivamente, es decir, para que le aporte cosas que no tiene, para empezar a dar forma a ese yo. El padre de Mare debió de serlo, pues ella quiso parecerse a él, cuanto menos en lo profesional. Tras el padre pueden aparecer otros modelos ideales, pero él será siempre el primero, y el más determinante, si se darán las mencionadas condiciones.


Un problema que se puede sumar al dificultoso proceso de separación del hijo y la madre es el de la falta de una buena relación materno filial. Se podría pensar que una relación mala facilitaría dicha separación, pues ello significaría que faltaba el apego que debía ser superado. Las cosas, sin embargo, son de otro modo. El hijo se separa más fácilmente cuando ha tenido una relación suficientemente buena con su madre, y no al revés. Porque de ese modo estará más preparado. Dicho de modo simbólico, sería como si el hijo tuviera en su mochila suficiente amor para enfrentarse a la aventura de la vida él solo. En tal caso, la dificultad de la separación sería la normal, aquella debida a la renuncia a muchos de los beneficios de esa buena relación.


Mare fue una hija carenciada, mal atendida. Con un pobre bagaje para la vida, si lo miramos así. Todas las madres (y padres) de esta serie tienen esto en común. Son poco capaces de atender las necesidades de sus hijos. No es que no les quieran. Es que no saben en qué consiste la paternidad. Como no sea en la desatención que han experimentado, quiero decir. La serie, de todos modos, plantea la idea de que el deseo de paternidad es una opción, no una obligación. Vemos padres que no desean tener hijos, como he comentado, pero esa no es la primordial causa de los males que se nos muestran, o no es éste el problema en el que inciden los autores.


Ese padre adolescente que se ve forzado a ocuparse de un niño al que claramente no deseaba es la prueba más palpable de lo que ocurre cuando las cosas empiezan mal. No podemos saber qué será de su hijo, pero, ¿qué podría obtener éste de la falta de afecto de su padre? Es, de entre todos los ejemplos del relato, el padre peor preparado para serlo. Lo cual no es raro, dada su edad. Tampoco lo es que no quiera tener hijos, en ese momento de su vida. Es lo normal. De hecho, yo me preguntaría más bien de dónde proviene el deseo de su pareja de tenerlos, tan joven.

En el retrato de esta adolescente, vemos que ella hace de “madre” en su casa. Parece haber ocupado el lugar de su madre muerta. Se ocupa de la casa, le prepara a su padre la comida. Luego, descubriremos que su hijo era de otro. Había mantenido una relación en secreto con su tío.

Así, responder a la pregunta por la naturaleza del deseo de maternidad se convierte en una tarea complicada, para nada evidente. Nunca lo es, pero en este caso, dada la edad de esta madre, menos aún. ¿Había un secreto deseo de darle un hijo a su padre? Según la teoría psicoanalítica este tipo de deseos es habitual, en el inconsciente. Tiene que ver con el Complejo de Edipo, según el cual, muy simplificadamente, el hijo desea al progenitor de sexo opuesto (esto, en un sentido muy amplio). Este deseo se mantiene habitualmente sepultado, en la que sería su resolución más sana tras la infancia, pero esto no siempre se da, y entonces pueden darse manifestaciones patológicas, como quizá ocurre en este caso. Erin, esta madre adolescente, habría realizado ese deseo edípico inconsciente en lugar de sepultarlo, cambiando sólo un aspecto del mismo, el grado de parentesco del hombre deseado.

Para responder a la pregunta abierta unas líneas arriba, en función de lo expuesto, diría que el deseo de maternidad de Erin es infantil, que está ligado a un Edipo mal resuelto. Tal como lo señalaba, dicho complejo se suele sepultar, normalmente, por la influencia de la educación, durante la infancia. Aquí, entonces, nos encontraríamos con una educación que no habría funcionado correctamente, que en su fallo habría puesto a Erin en una posición poco ventajosa para desarrollarse normalmente, impidiéndole transitar las etapas de la vida ordenadamente. Complicándole la vida enormemente, en pocas palabras.

 

La educación pone límites al deseo infantil. Los padres enseñan a los hijos qué deseos son correctos y cuáles no. Les enseñan que todo no se puede. Para los niños es un proceso de aprendizaje difícil pero, en verdad, bastante asumible, si es conducido con sentido común por sus padres. Si estos han entendido que ese proceso es difícil, que no deben forzar el progreso de sus hijos, esto es, adelantarse a ellos, a sus experiencias, exigiéndoles de más. El resultado de este aprendizaje es, en este último caso, la adquisición de la capacidad para vivir en sociedad y aprovechar todo lo que ésta puede brindar (habida cuenta de lo mucho a lo que se renuncia para ingresar en ella, esto es, a la omnipotencia infantil).


Más que desde un punto de vista moral, por tanto, con las implicaciones de interrumpir un embarazo en tela de juicio, pienso que la situación se debería examinar desde la apelación al sentido común. Preguntándose qué sentido tiene desear un hijo a esa edad, como cuestión preliminar. Porque, ¿de dónde puede un adolescente sacar el tiempo para criar a un hijo? La respuesta lógica a esta pregunta sería que de su formación. Si no, si esta se hubiera dado por finalizada, redundaría entonces en la privación de la vida propia de las personas de su edad, que muy a grandes rasgos podemos decir que consiste en descubrir el mundo por sí mismas, en vivir aventuras, en el fondo. No, se entiende, como experiencias frívolas sin más, sino como experiencias valiosas para ampliar su escaso conocimiento sobre las relaciones humanas (entre ellas, las de paternidad y filiación). Son ideas de sentido común, a las que sólo un deseo infantil sin límites es inmune.


Unos párrafos atrás planteaba preguntas sobre la construcción del individuo y de la paternidad. Habiendo hablado de la educación y del sentido común, o de la educación del sentido común, creo que disponemos de una buena perspectiva para responderlas.

No hace falta ser psicoanalista para alcanzar la “verdadera” adultez, y tampoco son necesarios los conocimientos que aporta esta disciplina para ser un buen padre (aunque desde luego no le sobrarían a nadie). Es suficiente con poseer aquello tan vulgar y a la vez tan raro que llamamos “sentido común”. Éste, como he señalado repetidamente, debe aprenderse, y se enseña habitualmente en casa. Lo puede enseñar casi cualquiera. Digo “casi” porque deberán cumplir un par de requisitos, los maestros del sentido común. El primero, estar en posición de ser elegidos como modelos. Lo cual puede ocurrir por diferentes razones. La principal e insuperable vía, la de ser seleccionados para ello por las madres. Pero no con cualquier criterio, pues sólo sirve realmente uno, a priori, el de ser su pareja deseada. Pero otros pueden colocarse como modelos, también, aunque su incidencia en la educación será normalmente menor. Los hermanos mayores pueden serlo, los profesores también, y, en resumidas cuentas, todos aquellos personajes admirados, en los que el individuo se fije y con los que se pueda identificar, esto es, de los que pueda incorporar algo en su Ideal.

El otro requisito al que me refería es más obvio, es el de que para poder enseñar el maestro debe saber. Por eso, aunque a priori el elegido esté bien posicionado como modelo, todo va a acabar dependiendo de la capacidad que demuestre como educador, a posteriori.

En esta serie, como lo señalaba al principio, esta capacidad brilla por su ausencia, en los diferentes ejemplos de paternidad descritos. Lo que ésta parece querer mostrarnos es que esto que llamamos “sentido común” no es algo a fin de cuentas tan habitual. No es algo, en todo caso, que venga dado. Es algo que debe aprenderse. Si las fuentes originales de conocimiento (lease los padres u otros modelos capacitados y disponibles para la infancia) escasean, los individuos sólo podrán aspirar a aprender por sí mismos.

Quede claro, por si no lo estaba ya, que quizá nadie puede aspirar a aprender nada si no hay en él (en su Ideal) un mínimo de identificación con el conocimiento. Si no aparece, en otras palabras, un modelo mínimamente atractivo de inquietud por el saber. De lo contrario, la identificación será con el no saber, con la ignorancia.

 

 

Somewhere boy (2022), Alexandra Brodski

El advenimiento de uno mismo

 

Un hombre se ha escondido del mundo tras perder a su mujer. Vive aislado en el campo, con su hijo. Le ha hecho creer que ese mundo está lleno de monstruos, de los que él le protege manteniéndole encerrado en su casa. Algunos días los pasa metido en la cama, mientras su hijo se esfuerza por ocuparse de todo. Otros, sale en busca de comida, dejándole con sus fantasías sobre lo que habrá en el exterior. El resto, son sólo él y su padre. La vida del uno gira en torno de la del otro. Cuando cumple dieciocho años, Danny siente el deseo de salir de casa, y su padre ya no puede retenerle. La tía de Danny se hace cargo de él, llevándoselo a vivir con su familia. Allí conoce a Aaron, su primo. Su padre les abandonó, y ahora Aaron no tiene contacto con él. La llegada de Danny le cambia la vida. En parte, la siente como un desplazamiento. Por ese motivo le pide a su padre que le acoja en su casa, pero éste se limita a decirle que su nueva familia no le quiere allí.

No contaré más, porque tampoco hace falta para hacerse una idea lo que esta miniserie trata de representar.


Es posible imaginarse una vida que se parezca al lugar tan amenazador que este padre le describe a su hijo, en la que se vean monstruos por todas partes. Donde sea imposible tener un momento de tranquilidad, porque los peligros no cesen. La infancia se parece un poco a estos escenarios, a veces. A los niños no les gusta la oscuridad, esto es sabido. Se imaginan terribles monstruos listos para comérselos, o quién sabe para qué más, ocultos ahí, donde no se les puede ver. Pero ellos “saben” que están ahí. Como el padre de Danny.

No importa que en la serie, estrictamente hablando, éste no sea el caso (pues sabemos que él no piensa así, conscientemente, que sólo lo ha inventado para su hijo). No importa porque, en la práctica, vive como si lo creyera, esto es, recluido y temeroso del afuera, de que las cosas cambien, o sea, del otro, de lo diferente. Sería una “creencia” inconsciente, desde el punto de vista del psicoanálisis. Más que nada, el temor de que su hijo le abandone, el temor de la pérdida. En términos psicoanalíticos, el atravesamiento por la Ley del Padre, que confronta con el límite. También los niños temen que las cosas cambien, en su caso que sus mamás apaguen la luz y ya no estén ahí como ellos quieren.


¿De dónde vienen esos miedos infantiles? Quizá entenderlo nos brinde algo de luz sobre el comportamiento enfermizo de ese hombre tan asustado. Freud dice que los niños temen que al apagarse la luz su mamá les abandone, pues en la oscuridad desaparece. Y poco importa que sepan que esto no es cierto, que a lo mejor está en la habitación de al lado. Es que no son capaces de renunciar a ella, por lo que no quieren dejar de verla. La oscuridad interrumpe la relación entre ellos y su mamá.

No es cualquier relación, esta entre la madre y el hijo. Es más, se podría decir que no es propiamente una “relación”, sino un eco de la fusión entre ambos, previo a cualquier tipo de relación. Un eco de ese momento que podríamos identificar con un lugar, el paraíso mítico, donde todo es posible y nada le es negado al niño (sobre todo en su imaginación). Es el paraíso materno, origen imaginario de todos los otros paraísos.


Algunas personas viven en un lugar así, todas sus vidas. Los psicóticos no abandonan el lugar de fusión que he mencionado arriba. No han sido atravesados por la Ley. O castrados, siempre en términos psicoanalíticos. Podríamos decir que no dejan de ser bebés, en ese sentido. El padre de Danny se agarra a él de un modo parecido a como los bebés se agarran a sus mamás. Ni siquiera cuando entra en la mayoría de edad se resigna a separarse de él. Ni puede permitirle vivir su vida. No puede, en verdad, entender que Danny tenga derecho a una vida propia. No es para él un “ser humano” con derechos, podríamos decir, con un yo independiente diferente del suyo. Es más bien como si fuera una “cosa” que debe complacerle a él. Cuando éste descubre que su padre le ha estado mintiendo, y la ilusión infantil se desvanece del todo, se rebela, y encuentra en su oposición una respuesta lógica, acorde con la idea de que no tiene esos derechos, de que no “existe” propiamente, para su padre. Para éste, matarle es la única forma de sostener su ilusión de que todo gira (y seguirá girando hasta el final) en torno de sí mismo. Se trata de hacerle desaparecer, como hacen los niños con lo que no quieren.


Danny, a diferencia de su padre, se vuelca en el exterior. No vive en la misma ilusión de completud, ilusión que define a la infancia. Es como si hubiera entendido que está en falta, y aprendido que hay algo más allá de sí mismo que puede corregir esa falta. Tal es el efecto de la separación del bebé de su mamá. Es obvio que le cuesta relacionarse con los otros, porque no tiene ese mínimo sentido común que es necesario para ello, pero se ve que tiene el deseo.


Su primo Aaron también tiene dificultades para relacionarse con los otros. Su padre no muestra interés por él, y su madre no ha sido capaz de compensar esa falta, debido a sus propias carencias. Tampoco la madre puede hacerlo todo. La función del padre es justamente separarla del hijo y establecerse como su Ideal, desde la relación que les une. Es difícil para la madre estar a la vez próxima y lejana (separada). Pero eso no significa que no sea importante en el proceso de separación, o sea, que no juegue un papel en él. Ella introduce en ese proceso al otro para que haga lo que ella no puede. En este caso, como se ve, no escogió bien, pues ese otro no estaba interesado en jugar ese papel.


Si hace falta un corte entre madre e hijo es porque la separación no se produce espontáneamente, y sólo un padre que atraiga la atención de su hijo, esto es, que le seduzca, puede alejarle lo suficiente de la madre como para ocupar el lugar del que hay que desplazarla a ella. Desde ahí, ofrecerá al hijo un espejo en el que reflejarse y diferenciarse de la madre, para ser él mismo. En palabras de Freud, “donde ello era, yo debo advenir”, esto es, donde la mente del hijo esté “colonizada” por la de la madre, la del niño deberá abrirse paso expulsando en cierta medida a la “invasora”. Para ser más exactos, esa colonización sería la de ambos padres, que como es lógico al principio, son las únicas mentes pensantes en la experiencia del hijo. En la teoría psicoanalítica, el “ello” es una instancia psíquica (una sección de la mente, digamos, con tareas particulares) que debe su existencia al deseo de los padres. Esto es, dado que son ellos los que tienen el deseo de que el hijo exista, antes de que él mismo pueda tenerlo, se puede decir que el ello son ellos. La mente más propia del hijo, por decirlo de algún modo (su “yo”, otra de las tres instancias psíquicas), como dice Freud, tiene la tarea de advenir. Pero sólo lo hará si se darán unas condiciones facilitadoras. 


Aaron carece de una buena figura paterna, pues su padre no ejerce su función. Quizá por eso le cuesta aceptar a Danny. Está demasiado pegado a su madre, y Danny le roba ese lugar. Es ese tipo de escenario donde, dada la falta de espacio, es difícil que entre en juego la mente del hijo. No hay espacio mental, entre el hijo y la madre.

Pero hay un proceso en esa relación. Poco a poco Aaron aprende a relacionarse con Danny. Éste se va convirtiendo en ese otro “paterno” que le hacía falta para soltarse. No es su padre, pero sí es alguien en quien mirarse. Aaron no ha experimentado antes ese tipo de vínculo de confianza con nadie, por lo que, como decía, le cuesta entrar en su dinámica. Al principio desprecia a su primo. Le desprecia cuando “invade” su habitación, y también cuando pretende compartir a sus amigos. Aaron maltrata a Danny, al principio, defendiendo lo que él entiende que es suyo, porque se siente desplazado. No es capaz de apreciar lo otro que Danny le puede aportar. Es un proceso similar al de la entrada en juego de un padre entre un hijo y su madre, sólo que agravado por la edad de Aaron. Lo que debería haber sido un proceso natural, se ha convertido en este caso en un problema. No es, de todos modos, un problema insalvable, como muestra la serie.

 

 

La peor persona del mundo (2021), Joachim Trier

La inconsistencia de lo fácil

 

Julie es una chica brillante. Con las mejores notas, quiere estudiar medicina, la carrera más exigente y, quizá por ello, la más deseable también. Pero pronto descubre que esa no es su vocación. Lo es la psicología. Hasta que deja de serlo, porque hay una nueva, esta vez la fotografía.

Con sus relaciones sentimentales a Julie le pasa algo parecido. Parece que, como le dice Aksel, uno de sus novios, llegado un momento de dificultad, las abandona.


A Julie y Aksel les separaban quince años. Ella tenía treinta, y aún no quería formar una familia como él. Por lo demás, no tenía planes definidos de vida. Quizá por eso acabó dejándole. Había conocido a Eivind, con el que disfrutaba sin la necesidad de planificar su futuro. Hasta que se quedó embarazada accidentalmente y perdió al bebé. Después siguió adelante por su cuenta, mientras Eivind formaba una familia con otra mujer.


Los padres de Julie están separados. Su madre tiene una relación con una mujer, mientras que su padre ha formado otra familia, y no tiene un interés particular por mantener el contacto con la antigua (o sea, con ella).


Como se ve, hay todo un rastro de inconsistencia a seguir, si queremos conocer a Julie. Empieza con las elecciones de sus padres, como no podía ser de otro modo. Estos, o bien renunciaron a su orientación sexual, o bien perdieron el interés por la familia que habían construido. Elecciones ambas que podríamos interpretar desde la conducta desapegada de Julie, es decir, por lo que hay de común en la modalidad relacional de los tres miembros de la familia.


Julie parece conseguir fácilmente todo lo que quiere, pero tiene dificultades para conservarlo desde el momento en que ello le exige esforzarse. Es razonable suponer, por tanto, que nada le ha costado demasiado. Así es como escribe, en un momento de inspiración, un brillante artículo de opinión que publica con cierta repercusión, para luego no volver a escribir. Así conseguiría, muy probablemente, sacar las notas que luego intentó “canjear” por una vocación, que es por definición lo opuesto de aquello fácil por lo que ella siente inclinación.


Si nuestra interpretación es correcta, Julie no hace sino poner en práctica lo aprendido. Si una relación sentimental fracasa, se busca lo opuesto, quizá así funcione. Así nos podríamos explicar el cambio de orientación de la madre. Si una familia se convierte en una carga, quizá porque una hija se ha hecho mayor, o por cualquier otra razón, se crea otra. Así le enseñaría su padre lo que pensaba del compromiso familiar. Es, en todos los casos, un modo de actuar más propio de la infancia, desde la infantil percepción de que el valor de las cosas se mide por la facilidad con que se obtienen y se conservan.

El bebé consigue lo que quiere llorando. Entonces el mundo se pone en marcha para darle lo que necesita. Es una conducta relativamente fácil y enormemente satisfactoria, en cuanto a resultados. Es, según Freud, la posición de “su majestad el bebé”. El adulto no consigue nada si no realiza él mismo los pasos intermedios hasta el objetivo deseado. Es un proceso bastante más difícil, y en cualquier caso inconsistente, a menos que el esfuerzo no se convierta en costumbre. La diferencia entre una y otro, más allá del comentado grado de dificultad, radica en la idea que los sostiene. En el primer caso, la de que “todo” está al alcance de la mano, como en el paraíso. En el segundo lo importante es la idea de que “todo” es posible si uno lo desea lo suficiente (traducido al lenguaje adulto, esto es, atravesado por la Ley del Padre: si se esfuerza lo justo, si está dispuesto a pagar su precio). El primer “todo” es absoluto, pues el bebé no ha incorporado aún la idea de límite, y no ha sido separado por ella de su paraíso materno. El segundo es relativo, pues el adulto ha aprendido que en verdad “todo” no se puede, marcado por esos límites, y ya sólo se esfuerza por conseguir aquello a lo que sí puede tener acceso (de todos modos, quede claro que se trata de un gran “sí”).


Julie sigue un camino marcado, como decía, por la inconsistencia. Es su camino, son sus elecciones, con sus pros y sus contras. Entre los primeros, el majestuoso infantilismo, ese beatífico estado de consciencia en que el mundo permanece inmóvil y, de nuevo, todo es posible: ir de una profesión a otra, de una relación a otra, sin límites, sin frustración. Por contra, se trata de un inacabable proceso de búsqueda de satisfacciones que son pasajeras por definición, pues para evitar esa frustración debida a los límites (al “no” de la Ley) de la que hablo, es necesario sustituir un objeto por otro sin parar. Proceso agotador (y frustrante) donde los haya, pues el abismo del no, de la falta, acecha tras cada elección.

Donde esa omnipotencia infantil es, paradójicamente, limitadora, pues encadena con la necesidad de repetir una y otra vez la satisfacción, el atravesamiento por la Ley es liberador, porque asumir la pérdida (de la omnipotencia) es no seguir temiéndola. Pensar que todo no se puede permite valorar lo que se tiene, resultando en una satisfacción más consistente y duradera, bien que “limitada”.

 

 

Armageddon time (2022), James Gray

El verdadero padre

 

Paul es un niño que da problemas en casa, al que sus padres no pueden controlar, salvo por medio de la violencia. En clase con sus profesores es lo mismo, es un revoltoso que no presta atención y hace reír a sus compañeros a costa de ellos. Ésta sería una versión de la historia de Paul.

Otra sería que Paul se comporta como un niño pequeño que, empezando a hacer uso de su cuerpo, fuerza sus límites. Donde son los padres quienes enseñarían normalmente al niño cuáles son esos límites, Paul encuentra un padre pusilánime y una madre “enamorada” de su propio padre, a todos los efectos el único verdadero “padre” de esta historia.


La figura del padre es fundamental en la vida del niño. En psicoanálisis al padre se lo identifica con el límite. Esa es su función. Concretamente, él es el límite entre la madre y el hijo. La madre, al permitir que aparezca en su vida alguien que pueda robarle al hijo su protagonismo, bien que sólo temporalmente, como es lógico, da lugar a que ocurran dos cosas: una, que el hijo asuma que no es tan especial, en el sentido de que no lo es “todo” para ella, hecho de grávidas consecuencias. La principal, que el niño entre en contacto con las ideas de lo diferente y de la (propia) individualidad. Otra, que el hijo acepte a ese alguien elegido por la madre y le admire y rivalice con él (la ocurrencia de lo primero tendrá más que ver con la capacidad del padre elegido para darle a su hijo lo que éste necesita de él, además de ese espacio indispensable que automáticamente obtendrá al interponerse entre su madre y él, lo principal pero no lo único que podrá darle. Eso otro a lo que me refiero es una relación de confianza).


De todo esto se puede deducir que “padre” no es necesariamente una persona predeterminada, como por ejemplo el padre biológico. Ni siquiera tendrá por qué ser el hombre que convive con la madre, tal como se ve en esta película. “Padre” es aquel hombre señalado por el deseo de la madre, elegido por ella para compartir la crianza y colocado en una posición de privilegio sólo “amenazada” por la del hijo.


La madre de Paul elige (inconscientemente) a su propio padre para ocupar ese lugar. Esto se ve claramente en la película en la escena de la cena familiar. Es su abuelo quien toma la palabra para decirle a Paul lo que debe hacer, autorizado por su hija. Justo antes de ese momento hemos presenciado la incapacidad de su padre para hacer lo mismo. De hecho, nadie puede decirle a Paul lo que debe hacer, la mayoría de las veces. Es, en términos psicoanalíticos, un hijo no atravesado por la Ley del Padre. Paul no acepta esa Ley, pues en realidad no hay un representante claro (y respetado) de ella en su vida. Su abuelo lo es sólo veladamente; si su madre lo escogió inconscientemente, sobre la mesa no lo es.


No es que Paul no quiera obedecer, sin más, por pura rebeldía. Es que él fuerza los límites, como decía arriba, para descubrirlos. Él, en parte, desea tener límites. Vemos que, cuando alguien le escucha, él tiene inquietudes que compartir. Son inquietudes que, en su mayoría, tienen que ver con los límites. O sea, con el (correcto) funcionamiento de las cosas. Vemos ejemplos varios de esto en la película. Hay una conversación que mantiene con una profesora en el colegio. La conversación versa sobre su adaptación al nuevo centro, esto es, sobre su preocupación sobre qué debe hacer para encajar. De nuevo estamos a vueltas con los límites, con el orden de las cosas. Con el abuelo mantiene varias conversaciones de este estilo, prueba de la importancia superior de esta relación para él. Destaca aquella en que le explica como debe comportarse con un amigo que le necesita. La constancia de la presencia del abuelo como interlocutor le enseña a Paul que puede confiar en él en esa calidad. Se entiende que por eso le hace caso. En otras palabras, por eso le sirve como padre.


Pero, como decía antes, el abuelo no es EL padre. Paul sabe distinguir esto porque es algo objetivo para él (“simbólico”, sería la palabra psicoanalítica). Nadie lo ha puesto explícitamente en duda. Implícitamente, sí, cada vez que la madre le ha pedido a su padre que hable con él, en lugar de pedírselo al marido. En esos momentos la madre se ha equivocado, pues no ha hecho lo lógico. Ella tampoco está correctamente atravesada por la Ley, entonces. Es por esto que Paul, aún en el mejor de los casos, tenderá a hacer lo que a él le parezca mejor en cada momento. No en función de la Ley, esto es, sino de su propia ley (de su propio deseo irrestricto, por tanto). Así me parece que nos lo muestra esa escena final en que decide abandonar el instituto, dando a entender que ha decidido que ese no es su lugar. De ser esto último cierto, es decir, si realmente ese no fuera su lugar, él debería poder pensarlo y hablarlo con sus padres (cosa que como se ve no es una opción). Lo erróneo sería tomar una decisión unilateral, siendo un menor que aún debería someterse al criterio de sus padres, bien que pudiendo discutir sus ideas con ellos. Obviamente, dado que esos padres son “malos” padres, que carecen de criterio para aplicar los límites más adecuados, resulta absurdo cuestionar a Paul, que no hace en el fondo sino lo que le han enseñado, o sea, más o menos lo que le da la gana.


La falta de un padre adecuado es la razón detrás de todos estos problemas que tiene Paul con los límites. A veces se manifiestan en casa, con sus padres, a veces en el colegio con los profesores, y es lógico que se acaben produciendo también en relación con la ley externa, la institucional.

No hay, en este sentido, mejor padre que el biológico, especialmente si éste es el elegido (y deseado) por la madre. Ningún otro puede aportarle tanto a un hijo. Mejor dicho, hay cosas que sólo éste puede aportarle. Es una, básicamente, pero de tan enorme importancia que afecta a casi todo, en la vida del hijo. Es que sólo él pudo concebirle junto a la madre, con su deseo. Sólo él podrá trasmitirle, al estar en esa posición, esa idea tan exacta de límite. La idea de que él es su padre porque es el único que podía serlo. Idea cuyo contrapunto sería que no siempre es posible ser padre, de que no todo es posible.

Quizá sólo aquel que pueda concebir debería ser padre. Es una idea difícil de aceptar, lógicamente, porque la paternidad está determinada por el deseo al igual que todas las demás opciones en la vida de los seres humanos. Estos, como nos lo muestra la historia de Paul, sólo renuncian a esos deseos si se les enseñan los límites. De otro modo, lo quieren todo y hacen lo que les da la gana para conseguirlo. Es así como rechazan la comida preparada por la madre y se piden su propia comida por teléfono, como hace Paul en aquella reunión familiar, sin ninguna contemplación por nada más que por su propio deseo.

 

Huelga decir que al plantear que debería haber límites también a la paternidad no estoy pensando en todos aquellos padres adoptivos que se han ocupado de criar hijos que no tenían padres propios, que como es obvio necesitaban a esos padres y los encontraron.

 

 

En la autopista (2019), Logan Marshall-Green

La mirada narcisizante

 

Russell ha pasado más de veinte años en prisión. Sufrió una sentencia extremadamente severa por la reincidencia en pequeños delitos. Al salir de la cárcel descubre que sus padres han muerto, así que no tiene familia, ni tampoco otras relaciones. Está sólo, y se muestra fundamentalmente como alguien introvertido e inseguro, casi indefenso. Al acabar su turno de trabajo en una cafetería, escucha ruido proveniente de un contenedor de basura, y allí encuentra a un bebé, dentro de una bolsa de deporte, con un papel que indica que el bebé “se llamaba Ella”. Russell decide rescatar al bebé, después de superar un momento de pánico. En lugar de recurrir a las autoridades decide encargarse él mismo de cuidarlo, aún sabiendo que está haciendo algo ilegal. En un momento de descuido, el bebé se le cae de la cama, y Russell le lleva al hospital. No ha ocurrido nada grave, pero a partir de ahí el bebé queda en manos de los servicios sociales.

Russell se dirige entonces a su casa, con instrucciones recibidas de su padre de recuperar el contenido de una caja de seguridad. Allí encuentra su herencia, junto con una nota en la que el padre se despide de él. Russell decide legar parte de esa herencia a Ella.


Cualquiera imaginaría, con una sinopsis como ésta, un terrible escenario de desamparo y miseria humanas, y ciertamente ese es un escenario que se encontrará aquí. Por fortuna, tal como lo explica la sinopsis, la tintas no se cargan en esos aspectos. No es ese, en mi opinión, el contenido que quiere desarrollar la película. Tras la desgarradora escena del descubrimiento, que sirve al fin de describir del modo más visceral la condición del propio Russell, un tipo como decía arriba indefenso, la historia va por otros derroteros. Le interesa principalmente describir el viaje de recuperación de Russell. O quizá habría que decir de constitución (“narcisización”, en términos psicoanalíticos).

 

Russell nos es descrito como alguien que no contesta cuando se le habla, o lo hace sólo con gestos o vocalizaciones casi inaudibles; que mira al suelo, que camina a tientas casi, con pequeños pasos inseguros. No da la impresión de ser un enfermo grave, como un autista, o no tanto, sino más bien alguien justamente desamparado, como un bebé sin su madre, como Ella. Acaba de pasar la mayor parte de su vida, casi toda su adultez, en la cárcel, lo cual por sí solo explicaría algunos rasgos de su carácter, como es obvio. Da la impresión, sin embargo, de que hay algo más, detrás de su actitud atemorizada. Él no es sólo desconfiado, parece actuar como si nadie debiera estar interesado en dirigirse a él, en mirarle siquiera. De modo que cuando alguien hace algo de eso, es incapaz de pensar de otra manera, y actúa casi como si no se hubiera producido contacto alguno con el otro. Pareciera como si le hubieran enseñado a pensar que así fueran las cosas.

 

Y parecería un milagro que alguien así hubiera conseguido sobrevivir, casi tanto como el hecho de que alguien hubiera rescatado a Ella. Porque a Ella la quisieron muerta, en gran medida. En la medida que habían escrito su nombre en pasado, al menos. Probablemente también la habían querido un poco, La habían deseado lo justo quizá para que ella quisiera sobrevivir, y llorara para que Russell la escuchara. Al propio Russell también debieron de quererle así. No sabemos nada de su madre, lo cual es muy significativo, pero sí de su padre, que le ha escrito un par de cartas que le han dado un futuro. A él y a Ella.


Ella, por su parte, también puede tener algo que ver en el futuro de Russell. Cuando éste la recoge y la cuida, ambos aprenden a mirarse de un modo especial. Russell la mira con compasión, al principio. Esa compasión que todos los seres desamparados pueden despertar, que se verá potenciada o inhibida según haya sido la experiencia de relación que uno haya tenido con el otro (con sus cuidadores). El descuido sufrido por Ella podría ser paralelo al de Russell. No sabemos quién acabará haciéndose cargo de ella, pero sí sabemos que alguien la ha salvado de la muerte, un “padre” como el del propio Russell, en la distancia. Y sabemos también que ha sufrido una gran pérdida. Una pérdida de las que endurecen, que lo alejan a uno de su compasión, de su conexión con el otro. Un mirada como la de Ella le podría conectarle a uno de nuevo. Es una mirada de socorro, que con los cuidados amorosos recibidos de Russell se convierte en mirada narcisizante, reflejo de la propia mirada del cuidador. Ella y Russell se están constituyendo así mutuamente como seres humanos capaces de vincularse con el otro, vinculándose primero entre sí. Es la mirada narcisizante del deseo materno.

 

Severance (2022), Dan Erickson

El atravesamiento por la Ley

Mark ha sufrido una terrible pérdida personal, y no quiere vivir con ese dolor, por lo que se somete a un tratamiento que durante ocho horas al día, las que pasa en el trabajo, le hace desconectar de su vida. Literalmente. Esto quiere decir que en el trabajo Mark vive como si no existiera otra cosa. No siente el dolor de aquella pérdida, porque las experiencias del exterior han quedado olvidadas. No sabe qué hace al salir, porque al volver a entrar no lo recuerda. No sabe nada del exterior, tampoco lo relacionado con su historia. En este sentido, es como si sólo existiera en su trabajo.

 

Ante dicha premisa, me pregunto: ¿cuál es el alivio de Mark, si estando fuera olvida el tiempo que pasa en el trabajo? En realidad, es como si no hubiera existido ese tiempo, luego la sensación de alivio debería desaparecer también. Y, ¿por qué desconectar sólo ocho horas, y precisamente las del trabajo? Esta tiene su lógica. Probablemente sabe que ahí, durante ese tiempo, se harán cargo de él, en su nuevo estado. La primera pregunta la dejo sin responder, por ahora.


La segunda invita a pensar que lo que Mark quiere tiene que ver con la búsqueda de ese espacio en el que estar seguro, a salvo de todo peligro, sobre todo de los relacionados con la adultez, con hacerse cargo de sí mismo, con las grandes pérdidas que ello conlleva. Es la pérdida, en el fondo, de ese lugar infantil donde nada puede ocurrir, en los brazos de mamá, por así decir. La empresa separadora sería, simbólicamente, esa mamá.

 

Supongamos, por tanto, que el alivio buscado por Mark existe, en su fantasía. Descubriremos, sin embargo, que el alivio del Mark “exterior” se convierte en la angustia del Mark “interior”. Éste vive en su lugar de trabajo la experiencia de estar en una prisión, pues nunca sale realmente, dado que olvida todo lo que ocurre fuera hasta el mismo instante en que vuelve a entrar.

Pero cada personaje interior parece tener un modo diferente de vivir su reclusión. Se supone que la separación entre las versiones exterior e interior es neta, pero esa diferencia hace pensar que quizá no lo sea tanto. Es como si algo permaneciera, vinculando a los interiores con los exteriores. ¿Se tratará de lo que distingue a una persona de otra?, ¿su subjetividad? Claro, si no, ¿cómo podrían los interiores mostrar individualidad alguna, si fueran una tábula rasa?

 

Y efectivamente así es. Los interiores tienen mucho que decir sobre el hecho de tener que “trabajar” ahí, recluidos, aunque hayan olvidado sus historias. Porque en realidad han olvidado datos, pero no lo más importante, su individualidad, su “yo”, en términos psicoanalíticos. Se perciben a sí mismos como personas. Dicho de otro modo, piensan que tienen el derecho de existir, o por lo menos se comportan como si lo pensaran. Existir, en términos humanos, es tener derechos. Los interiores se comportan claramente como si pensaran que tienen esos derechos.

 

Mark no estuvo contento cuando empezó en “su” nuevo trabajo. No podía aceptar estar donde él no había elegido estar, para empezar. Eso lo había decidido su exterior, no él. Pero muy pronto descubrió que no tenía elección. Cada vez que se desviaba de lo que le era dictado, se le sometía a un procedimiento de corrección, una especie de lavado de cerebro. Sólo así se acabó amoldando a su nuevo puesto.

¿Y cómo resistirse? No contaba con ningún apoyo para hacerlo. Aunque tenía una idea del exterior, de su existencia, era incapaz de llegar a él. Sus compañeros estaban ten la misma situación que él. La confraternización estaba prohibida entre ellos, de hecho, se entiende que justamente para evitar que existieran esos apoyos. A todos los efectos, Mark era como un niño que no depende de sí mismo y no puede tomar decisiones, porque no se le deja.

 

Se vislumbra un conflicto en Mark entre el deseo de ser cuidado y de olvidar (las pérdidas), y el de ser independiente y de saber. Esto es, entre las ideas de indiferenciación (de fusión) y de individualidad (ser uno, diferente). Es una primera pista para entender por qué Mark se pone en manos de esa empresa, realmente: “quiere” volver a ser un niño.


Quizá sean estos los temas de la serie. Uno, en realidad, con sus diferentes caras. El desamparo, cuando se manifiesta como desarraigo, en primer lugar. Desde esta óptica, a Mark lo observaríamos como a alguien que busca desesperadamente recuperar su conexión con el otro. Siendo el otro en este caso su “mamá”. El nuevo trabajo de Mark sería esa mamá, como he señalado.

Y luego estaría ese mismo desamparo cuando cobra la forma de la indefensión infantil ante la falta de interés adulto por su subjetividad (falta de interés por escuchar a esa infancia, dicho de otro modo). Así, veríamos a Mark intentado pensar por sí mismo, y tomar sus propias decisiones, y siendo sistemáticamente reprimido, esto es, privado de su individualidad.


Mark estaba vitalmente unido a su mujer, de modo que ella se había convertido en su razón para vivir. Su falta le sumió en el desamparo. Una reacción así sólo se entiende si se dan unas condiciones psicológicas de base. Yo apuntaría a que ese desamparo ya existía, reprimido, y sólo se reveló cuando Mark vivió una nueva pérdida, de similar magnitud, como adulto. La muerte de su mujer le hizo huir al lugar donde se le prometía la felicidad perdida.

Alguien desamparado solo puede encontrar esa felicidad, simbólicamente, en el regazo materno. Pero no vale lo mismo cualquier madre. Debe ser una con límites, que esté atravesada por la Ley, en términos psicoanalíticos. Mark la busca en el nuevo trabajo, pero no la encuentra, pues allí es sometido al abuso de poder, o sea, a la voluntad sin límites del otro (materno). Allí se acaba sintiendo tan desamparado como fuera.

El primer hito crítico en la historia del Mark interior es el encuentro de una nueva conexión, en Helly, por la cual recupera su deseo de vivir, de rebelarse. Tan es así que buscará, cuando las condiciones sean las idóneas (lo veremos,) el modo de salir, pues al contrario que antes, ya no estará sólo, tendrá el apoyo que necesitaba para “independizarse", o sea, para sostener su individualidad ahogada (por esa madre sin límites que representa la empresa).


Los niños no piden nacer, menos aún si ello significa vivir “para” otros. Del mismo modo, Mark no pidió ser separado de su exterior para ser recluido, constreñido a vivir para complacer a otros, o según ideas que no fueran suyas. Su exterior le usaba para su beneficio, sus “jefes” para el suyo, y él había llegado a “creer” que era feliz allí sólo después de un sistemático proceso de lavado de cerebro. Se le había enseñado en qué pensar, en definitiva. Esto es algo que ocurre normalmente cuando los padres proyectan sus deseos en sus hijos, y pretenden realizarlos a través de ellos, inconscientemente. Sus hijos desaparecen, por decirlo de algún modo, ya que sus propios deseos no tienen cabida, al tener que realizar los de los padres. A Mark se le había hecho desaparecer así, pretendiendo que aceptara unas ideas sin cuestionarlas. Seguimos a vueltas con las ideas de la individualidad y de su falta.


Sólo la aparición de la Ley puede poner en crisis un sistema cerrado y endogámico como éste. Si Ley es sinónimo de límite, es dicha Ley la que puede proteger a Mark del abuso de poder, poniéndole un límite. Es así como la voluntad del otro dejará de imponerse sobre la suya, y Mark podrá empezar a pensar por sí mismo.

La Ley está representada en la serie por un libro, que cae “casualmente” en manos de Mark. El libro viene de fuera, o sea, es ajeno al mundo en el que está Mark (el mundo materno). Es cierto que no hay voluntad de que el libro llegue a manos de Mark, pero sí hubo el deseo de alguien de leerlo, razón por la cual está allí donde lo encuentra Mark. Este deseo es lo que le da legitimidad como “otro” interdictor, esto es, como representante de la Ley (“interdicción” es un término psicoanalítico que se refiere a la prohibición que impide a la madre seguir pegada a su hijo). En la tríada edípica (el trío formado por el hijo, la madre y el padre), es el deseo de la madre por el padre lo que le da a éste su legitimidad como Ley. Sólo así puede el padre ejercer como separador de la madre y el hijo. En otras palabras, sólo así se dejan separar, la madre y el hijo. Y esto es, precisamente, lo que necesita el hijo para poder constituirse como individuo independiente.

El libro aparece como “padre” (como objeto de deseo, en este caso, más que como “otro”). Es que el padre no tiene por qué ser alguien concreto, para ejercer ese corte. Como plantea esta serie, es suficiente que sea algo deseado, con el suficiente poder de atracción como para ejercer como sustituto temporalmente (bien es cierto que el hombre adecuado -justamente el padre deseado por la madre- aporta algo más al hijo: le seduce -se hace querer- y a la vez rivaliza con él -le transmite la idea del valor de las cosas, por lo que cuesta conseguirlas). Para acabar de desarrollar mi analogía, diría que la madre (el trabajo, la empresa) pierde por un momento su interés en el hijo (los empleados interiores) al aparecer otro objeto de deseo (el libro). Así es como el hijo logra independizarse.

Y la madre no tiene por qué desear conscientemente separarse de su hijo, para poder hacerlo. Sí debe existir un deseo inconsciente, al cual daría lugar la incorporación de la Ley, es decir, de los límites, a través de la educación. Lo casual en esta historia (la aparición del libro) es lo que en psicoanálisis llamaríamos “lo inconsciente”. Podríamos decir que el que dejó allí el libro lo hizo porque, inconscientemente, quería que algo cambiara, poniendo un límite (concretamente, la “fusión” de la madre con el hijo). El que dejó el libro estaba, de algún modo, atravesado por la Ley del Padre.

 

 Shiva baby (2020), Emma Seligman 

Su majestad el bebé

 

Danielle asiste a un velatorio con su familia. Allí se reúne un grupo de personas con relaciones de cierto grado de cercanía con su familia, gente que la conoce desde que nació, en muchos casos. También están Maya, una ex relación sentimental, y un hombre a quien no podía imaginar que encontraría allí, que ahora es su amante.


Danielle es una estudiante que está bastante perdida y no sabe qué hacer con su vida. Por otro lado, vive preocupada por las apariencias, como su madre, y esto no hace sino agravar los efectos de su dificultad para pensar, pues le preocupa excesivamente resolver su vida, y hacerlo según unos estándares exigentes que le han sido impuestos, pero es impotente.


Todo el mundo en esa reunión, como decía, parece conocer bastante bien a Danielle. Se trata de relaciones que en muchos casos son familiares, y en otros son también bastante cercanas. Sus padres, además, se muestran enormemente abiertos respecto de la intimidad de su hija, de cara a toda esa comunidad. Lo cuentan todo. Es como si no existieran los secretos, o como si lo que a Danielle le gustaría guardar para sí misma, su intimidad, fuera irrelevante para ellos. Pero, como apuntaba arriba, a su madre las apariencias le importan mucho, luego ciertas cosas sí que son inconfesables para ella. Sólo las cosas que la afectan a ella, se entiende. Es la típica madre fálica, para la que su hija es algo parecido a un objeto que debe completarla, como un buen coche (al cual nada se parece la furgoneta en la que han venido, que ella le pide a su marido que esconda, para salvaguardar su perfección narcisista).


Sólo hay una relación que Danielle vive con cierta satisfacción, cuando la conocemos. Es la que mantiene con su amante. Se trata de una relación clandestina, que al parecer para ella tiene naturaleza económica. Él le paga por acostarse con ella. Como luego le explicará a Maya, Danielle disfruta del poder que obtiene al cobrar por su cuerpo. Ella es la que decide, a fin de cuentas. Cuando le encuentra en el velatorio, sin embargo, algo ocurre que nos hace cuestionar esa descripción que más tarde le hará a Maya de su relación con él. Se la ve claramente decepcionada y celosa de su mujer, de la cual no conocía su existencia, al parecer. Ese hombre no es, entonces, una simple cuestión de poder, para ella. Hay algo personal (afectivo, quiero decir), en su encuentro con él.


La incontinencia verbal de sus padres afecta visiblemente a Danielle. Ver expuesta su intimidad la abruma hasta el punto que tiene que desaparecer, quizá para apropiarse de sí misma. Se refugia en el baño, donde tiene lugar lo que podría ser un ritual para ella. Se desnuda y se fotografía, y después envía su foto a alguien, quizá a su amante. Pero al poco vemos llegar a su móvil varios mensajes que no deben de ser de éste, pues comprobamos acto seguido que él no tenía su móvil en la mano, cuando volvemos a verle. Suponemos que Danielle habrá subido la foto a alguna red social, en la que quizá se venda. Quizá así entrara en contacto con su amante (tienen muchas dificultades para explicar cómo se conocieron, en el velatorio). El mecanismo de su acto parece claro: ella obtiene justamente esa satisfacción de la que hablaba con Maya, la de tener un cierto control sobre su vida cuando mayor es la sensación de perderlo. Pero con su amante, como decía, algo más parece estar sucediendo. Ella quiere algo más de él.


Quizá no es casual que ese hombre sea mayor que ella, y que follando le llame “papi”. Se podría pensar que busca un padre, inconscientemente. Ese alguien que ponga los límites que faltan en su vida. Pero claro, se está acostando con él, a la vez. O sea que quiere acostarse con su padre, por así decirlo, saltando para ello todo límite. Y quiere ocupar el lugar de su madre, de ahí los celos por la mujer de su amante. Danielle resuelve su Edipo perversamente, en términos psicoanalíticos. Se acuesta con su “padre” haciéndole pagar, usando la excusa del intercambio comercial para tapar el acto prohibido. Quizá todos los hombres que la escriben representen a ese padre. A la vez, hay que pensar que así quedará insatisfecho su deseo “legal”. Ella imaginaba que su amante estaba soltero (esto es, le veía como alguien diferente de su padre), luego quería ser su pareja legalmente, renunciando a su deseo incestuoso prohibido. El deseo edípico de sustituir a su madre no parecía tener influencia aquí, pues ella no sabía de la existencia de una rival. En el velatorio lo descubre, y allí se engancha de nuevo con la idea prohibida, perversamente, yendo más allá de los límites, al intentar poner de manifiesto para los presentes la relación que hasta ese momento había sido clandestina.


El comportamiento de Danielle es como el de una niña que tiene un deseo y no acepta renunciar a él. Es como el de la madre, que insiste en conseguir colocar a su hija, en contra del sentido común y del deseo de su propia hija, que está manifiestamente incómoda y se ve obligada a poner fin (a poner un límite) a la situación escapando. En estos casos, lo que no ha podido conseguir la educación (la interdicción, en psicoanálisis), suele “corregirlo” la realidad. Ocurre cuando Danielle se ve forzada a coger en brazos al bebé de su rival. Es la realidad hecha carne, la imposibilidad de tener lo que quiere expresada del modo más ineludible. Su amante es un padre con prioridades diferentes de las suyas, lo que Danielle quiere no está a su alcance.


No es exacto decir que Danielle vive la situación en el velatorio con displacer. Una parte de ella sí que lo hace, claramente. Es la adulta, su yo adulto, que como es lógico quisiera ser autónomo, capaz de vivir según sus propias ideas. Es aquello a lo da lugar lo que en psicoanálisis se conoce como identificación con el Ideal. El Ideal (Ideal del yo, lo llamó Freud) es lo que acerca al hijo al padre, es decir, aquello que le separa de la madre que todo lo da (y todo lo quiere), la madre fálica que con su hijo se siente completa, con la cual el hijo se siente completo también. Es la entrada en el mundo de los límites, del orden que Danielle tanto desea cuando se ve expuesta al caos de los padres, en el velatorio, que a nosotros, los espectadores, tan incómodo nos resulta también, por lo mismo que a ella. Hasta que no aparecen esos límites, por la interdicción paterna, hay caos, pero también un gran placer. Éste es un placer inconsciente, vivido por la otra parte de Danielle, la infantil. El placer de completar a la madre y hacerla feliz, y ser adorado en consecuencia por ella. Su majestad el bebé, en palabras de Freud.


La relación de Danielle con Maya tiene algo de eso que llamo lo adulto, o el Ideal, en cuanto que al ser una elección diferente de lo que la madre desea, la independiza de ella. Se podría decir, incluso, que se trata de una manifestación de la identificación con el padre, al elegir Danielle como objeto sexual al mismo sexo que eligió él. Vemos en su cara una expresión de relajamiento y de satisfacción al dar la mano a Maya que contrasta con el agobio y la angustia vividas en el velatorio, donde acabó desahogándose en lágrimas y confesándole a su madre que “no puedo”. Pienso que se refería, en el fondo, a la imposibilidad de satisfacerla, manifestada visceralmente por la asunción de la gran pérdida que para ella suponía dejar de ser el falo de la madre. Pero sólo ese reconocimiento le abriría las puertas de la adultez, con sus satisfacciones relativas, comparadas con la absoluta beatitud de lo infantil.

 

La segunda oportunidad (2022), Mayim Bialik

El narcisismo como Callejón sin salida

 

El padre de Aby está enfermo, se está acercando al final de su vida. Su madre tiende a depender de ella, no sólo para ayudarle con su padre, situación en la que es evidente que la necesita. Aby está divorciada desde hace un año, y a la vez que cría a sus dos hijos debe lidiar con su ex, un hombre bastante demandante también. Su hermano mayor, al que estuvo muy unida, ha renunciado a relacionarse con sus padres, y en gran medida con ella.

 

Uno pensaría, dada esta descripción de la faceta personal de su vida, que a Aby le haría falta un respiro, algo de ayuda quizá, tener algunas responsabilidades menos, o, por qué no, replantearse un poco las cosas. No parecería razonable que ella se tuviera que ocupar de tanto. Me gustaría detenerme a pensar, especialmente, la relación que Aby tiene con sus padres, en torno de la cual gira todo en la película. Quisiera echar algo de luz sobre la influencia que ésta tiene sobre su situación vital, y más en general sobre la ascendencia que las relaciones paterno filiales tienen sobre la capacidad de los hijos para pensar y vivir sus vidas, y complementariamente, sobre la dificultad de éstos, atravesada por su deseo más infantil, para independizarse de sus padres y vivir sus propias vidas.

 

El título original de la película, mas apropiado, en mi opinión, para describir su contenido, reza algo así como “Tal como nos hicieron”. Se refiere, como resulta obvio tras verla, al trabajo de los padres con sus hijos, en la crianza y la educación, y al resultado del mismo. Porque el discurso de la película tiene que ver, pienso, con el lamento por la dificultad de los hijos para despegarse del deseo narcisista de los padres, que quiere realizarse en ellos, y para constituir un yo propio, capaz de dar a luz sus deseos adultos, de cuya realización dependerá en gran medida su fortalecimiento yoico. Decía arriba que los hijos hacen, en parte, lo que desean. Aby no estaría, en este sentido, “sometida” a sus padres, como podría parecer. Quiero decir que ella participaría en el mismo juego de dependencia narcisista que ellos. Es una hija que desea estar donde está, a nivel de su inconsciente. No tanto de su yo consciente, quizá, como nos resulta evidente al ver su sufrimiento. Esto se ve claramente en las críticas que dirige a su hermano y a su madre, que denotan una percepción conflictiva de las cosas, cuanto menos. Ella no es (del todo) feliz haciendo lo que hace. Quisiera ocupare de sí misma, también. De su yo, de nuevo.

 

Los padres tienen sus propios deseos de paternidad (son diferentes para cada padre, quiero decir). Ser padre, o madre, no significa lo mismo en ningún caso. Si nos fijamos en los padres que tiene Aby, a través de sus ojos, veremos a una madre que no le da espacio a su hija, que, como ésta le dice, no le permite pensar en sí misma. Es una madre fálica, en términos psicoanalíticos. Como consecuencia de ello, Aby se ha convertido en una persona que escucha las demandas de los otros, por norma. Quiere, en resumidas cuentas, satisfacer al otro, ser su falo, lo que le completa. Es especialmente sorprendente como está dispuesta a satisfacer todas las demandas que le hace su ex, que en cuanto tal, o sea, como ex relación, es alguien a quién debería colocar en un lugar secundario en su lista de responsabilidades. Pero no parece ser capaz de hacerlo. La modalidad de relación materno filial que comentaba arriba la ha hecho así. Ella no puede pensar que el otro no puede imponerle sus deseos, y que los suyos deberían ir por delante, porque ni siquiera puede pensar cuál es su deseo, pues no hay espacio para éste en su mente, que esta completamente ocupada por el (deseo del) otro. El otro fue su madre, primero, y después todo el que repitiera el mismo modelo demandante (como su ex, que no debería pedirle a ella que se ocupara de organizar sus relaciones políticas, ese debería ser asunto suyo, pero lo hace porque sólo así se siente bien, o sea, completo, con falo incluido).

 

Pero los hijos se dejan atrapar en esas trampas, a veces. Es por la fantasía de vivir para siempre en un mundo perfecto, en un paraíso de comunión familiar que no se quieren perder. El hermano de Aby, por suerte (o por desgracia) para él, ha sabido renunciar a tiempo a esa fantasía. Y ha pagado por ello un alto precio, el ostracismo. No ha debido de resultarle nada fácil. A cambio de tener su vida, ha perdido a sus padres, que literalmente no quieren (o no quisieron, en el momento crítico) saber nada de él. ¿Fue egoísta por su parte desentenderse de ellos?, ¿es egoísmo querer una vida propia y a la vez ser aceptado? En torno a esta idea se juega el conflicto intergeneracional de la película. Daría la impresión de que los padres no pudieron aceptar a su hijo como era, que pretendiera vivir la relación con ellos a su modo. Esto es lo que muestra la escena de la ruptura, en la que él dice lo que piensa y es duramente reprendido por su padre. Entonces no ve otra salida que desaparecer. La relación con unos padres intolerantes se le hace imposible.

 

Aby, en cambio, lo vive de otro modo. Ella se queja a su hermano y le echa en cara haberla abandonado en un momento de necesidad, rechazando compartir su responsabilidad ¿Tiene razón en su crítica? Si nos identificamos con ella, que a su vez se identifica con sus padres, pensaremos que sí, pues ellos le han enseñado a pensar en sus padres, y no tanto en sí misma.  Así que nos resultaría lógico pensar que hay que ocuparse de ellos, como ella, y que no hacerlo sería incorrecto. Pero entonces estaríamos escuchando la voz de los padres, repito, que no expresaría otra cosa que sus razones y su deseo Si en cambio nos identificamos con su hermano, que intenta escucharse a sí mismo (esto no significa olvidar a sus padres, sólo ponerlos en una posición secundaria), entonces podremos pensar que no hay nada de malo en optar por negarle a Aby lo que pide, pues es justo que cada uno piense lo que quiera. Es lo que en psicoanálisis conocemos como “desidentificación”, proceso capital en la constitución del yo adulto.

 

No se acepta, desde esta óptica, que un hijo deba sacrificar su vida (su yo) por sus padres, como no lo acepta, en el fondo, la propia Aby. Y menos aún que estos censuren a sus hijos por vivir su vida, o por pensar cosas diferentes, simplemente. Hablo de la dificultad para tolerar la diferencia, para relacionarse con el otro en cuanto diferente, dificultad que quizá Aby comparte con sus padres, pues queda atrapada, durante gran parte de su vida, junto a ellos sin poderse permitir cuestionarlos, poniendo su vida en espera, por así decirlo, siendo incapaz de pensar otro modo de gestionar las relaciones paterno filiales, como hiciera su hermano. Es, en otras palabras, la dificultad de renunciar al deseo narcisista de que todo sea posible, la dificultad de renunciar a la omnipotencia infantil, que coloca al hijo en una posición indiferenciada respecto de los padres,  fusional, satisfaciendo al niño, feliz en el nido, el paraíso, como es evidente, pero colocando al adulto en un callejón sin salida.

 

Living (2022), Oliver Hermanus

Cuando la cultura se impone el yo desaparece

 

El sr. Williams es un burócrata impasible, que considera su más alto deber ignorar las demandas de los ciudadanos que llegan a su mesa. Él siempre había querido ser un perfecto caballero, y quizá ha llegado a parecerse a los caballeros que admiraba, pero aquella tan elevada naturaleza del puesto debió de escapársele al niño soñador que fue, porque acabó convirtiéndose en una pésima persona, y por añadidura en un pésimo profesional, cosas que seguramente no desearía aquel niño.

 

El sr. Williams es incapaz de escuchar. A él vienen personas con sus deseos en la mano, fríamente representados por unos correctos formularios. Personas como las madres que se empeñan pertinazmente en conseguir que sus hijos tengan un parque, un lugar donde jugar al aire libre con otros niños. Él no puede escuchar esos deseos. Quizá haya olvidado lo que es desear. Es probable que la primera persona a la que dejara de escuchar fuera él mismo.

 

Es interesante que sea precisamente algo de la niñez, de la edad de la ignorancia, algo como un parque infantil, lo que se le ponga entre ceja y ceja a un “zombi” como el sr. Williams tras su vuelta a la vida También que sólo se permita realizar su deseo (y el de esas madres) tras descubrir que tiene un cáncer terminal. Podríamos ver en esa enfermedad la metáfora de un cruento conflicto interno, entre, precisamente, sus deseos infantiles y otros, también pertenecientes a la infancia pero ajenos, con la forma de reglas de conducta, que ha convertido su cuerpo en un páramo tóxico. Se entiende que la aparición de la enfermedad terminal, la castración definitiva, sería lo que le permitiría saltarse esas reglas tan concienzudamente aprendidas. Porque esas reglas habían sido importantes, cruciales para mantener su angustia de castración a raya, pero ahora, ¿tenían la misma importancia? Satisfacer su deseo ya no debía de estar tan prohibido porque, de todos modos, sería castigado con la muerte. Podía hacerse el tonto, volver a ser un niño, en otras palabras.

 

¿Por qué se hace interesante para el sr. Williams volver a la vida, entonces? ¿Qué es “vivir”, para entendernos? Para él las cosas cambian cuando desaparecen ciertas posibilidades angustiantes, como he señalado. Antes, habría pensado que vivir consistía en respetar unos códigos rígidos y extremadamente exigentes de conducta, porque estos debían de protegerle de algo. Después, cuando sus expectativas (y sus miedos) cambian radicalmente, y ya no es necesario protegerse, cobra protagonismo la idea de dejar que la voluntad actúe sin (tantas) restricciones.

 

Sigamos pensando en la infancia, para comprenderlo un poco mejor. A los niños les gusta jugar y fantasear. Los juegos también tienen reglas, pero éstas las aprenden los niños porque así pueden disfrutar participando en ellos. Son reglas que posibilitan el placer. Para los caballeros como el sr. Williams pareciera que las reglas tuvieran una razón de ser opuesta. Servirían para reprimir todo placer, toda espontaneidad de la voluntad. Todo deseo, en una palabra.

 

Los niños fantasean porque desean (las fantasías sirven al mismo fin que los sueños, son algo así como sueños diurnos, que diría Freud). Incluso si pretenden llegar a ser cosas tan absurdas como unos perfectos caballeros, a sus ojos se trata de realizar deseos maravillosos. Pero por un proceso cultural en cierto grado inevitable, aprenden a renunciar a sus fantasías. Como ese nuevo empleado que vive con visible resignación (no exenta de frustración) que se le vayan enseñando las reglas de la empresa, que pasan por levantar, literalmente, muros a los demás (a los que él desearía acercarse, obviamente). Son límites, que separan a las personas entre sí, pero, trágicamente, también a cada uno de su propio deseo, cuando son excesivos. ¿Por qué? Porque aceptar esos límites implica asumir que la cercanía al otro está mal, y por tanto que también lo está el deseo del otro. Esto es así porque todo deseo es deseo del otro, pues desear es un concepto siempre ligado a la existencia del otro (o de lo otro, más en general). Pare entenderlo hay manejar otro concepto, el de “relación de objeto” (opuesto al de narcisismo). El “ser humano”, de hecho, no es tal hasta que no se puede relacionar con el otro, hasta que, en otras palabras, conoce los límites a sí mismo, a su omnipotencia (pues hay un época, en la infancia, en que todos nos creemos omnipotentes, aquella en la que nuestra madre nos lo da todo, que normalmente dura poco. Quizá demasiado poco, a veces). Sólo entonces, cuando existe para los otros, existe realmente.

 

Lo que nos muestra esta película es lo que ocurre cuando la cultura pone excesivo énfasis en el control de los seres humanos, que son, cuando están en su infancia, seres eminentemente deseantes. Cuando parece imperativo que olviden rápido lo que una vez fueron, o sea, seres libres de expresarse, aún si dentro de unos límites. Nos muestra que el castigo por desear, por no atenerse a las reglas, no importa lo severas que sean, es la castración. En el caso que nos ocupa, ¿el despido?

 

Pero la castración está relacionada, en último término, con el rechazo materno. El niño que no está a la altura de las demandas de la madre es rechazado por ella. Si no aprende lo que debe, diríamos aquí, la perderá. Sólo una amenaza de este calibre puede dar lugar a una cultura tan empeñada (y tan exitosa en su empeño) en la enseñanza del autocontrol. Tiene que ver con lo que Freud llama “el malestar en la cultura”. La cultura impone unos límites al deseo, necesarios para tolerar a los otros, para aceptar que los otros también tienen derecho a satisfacer sus propios deseos, en el fondo, y no sólo uno tiene ese derecho. Si todos aceptan esos límites, pueden realizar sus deseos con mesura, jugar al juego de la cultura, por así decirlo. Es una situación razonable, beneficiosa para el bien común pero también para el propio. Pero no exenta de inconvenientes, pues la renuncia a la satisfacción que exige la cultura se vive con malestar. El sr. Williams vive quizá los inconvenientes de la renuncia excesiva, como si su cáncer fuera la expresión de una situación insostenible, terrible. Quizá la única vía de satisfacción que le queda es la del ejercicio del poder, que él “disfruta” aplicando el mismo exceso de celo con que reprime toda otra forma de satisfacción. De ahí la manía de negarle todo a los ciudadanos que acuden a él (para que haga su trabajo).

 

Hasta que esa cultura que le reprime deja de ser incuestionable para él. Idealmente, él habría debido tener la capacidad de cuestionar su cultura, porque sus padres le habrían educado para tener opciones, esto es, ideas propias. Cuando esto no ocurre, como aquí, al individuo no le queda otro remedio que someterse, aceptar que las cosas son como son, o sea, como dicen los padres. En la película ocurre que algo externo (de la realidad externa), ejerce un efecto liberador en el sr. Williams. Es la enfermedad. Porque su realidad interna, la de su mente, está “ocupada”.  Allí no hay lugar para otras ideas que las de un dictador que se ha impuesto en el poder “ilegalmente”. Es en la realidad interna donde residen las ideas a las que el individuo se somete, o que por contra le liberan. Si son ajenas, heredadas de los padres, uno se somete a ellas adoptándolas (identificándose con ellas, dice el psicoanálisis). Si son propias, es el yo el que se afirma, liberándose de esas identificaciones limitadoras. El yo se somete a ideas ajenas cuando es débil, y esto ocurre cuando no se le ha educado para la independencia, porque ésta, quizá, sea percibida como amenaza, ¿Amenaza de qué? Siempre de lo mismo, de castración, de rechazo, de abandono (materno), en un ciclo sin fin que sólo la aparición de lo diferente modifica. La aparición del otro, de nuevo, que al traer su punto de vista, un contrapunto, puede facilitar ese cuestionamiento de la cultura del que hablaba antes (este otro debe ser diferente de los padres, se entiende, pues con ellos el yo se identifica, no se relaciona, en virtud del discurso que defiendo aquí, o sea, que ciertos padres, ciertas culturas, no educan a sus hijos para que piensen, sino para que sigan sus dictados, y al hacerlo no se pueden relacionar con ellos, realmente, sólo imponerles su voluntad). Para que el otro aparezca hay que poder relacionarse con él. El sr. Williams nunca pudo, quizá, y por eso debió esperar a que un cáncer le liberara.

 

La duquesa (2008), Saul Dibb

Fantasía infantil y falta de límites

 

Georgiana, o G., como la llama su madre, se casa con un hombre al que apenas conoce, pero del que le atrae su muy elevada posición. Su madre le vende la idea, y ella la cree cuando le dice que con ese hombre será feliz. Pronto descubre que no será así. No se siente amada como ella habría deseado, él no es el hombre que ella esperaba. El brillo cegador de sus fantasías infantiles de matrimonio se ha apagado, ahora es la realidad la que se le impone.

 

La pregunta que quiero responder en las líneas que siguen es por qué G. se ha casado con ese hombre, dado el drama, o quizá habría que decir la tragedia, más propiamente, a que dará lugar esa decisión, sobre la que girará toda esta historia. Uno estaría tentado de responder, sin más, que no hay ningún misterio en el asunto. A fin de cuentas, los matrimonios “arreglados” han existido siempre, por razones prácticas. El amor y las razones del corazón no se consideran relevantes en la cuestión, por lo que, de nuevo, todo es de lo más simple y fácil de entender, y de aceptar. Son arreglos útiles. Éste lo era, desde luego. Para todos los implicados.

 

Lo que me parece especialmente interesante aquí es que la propia G. estaba claramente de acuerdo con ese arreglo. Ese era, en una palabra, su deseo. No era entonces un arreglo de los de toda la vida, ¿no? Pienso que si ambos escenarios pueden coexistir, si un arreglo puede ser también algo deseado, merece la pena meditar un poco sobre los conceptos de “arreglo” y de “deseo”. Por lo menos en lo que respecta a este caso.

 

Si por arreglo entendemos algo que no es deseado por el (“principal") interesado, sino más bien por terceras partes, como los padres, veremos que, en este caso, el concepto no explica exactamente lo que vemos. Porque como he comentado interviene también el deseo de la mujer a la que se le arregla el matrimonio. Éste no es, pues, unos de esos matrimonios arreglados. Aquí, en lo fundamental, la cuestión gira más bien en torno a la realización del deseo de una mujer, y a como ese deseo se materializa en una forma inesperada, no (del todo) igual a la deseada.

 

Yo me preguntaría, entonces, qué deseaba G. realmente, aparte, como es obvio, del marido perfecto, o sea, uno que la quisiese y que además fuera rico y poderoso (el más poderoso, a poder ser). Y guapo, también, como Ralph Fiennes. Aparte, esto es, de la realización de sus sueños más infantiles. ¿Pero acaso no estamos hablando, precisamente, de esto? ¿Puede un adulto pensar que algo así es posible, realmente?, ¿si, como en este caso, como esta mujer, no conoce realmente al otro, y no tiene razones para pensar que la realidad se parecerá a sus deseos?

 

G. desea que sus sueños se realicen, como todo niño, sin que medie límite alguno en su juicio, a la hora de poner el deseo en relación con la realidad. Para ella, uno y otro son lo mismo, por así decirlo. Es como una niña ignorante, a la que nadie le ha explicado que todo no se puede. Éste me parece el asunto de la película, aunque dudo mucho que sus responsables lo vean como yo.

 

Tengo la impresión de todo está elaborado en ella como discurso feminista, en el que la idea de que todos tenemos parte de responsabilidad en lo que nos pasa no se contempla. Se pone el acento, claramente, en el tema de la desigualdad, de modo que la explicación de todo lo le ocurre a G. es la desigualdad, la que hay entre los hombres y las mujeres, por la que ella no tendría realmente opciones, mientras que él sí, pues para ella decidir equivaldría a pagar un precio incomparablemente mayor que él.

 

No pretendo poner en duda algunas de las cosas que cuenta esta película. Es obvio que esa desigualdad de la que se habla existía, y existe hoy a ciertos niveles. Las feministas tienen razón, en esto. Los hombres y las mujeres no tenían los mismos derechos. Pero me parece más interesante poner el acento en las consecuencias que tiene ese aspecto tan destacado de la personalidad de G., esto es, su infantilismo, en su desgracia. En como la visión de la vida que tiene es tan determinante en su desgracia como lo pueda ser aquella desigualdad. Si no más.

 

A la realidad uno se adapta, sea esta la que sea, o no. La desigualdad no es el problema detrás de la gran insatisfacción de G., en mi opinión, ya que, tal como lo cuenta la película, esa es una característica del mundo en el que todos sus contemporáneos viven. Las mujeres, con su lugar, y los hombres, con el suyo. Ambos claramente (y rígidamente) definidos. El mundo real. En ese mundo, también algunas mujeres deben de ser felices. Creo que sería absurdo pensar otra cosa. ¿Acaso podemos decir que todos los hombres de la película, como el duque, lo son?, ¿si, como resulta evidente, éste es incapaz de sentir, no digamos ya de expresar, sentimiento alguno? ¿No será esa incapacidad emocional el producto de la misma represión que la cultura ejerce sobre todas las personas, la misma de la que es víctima G.?, ¿no será, pues, la infelicidad de unos y otros una consecuencia de factores diversos, quizá más profundos y relevantes incluso que la desigualdad?

 

Es que la realidad (la sociedad, o "cultura", como la llama el psicoanálisis) impone límites a la satisfacción de sus miembros, ya desde el momento de su nacimiento. Nacer es pasar frío y privaciones, lo cual se aprende rápido. Es posible, eso sí, que esto se aprenda mal. Que algunos no entiendan que hay límites, reglas, de cuya ignorancia y falta de aceptación provienen las mayores frustraciones y angustias (o que aprendan demasiados límites, algo muy propio de ciertas culturas, como ésta que se nos describe). Pienso que la duquesa interpretada por Keira Knightley sufre precisamente de este tipo de insatisfacción y de malestar. Éste se vincula con lo que en psicoanálisis conocemos como “angustia de castración”, que tiene que ver con la idea de que todo no es posible, por un lado, y de que a uno se le priva de lo que más quiere, por otro. Son maneras de referirse a lo mismo, en realidad, porque aquello que uno más quiere es aquello a lo que, en casos como éste, uno no está dispuesto a renunciar. Es, en otras palabras, la negativa a aceptar que todo no se puede cuando lo concreto, en cada momento, lo es todo.

 

A G. le pasa esto. Acepta casarse porque, en el fondo, vive en un mundo de fantasía donde todo es posible. Para ella casarse es la realización de esa fantasía, en la que tendrá al más perfecto de los maridos. Pero G. no conoce a su futuro marido. Esta sería razón suficiente para rechazarle, si pensara como una adulta con límites. Con los pies en la tierra, para entendernos. Dado que hablamos de una época en la que eran normales los matrimonios concertados, es posible que ella no hubiera podido decidir, esto es cierto. Pero esa es, de nuevo, la realidad en la que vivía. Pareciera, sin embargo, que ella estuviera viviendo otra realidad, en la que no hubiera que tener en cuenta que los matrimonios funcionaran así, donde el amor no fuera un factor. De poder ver las cosas correctamente, es decir, de acuerdo con unos límites, seguramente habría encarado su vida de otro modo, sin esas expectativas infantiles, ilimitadas, y por tanto sin esa angustia debida a la aparición de la castración, de la “Ley del Padre”, otro concepto psicoanalítico para referirse a la idea del límite. Enseñarle esto le correspondía, lógicamente, a sus padres.

 

Esta es una película que habla de la dificultad de vivir sin esa Ley, sin límites, incorrectamente atravesados por la castración. En un mundo sin esos límites, nada es suficiente, y toda pérdida se vive con angustia (más que con la normal frustración). El problema, en mi opinión, es que se pierde en su discurso feminista. El feminismo tiende a confundir falta de límites con igualdad. Si todo no es posible, no hay igualdad, parece defender. Pero todos aprendemos que los límites son importantes, de niños. Que no se puede jugar a pegar a mamá o a papá demasiado fuerte, o les hacemos daño. Que hay cosas que son incorrectas y esto hay que aceptarlo. Si G. hubiera podido entender esto, seguramente habría sido más feliz. "No pienses que un hombre te va a amar sólo porque tú lo desees”, habría podido decirle su mamá, "debes saber donde te metes". Y cuánto sufrimiento le habría ahorrado. Es más, si hubiera hecho su trabajo correctamente, como educadora de su hija, ella ya lo sabría, llegado el momento de decidir.

 

 

Daisy Jones & The Six (2023), Scott Neustadter

La música como objeto transferencial

 

Billy y Daisy son músicos que componen y cantan sus propias canciones. Ambos tienen talento, pero les falta algo para llegar a concretarlo. Cuando se conocen, por mediación de su productor, les cuesta relacionarse. Billy tiene su grupo y es el líder, Daisy es una extraña que viene a competir con él por su lugar, quizá. Pero empiezan una colaboración creativa de un carácter muy íntimo que les acerca y cambia la dinámica de su relación inevitablemente.

 

Billy está casado y tiene una hija pequeña. Su relación matrimonial es buena, pero a pesar de ello se enamora de Daisy. Daisy también se enamora de Billy, pero le parece que es mala idea tener una relación con él. No es un hombre equilibrado, y ella tampoco lo es. Daisy piensa que Billy estará mejor con su mujer, y ella con otra persona.

 

Billy creció admirando y despreciando a su padre a partes iguales. Éste le regaló su primera guitarra, la suya propia. También engañaba a su madre. Daisy fue una niña no deseada y abiertamente despreciada por su madre. Del padre nada sabemos.

 

Tanto Billy como Daisy son adictos. Billy cae en ello cuando se convierte en padre. Huye de la paternidad, quizá porque no quiere convertirse en su padre, literalmente. O sea, “ser” él, sustituirle. Eso sería lo mismo que “estar” con su madre, posición a la que probablemente le abocó la ausencia del padre y, claro está, la “disponibilidad” de la madre. Una madre no suficientemente atravesada por la interdicción paterna.

Daisy ha adoptado las drogas como escapatoria de su propia madre, que, como decía arriba, la ha despreciado abierta y también ilimitadamente. Era, ella también, una madre no interdicta, no castrada, para la que todo valía.

 

Estos dos personajes se consideran almas gemelas, ven en el otro a su igual. Éste es un modo de referirse a la fantasía infantil de completud, por la que el otro no es en realidad un “otro”, sino un componente de la dupla que remite a la fusión madre hijo original. Esta fantasía es la expresión del deseo de volver a ese mítico instante en que uno fue visto por su madre como lo más grande y perfecto. En que esta madre, al hacerlo, se veía perfecta a sí misma por tenerle a uno.

 

Luego está la música. Se podría decir que tanto Billy como Daisy viven por y para la música. ¿Por qué? No es sólo que quieran dedicarse a la música profesionalmente. Ni siquiera que la amen por encima de todo, o casi. Pienso que ante todo es que en ella encontraron a la vez al primer interdictor y al primer sustituto de sus excesivas madres. La música fue, para ellos, una salvación.

 

A la madre de Daisy la conocemos como una mujer egoísta y desinteresada del cuidado de su hija. Pero antes debió de desear a su hija de algún modo. Quizá ésta fuera su muñequita, si así se pueden interpretar las fotos que le manda a Daisy por correo. En psicoanálisis se conoce a este tipo de madre como “fálica”, en la medida que es una madre que ve a su hijo como “falo”, o sea, como una parte deseada de sí misma. El hijo es una “cosa”, en una palabra, que existe para estar a su servicio. Esta madre no ve a su hijo como tal, es decir, como un bebé que debe ser criado por ella para convertirse en persona. Porque su deseo no es el de criar, en el fondo. Así descuida las necesidades de su hijo, la primera de las cuales es el orden, los límites. Es, como en este caso, una madre insuficientemente atravesada por la castración, que genera una terrible angustia de castración en una hija siempre presa del miedo de separare de ella, de no ser atendida por ella como se debe.

 

Daisy debió aprender a relacionarse con una madre así. El único modo de salir adelante era encontrar un sustituto mínimamente válido y algo que previamente la separara de ella, de sus excesos. La música debió de cumplir con alguno de estos criterios de supervivencia básicos. Quizá con ambos. ¿De qué modo llegaría a ocupar ese lugar? ¿Cómo entraría Daisy en contacto con ella? El deseo de escuchar música tiene que ver con el deseo de relacionarse con ella, de tener una verdadera “relación”, algo confiable, en una palabra. Ninguno de los padres debió de serlo, a pesar de lo cual Daisy, como cualquier niño, debió de quererles. Si Daisy se rodeaba de música constantemente debió de ser porque así se rodeaba también de algo de ellos (una mezcla, concretamente, de lo real y lo deseado de ellos). La música fue para ella lo que se denomina en psicoanálisis un “objeto transferencial”, esto es, algo sobre lo que colocar atributos de alguien. Quizá de su madre, a la que quizá le gustara la música también, que quizá le cantara alguna vez. Quizá de su padre. Quizá por un lado eran esos sonidos maternos reconfortantes, y por el otro algo que la separaba de su madre, función interdictora normalmente desempañada por el padre. ¿Pudo éste regalarle su primer tocadiscos? Es posible, pero no importaría si no hubiera sido así, pues para el caso es evidente que la música que emanaba de él cumplió también una función paterna, al colocarse entre Daisy y su madre.

 

Billy claramente debía de relacionar la música con su padre, pues había sido éste quien le había conducido a ella. La música era, en este sentido, una metáfora del padre (interdictor) anhelado. De nuevo, un objeto transferencial. Pero ese padre representaba también, como he señalado, una ausencia. La ausencia de los límites, del orden que coloca cada cosa en su sitio, que dicta las condiciones de la relación del hijo con la madre (y con el padre). Esta falta debía de haber desencadenado la misma angustia que he señalado arriba, en este caso la de incurrir en una relación inadecuada con la madre, de ocupar el lugar del padre ausente. Y en último término la (fantasía) de ser castigado con la misma separación y el abandono por parte de la madre nutriente. De ahí probablemente las dificultades creativas de Billy, que antes de conocer a Daisy tiene una persistente inhibición para dar salida a su talento. No en vano tener éxito como músico podía ser vivido también como otra forma de sustituir al padre, otro músico, superándole, y por tanto como la realización de lo prohibido.

 

Hay algo de la función paterna que se manifiesta en la intervención que señalé del productor musical, pues había sido éste quien, al hacer la propuesta de colaboración a Daisy y Billy, había legitimado, a los ojos de ambos, el encuentro con el otro deseado. El bloqueo creativo de ambos debía de tener que ver con la aparición de lo prohibido. El otro debía de estar colocado en el lugar de lo prohibido, el lugar de la madre prohibida o del padre prohibido. Sólo la interdicción paterna podía legitimar el encuentro con el otro, que bien entendido, es decir, no confundido con lo prohibido, se convierte en lo adecuado. Hasta entonces, como habíamos visto, Billy no se podría permitir ser padre con su mujer, y podría ser músico mientras no tuviera éxito. Su crisis había coincidido con la llegada de éste y de la paternidad. Tanto lo uno como lo otro le colocaban en esa posición equívoca, donde él se veía a sí mismo como sustituyendo a su padre. El productor le “dice” que no hay problema, que tener éxito está permitido, al darle acceso a Daisy. Él le dice qué es qué, borrando así (al menos en parte) su confusión. Billy, de todos modos, sigue teniendo una dificultad. Es la que produce su siguiente crisis. No es capaz de renunciar a nada, en este caso su mujer y Daisy. La interdicción, la Ley del Padre, como se la conoce en psicoanálisis, sirve también para entender que todo no se puede. Pero Billy no tuvo un padre interdictor, y al parecer la intervención del productor fue sólo un remedio a medias. Sería el mismo quien debiera acabar de construir su propia Ley. Tras la muerte de su mujer, Billy puede volver a Daisy, pero sólo porque su mujer se lo permite. Hay algo que él aún no ha podido entender sobre la Ley.

 

 

 

Brainwashed: sex-camera-power (2022), Nina Menkes

¿La mirada masculina?

 

¿Los hombres miran a las mujeres (de un modo especial) porque estas son, para ellos, objetos? Sí, para algunos lo son. Para algunas mujeres los hombres son objetos también. Es más, para algunas personas, todos los demás, los “otros”, son objetos. En otras palabras, no “existen”. Porque lo que no existe para estas personas es el concepto “otro”. Son los que en psicoanálisis se conocen como psicóticos. La psicosis es una estructura mental que se caracteriza, en pocas palabras, por la “ausencia” de contacto con la realidad.

 


¿Qué es eso que llamamos “realidad”, en este contexto? ¿Y cómo podemos decir que alguien ha perdido contacto con ella? “Realidad” sería, en una primera aproximación al concepto, aquello que está fuera de uno, que existe siempre y cuando uno lo pueda percibir. Desde esta óptica, uno sólo perdería ese contacto si sus sentidos le fallaran completamente, es decir, si perdiera toda capacidad sensorial. No es, por tanto, una aproximación útil para entender el concepto de realidad al que me estoy refiriendo, el que tiene que ver con la psicosis.

Esta tiene más que ver, como decía, con la no existencia del otro. La “realidad” a la que me refiero debe de tener que ver, entonces, con la de los “otros”. Son estos otros, dicho rápida y brevemente, “la realidad”. El que pierde contacto con esta realidad no ve a los otros. O mejor dicho, sí los ve, pero para él son “cosas”. Objetos. Ese contacto se perdería cuando faltara otro concepto, el del límite, lo que marca la separación entre el uno (el “yo”) y el otro, debida a la aparición interdictora de la Ley del Padre, personificada en ese hombre al que la madre desea y por tanto da un lugar, entre ella y su hijo. La ausencia de ese hombre (que representa al primer “otro”) es la ausencia del límite, y por tanto de contacto con el otro, o sea, con la realidad.

 


¿Son todos los hombres (cineastas) unos psicóticos?, ¿ya que, tal como defiende este documental, la mirada del cine es la mirada de los hombres, y estos miran a las mujeres como objetos? No parece una idea razonable. Sería más fácil entender, en mi opinión, la idea de que los hombres miran a las mujeres con deseo (y estas a ellos, me atrevería a decir también). Que las miran como “objetos de deseo”, que diría el psicoanálisis, de nuevo. Freud se refería, al usar esta expresión, al campo de las relaciones con los otros, por oposición con las que el sujeto tenía consigo mismo, de tipo narcisista (en referencia a Narciso, enamorado de sí mismo). La idea clave en dicha expresión era (y es) la de “relación”. Al decir que los hombres miran con deseo a las mujeres, estoy pensando concretamente, por tanto, en su deseo de relacionarse con ellas como personas, no como cosas (“objetos”, tal como lo entiende la directora de este documental). En este sentido, las personas no son cosas, como es obvio, pero si son objetos de deseo, tal como lo piensa el psicoanálisis. Para unos hipotéticos hombres psicóticos, las personas sí serían cosas.

 


Que algunos hombres del cine son psicóticos es una posibilidad, que todos lo sean no. Es más, incluso asumiendo una idea tan descabellada, u otra igual de descabellada, que sólo estos fueran así, y los de fuera del cine no, no podríamos evitar enterarnos de que a estos últimos también se les acusa de ello muy a menudo (de cosificar a las mujeres, quiero decir). Para mí está claro que no es éste el asunto. Es, de nuevo, que existe un deseo por las mujeres, en los hombres heterosexuales, y que estos las miran con deseo, o sea, que querrían relacionarse con ellas. Porque “deseo” es un concepto ligado estrechamente a la existencia del otro. Si el otro no existe para uno, no habrá deseo por él. Si existe, el otro no es una cosa, un objeto, es una persona.

 


¿A qué responde, entonces, esta percepción del género masculino por el femenino? ¿Se podría pensar, quizá, que a algunas mujeres (como la directora) no les gustara ser miradas? Quizás. En todo caso la idea sería menos rebuscada que esas teorías paranoides difíciles de defender, por ser tan extremas. Y es una pregunta que se me ha ocurrido a bote pronto, seguro que, a poco que lo intentara, pensaría otras. Es más, pienso que si me lo propusiera muy en serio, es muy posible que acabara encontrando que la cuestión era de lo más compleja. Mucho más, seguramente, que lo que ha pretendido hacernos ver la directora, para la que todo parece reducirse a que los hombres cosifican a las mujeres, que no las ven, esto es, como personas.

 

 

 

El hijo (2022), Florian Zeller

El modelo de los padres

 

Un adolescente ha faltado a clase durante un mes seguido. Sus padres, al enterarse, intentan entender la situación. El hijo les explica su dolor, que es la vida en general la que le hace daño, y expresa su deseo de vivir con el padre. Una vez instalado con él, el cambio de residencia y de colegio se muestran insuficientes para que el chico se sienta mejor, y el padre no consigue entender por qué, y se agobia y se impacienta con su hijo por lo que entiende es una fallo de éste, no suyo. Y éste es, en mi opinión, el tema de la película. O los temas, o sea, la incomprensión y la ignorancia humanas.

 

Ser padre es un trabajo como cualquier otro, en el sentido que hay que tener un conocimiento y una competencia para serlo. No es suficiente, en otras palabras, con tener un hijo para “ser" padre. El padre debe ejercer, para serlo, y ese ejercicio tiene la dificultad propia de cualquier trabajo, o “función”, como llamamos en psicoanálisis al lugar de responsabilidad que ocupa alguien en relación con el otro.

 

Nicholas, el adolescente con problemas, lo dice varias veces en la película: él no sabe qué le pasa, no puede explicarlo. Esto es lógico. Los adolescentes “adolecen”, precisamente, de conocimiento. No saben, en primer lugar, de sí mismos. No saben qué significa lo que les pasa, como dice Nicholas, porque no entienden aún algunas cosas importantes sobre la vida. La principal tiene que ver con su sexualidad, que, por ser además algo omnipresente en sus mentes, ejerce efectos abrumadores sobre ellos.

 

Hay que decir que casi todo lo que les pasa a los adolescentes tiene que ver con su sexualidad, esa etapa de su desarrollo físico y psíquico que les introduce en la adultez. En esta película no se la trata particularmente, pero sí hay una alusión sutil al tema, en una escena. Es un momento a la vez bonito y feo, porque es una de las pocas ocasiones en que ocurre un intercambio afectivo espontáneo y positivo entre el padre y el hijo, pero también se pone de manifiesto cómo pueden fallar los padres.

 

Así, por un lado, vemos ese intercambio padre hijo, que es bonito porque enseña algo de lo que debería ser la paternidad, en este caso un acto de demostración de lo que significa ser un hombre que se divierte con su hijo. Luego vemos también un problema. Nicholas, de repente, se desconecta de ese intercambio. El motivo parece estar en la presencia de la pareja de su padre, y en como ésta empieza a interactuar con él. Ahí ha ocurrido algo, y Nicholas no puede seguir divirtiéndose. Es probable que para él sea imposible estar con una mujer de ese modo, porque no sepa cómo. Si, como decía antes, un padre es un modelo de hombre para su hijo, quizá la impotencia de Nicholas se deba a la ausencia de su padre, o a una presencia escasa, que le priva de ese modelo para enetender ciertas cosas de la vida.

 

Este padre, magníficamente interpretado por Hugh Jackman, tiene un encuentro con su propio padre, abuelo de Nicholas, en que queda claro que éste nunca estuvo presente para él. Es más, resulta evidente también que no estuvo porque no podía importarle menos lo que su hijo necesitara de él.

En otro momento, se da cuenta de que él se ha convertido en su padre, de que no puede evitar hacer con su hijo lo mismo que su padre hacía con él. Éste es el efecto que tiene el mecanismo de la identificación, por el que los hijos se convierten en sus padres

 

No es, tal como se ve en la película, un mecanismo imposible de corregir. Justamente a partir de la toma de conciencia del mismo se lo puede empezar a limitar. Así ocurre que el padre decide que va a intentar escuchar un poco más a su hijo. Pero aunque esto es cierto, también lo es que como todo mecanismo infantil es muy resistente a todo intento por modificarlo. Uno no deja de ser como es así como así, por más que lo desee, aunque esto último sea crucial. Así, cuando estos padres se relajan, después de haber entendido cuál es el nivel de gravedad del problema de su hijo, no pueden evitar volver a ser los de antes, es decir, los padres ignorantes que eran, identificados seguramente con sus propios padres. Entonces vemos la enfermedad del hijo hacerse fuerte otra vez, ante la “dejadez” de ellos, con resultados trágicos. Es que no sabían lo que estaba pasando, realmente, por lo que poco podían hacer.

 

Uno se preguntaría por qué, cuando los médicos le dijeron al padre lo grave que era la condición de su hijo, éste no les hizo caso. Yo no pensaría que fue por una cuestión de desconfianza. Sería, de nuevo, pura ignorancia, unida con el poderosísimo deseo infantil de ser escuchado por su propio padre, que se haría presente en esa situación haciéndole a él escuchar a su hijo. La desesperación de Nicholas, que tampoco puede entender la gravedad de lo que le pasa porque, como decía antes, no está capacitado para ello, y por tanto no ve la razón de tener que ser internado en contra de su voluntad, resonaría en la mente del padre con el eco de su propia experiencia. No olvidemos la frialdad del abuelo de Nicholas, y lo que esto debió de suponer para su padre, siendo niño. Inconscientemente, su padre se estaría escuchando a sí mismo, al escuchar, y hacer caso fatídicamente, a Nicholas. Quizá, si ese padre hubiera tenido un padre más presente, que le hubiera enseñado a comportarse ante el sufrimiento y la necesidad, habría podido él ayudar a su hijo. Pero quizá, en ese caso, nunca se hubiera llegado a esa situación.

 

 

El viaje de Julia (1998), Gilles Mackinnon

Un adulto a cargo

 

Julia huye del estilo de vida que tenía en su país, desea vivir en un mundo según sus propias reglas. En Marruecos ella y sus dos hijas pequeñas sobreviven gracias al dinero que el padre de las niñas les manda mensualmente.

 

Se podría decir que esta familia vive en la pobreza, o cerca de ella. Pero no es el dinero, ni otros medios materiales, lo que más le falta. Es el orden. Las dos niñas, sobre todo la mayor, que ya tiene ocho años y empieza a desarrollar su propia conciencia, viven en un mundo caótico, donde igual se meten en la cama donde su madre folla con su pareja que la ven entrar en trance en una ceremonia religiosa. Sin que en
ningún momento esa madre haga el gesto de separarlas de todo ello, de protegerlas de lo que a todas luces es un exceso.

 

Es la mayor, como digo, la que vive todo esto con mayor angustia. Para la más pequeña el mundo es aún percibido desde una óptica infantil. Esto es, como una realidad “mágica”, donde todo es posible. Bea se está adentrando en el mundo “adulto”, entendiendo por tal un lugar de incipiente independencia, en el que las reglas empiezan a ser cruciales para manejarse. Sin esas reglas, ¿cómo tomar decisiones?, ¿cómo
decidir, en pocas palabras, qué hacer en cada momento?

 

“Reglas", “orden”,“Ley”, son términos que se refieren a los límites. Estos son los extremos que definen las cosas y que nos definen a nosotros mismos. Sin ellos, no tendríamos conciencia, no podríamos saber, ni podríamos comunicarnos con el otro, claro está, porque éste tampoco “existiría”. No habría, en una palabra, un “yo”, y por tanto tampoco un “otro”.

 

El efecto del comportamiento de Julia es muy visible en Bea, que de pura angustia ante la “locura” de su madre, o sea, ante su falta de límites, decide separarse de ella, para ir al colegio. Bea le pide a su madre que la deje ir al colegio, mientras ella vagabundea por ahí. ¡Qué curiosa postura, el querer meterse en el lugar de los límites por antonomasia! Todos entendemos que al colegio se va para educarse, por eso pocos
deseamos realmente ir.

 

Es que, para complicar lo que quiero decir un poco más, es evidente que de niños no deseamos que se nos impongan esos límites. Preferiríamos seguir viviendo en el mundo mágico infantil, el mundo de Nunca Jamás, el paraíso, lugares en los que no hay reglas, donde, por tanto, no crecemos, el mundo por el que Julia arrastra a estas niñas. Porque crecer es aprender que no todo es posible y que hay, efectivamente, reglas.

 

¿Por qué razón desea Bea renunciar a lo infantil?, ¿a jugar a que todo es posible, como su hermana pequeña? ¿Y por qué esta última, en cambio, parece feliz en el caos (pues la ausencia de límites trae caos: sólo hay que visitar el Pais de las maravillas de Alicia para verlo)? A fin de cuentas ambas niñas son hijas de la misma “loca”. ¿Por qué, entonces, lo viven tan opuestamente? Para entenderlo debemos fijarnos en la
posición que ocupa cada una en ese caos familiar.


Bea es la mayor, por ello hay momentos en que se ocupa de su hermana. Tiene más responsabilidad que ella, lógicamente, que como menor está liberada de toda obligación. Nadie se ocupa de Bea, dicho de otro modo, si suponemos que su madre está poco capacitada para ello. Bea está más expuesta por tanto a la “falta” de padres, al desamparo. La pequeña la tiene a ella, puede permitirse ser niña, disfrutar de esa
inconsciencia tan gratificante que sólo será posible a condición de que haya alguien a su cargo, marcándole unos limites.

 

 

Adventureland (2009), Greg Mottola

El final de la infancia

 

Antes de entrar en la edad adulta, tenemos la difícil tarea de prepararnos para esa gran aventura. También podemos disfrutar de los últimos momentos de “libertad” antes de afrontar compromisos y obligaciones que nos pondrán a prueba día a día, con nosotros mismos y con los demás. Adventureland ofrece un preciso y sensible retrato de este periodo tan desafiante y exigente de la vida.


James acaba de graduarse en el instituto. Le esperan un viaje a Europa, como premio al esfuerzo, y el inicio de su idealizada carrera periodística en una gran universidad, con su mejor amigo. Llegan las grandes decepciones de la adolescencia. Sus padres no pueden darle el regalo prometido, ni la residencia universitaria, y su gran amigo cambia de planes para vivir su propia historia. Lo que tiene lugar durante las siguientes semanas de verano es el ingreso en la vida adulta de James. Una fase para la que no todos están preparados.


Esta fase, como toda nueva fase, entraña dificultades propias y otras que tienen que ver con el cambio en si. Las últimas son las que nos interesan aquí. El adulto primerizo se enfrenta a estas dificultades con sus armas, adquiridas en las fases precedentes de su vida. O no. Si éste último es el caso, las dificultades serán mayores, angustiantes, en el sentido de imposibles de gestionar para un joven adolescente sin sentirse abrumado, o sea, superado.


James se encuentra, en el día señalado por su fantasía como el momento del despegue de su vida futura, con un panorama completamente inesperado, para el que a duras penas si está preparado. Debe renunciar a una fantasía quizá infantil. Le espera la auténtica aventura. Porque, a fin de cuentas, a lo que se enfrenta James es a un reto personal, único y diferente del que vivirán otros, para el cual es quizá imposible estar preparado plenamente. Un reto al que se debe enfrentar “solo”, tomando sus propias decisiones. Me refiero a una soledad angustiante debida a la insustancial cultura paterna.


El padre de James es un hombre pusilánime, incapaz de aportarle a su hijo coraje y honestidad, porque no los tiene. El coraje de tomar decisiones difíciles, la honestidad de reconocer y asumir las dificultades que se presentan en la vida. Es lo que en psicoanálisis se conoce como padre sin Ley. La madre hace ese papel cuando él se demuestra incapaz. Y James se pone en marcha, sacudido por la realidad, empujado por la madre, “superando” ese momento critico. Tirándose a la piscina sin casi haber aprendido a nadar.


Su futuro pasa por sobrevivir al verano y a Adventureland, un parque de atracciones donde muchos otros viven la realidad en la que James acaba de ingresar, la de las complicaciones, las carencias, las obligaciones adultas. Allí conoce a Em, hija de un padre viudo y vuelto a casar. Em huye de un entorno hostil, se refugia en ese trabajo de verano. Pero a la vez vive su vida, tal como ella la ha elegido, si bien ella no eligiera perder a su madre. Tampoco James había elegido vivir en un mundo de fantasía infantil donde todo le debía venir dado, por un padre “ausente” y una madre “omnipotente”.


James se enamora de Em, y ese lazo afectivo le abre los ojos a otra manera de hacer y de entender el mundo, no necesariamente mejor, pero si valiosa en su diferencia. Em ha tenido que crecer rápidamente, dada la pérdida de apoyo, de su madre. Es emprendedora, valiente. Le enseña a James otra forma de vivir. Así podrá él desprenderse del lastre de su infantilismo: si no le dan lo que quiere, lo puede conseguir por sí mismo.


Es un proceso marcado por el descubrimiento, las conquistas y los fracasos. James no está, como decíamos, muy preparado para ello. Quizá no se pueda estar del todo preparados. Él repite las huidas de su padre. Ese “sin amor no me interesa el sexo” que ha marcado su experiencia sexual y afectiva en su adolescencia no es otra cosa que una excusa, una manera de ocultar sus miedos. Miedo, en este caso, a ser hombre, el hombre que su padre no le ha enseñado a ser. Tampoco Em es pura valentía. Ella se refugia en un amor prohibido, sin verdadero compromiso, con un hombre mayor, casado, y rehuye la posibilidad que surge de implicarse en una relación arriesgada con James. El riesgo de lo posible, de lo viable, del compromiso en la relación con el otro. Relación que, por una parte, puede funcionar o no, y por otra, exige trabajo y renuncias (al “que me lo den todo hecho” de la infancia, al derecho a la libertad rebelde del adolescente).


En el camino de superación del miedo, James y Em se hacen daño mutuamente. Aún no están sincronizados. Cada uno avanza a tientas, chocando con diferentes limitaciones, en su periplo personal. Tienen mucho que aprender, muchas heridas que sanar y pérdidas que asumir. No están preparados para dar un lugar al otro. Sólo pueden intentarlo.

Al filo de los diecisiete (2016), Kelly Fremon Craig

La separación materno filial

 

Nadine tiene diecisiete años, es huérfana de padre y vive con su madre y su hermano mayor, Darian. En el instituto sólo tiene una amiga, Krista. No encaja y no sabe qué hacer al respecto. Tiene la costumbre de hablar, o más bien de rondar, a su profesor el Sr. Bruner, que se limita a aguantarla. Un compañero de clase, Erwin, se muestra interesado por ella, mientras que a ella le interesa otro.


Cuando Krista empieza una relación con Darian, Nadine se siente traicionada, sola, y más desconectada que nunca, especialmente porque toda su dificultad social se hace más patente y no sabe cómo reubicarse en el mundo.


Esta es una que película se centra, pues, en el proceso de búsqueda de una adolescente de su propia fortaleza, la que va a necesitar para relacionarse con los otros diferentes y enigmáticos de su entorno y formar parte de su mundo, con la expectativa implícita de que éste se convierta también en el suyo.


Se nos muestra en los primeros compases de la película que Nadine, siendo pequeña, se pelea con su madre, y sólo la intervención del padre consigue mitigar la tensión entre ambas. En lo sucesivo, en el desarrollo propuesto por esta historia, veremos como a falta de madre, Nadine contará con Krista para todo, también para calmar esa angustia. Krista se convertirá en la coartada que Nadine necesita para retrasar su ingreso en el mundo de fuera (el que hay más allá del mundo interno, infantil).


Los diferentes personajes que aparecen en torno a Nadine y la naturaleza de la relación que éstos tienen con ella son los siguientes:


El padre de la infancia, el que aparecía como observador de las peleas entre madre e hija, y como mediador, elemento que separa a la una de la otra, que las “despega” ("interdictor", se le llama en psicoanálisis). Es un padre que interviene, como la película nos muestra claramente, para relajar a Nadine. Años después, en su adolescencia más cruda, observaremos a una Nadine aún enzarzada en una disputa continua con su madre. La intervención del padre, tal como la hemos descrito, no habría producido más que efectos pasajeros, entonces, y tendríamos el retrato de un padre que no ejerce de intermediario, de Ley, ayudando a mujer e hija a relacionarse. La tensión que hay entre ambas seguirá viva y en forma, ahogando la relación, a pesar de su presencia, y, por supuesto, en su ausencia.


Con su hermano Darian Nadine también se pelea.


El Sr. Bruner aparece como figura masculina de referencia, Nadine le ronda en busca del rol paterno, necesitando que alguien la relaje. Él la aguanta, sin más. Cuando se hace necesaria su presencia, el Sr. Bruner se muestra disponible, pero en lugar de actuar como lo habría hecho el padre, dándole una palmadita en la espalda, o como su amiga, envuelta en los mismos problemas que ella, le ofrece una salida nueva, un modo nuevo de posicionarse como hija y como hermana. Le posibilita romper el círculo de pelea sin fin con su madre y su hermano. ¿Cómo? Invitando (empujando) a Nadine a resolver sus conflictos con quien debe hacerlo, con su madre y su hermano. Mediando y retirándose.


Krista, como hemos dicho, es una adolescente a imagen y semejanza de Nadine, a la que ella coloca en el lugar de su madre, que le sirve para esconder su angustia, no para superarla. Quiero decir que Nadine y Krista se refugian la una en la otra, ambas con dificultades para relacionarse con otros. Juntas miran a los demás, criticando su popularidad, envidiándoles por ello, en el fondo. Tenerse la una a la otra se convierte al final en otra causa (como excusa) de su aislamiento. El aislamiento materno filial.


En la trama de la película, la ausencia de Krista, por más traumática que pueda resultarle, obliga a Nadine a buscar otra vía de desahogo. Krista, además, se ofrece involuntariamente como referente. Le muestra el camino que la llevará hacia otro lugar.


Una noche, Nadine se emborracha, Krista la cuida maternalmente hasta que se duerme. Cuando aparece Darian, surge algo entre ellos dos. Una alegría y un alivio para ellos, una tragedia para Nadine.


Darian ha separado a las dos amigas, unidas en una relación tan dependiente y deseperada como asfixiante, de un modo como el padre no pudo separar a Nadine de su madre, interrumpiendo esa pelea sin fin. Los efectos positivos no se harán esperar, aunque a Nadine le parezca que un abismo se ha abierto ante ella.


Hay un detalle más adelante que apunta esta lectura de una relación interdependiente y problemática de Nadine con su madre, mostrando la dificultad de cambiarla. El día después de una crisis de Nadine, su madre la reclama, preocupada, por vía telefónica, escribiéndole un WhatsApp. Nadine le hace saber que está bien. La madre hace el amago de llamarla y se contiene finalmente. La suelta. Su hija le ha dicho que está bien. Lo acepta. Nadine se está haciendo mujer, va a ir al encuentro de un chico, un otro. Como Krista antes, descubre que sólo aceptando su propio desarrollo como persona, como mujer, lo cual pasa por soltarse de su madre, puede relacionarse con otros, hombres o mujeres. El acceso a una maduración que estaba siendo postergada sólo ha sido posible a partir de esa separación. Así llega el acceso a los hombres y a las mujeres como ella (las chicas que le presenta Erwin). 

The jacket (2005), John Maybury

Huida al futuro

 

Jack es un soldado que ha sido herido en la guerra, y momentáneamente dado por muerto. De vuelta a su país, tras recuperarse, sufre un nuevo accidente, del que se despierta para ser acusado de haber cometido un asesinato. Se le diagnostica una enfermedad mental, motivada por sus heridas de guerra, y es encerrado en un hospital psiquiátrico. Allí experimentan con él un tratamiento agresivo (forzado), que consiste en encerrarle en un cubículo de un depósito de cadáveres, drogado e inmovilizado por una camisa de fuerza, durante varias horas. En sus encierros empieza a “viajar” al futuro, donde a la vez que descubre cómo morirá, averigua cosas que le serán útiles para ayudar a algunas personas del presente.


Dos son las personas a las que ayuda, básicamente. Dos niños, una cuya madre es poco capaz de cuidar de ella, y otro al que nadie ha podido hacer un diagnóstico correcto y cuya condición se confunde con el retraso mental. A la primera la conoce a su regreso de la guerra, de camino, puedo suponer, hacia su casa (como nunca llega, ni aparece nadie para aclararlo, tras su accidente y posterior hospitalización, sólo es una conjetura). El segundo es paciente de uno de sus médicos, que le trata con algo de humanidad en su reclusión.


Es que Jack parece haber sido maltratado por la vida. En el hospital vemos lo que tiene la pinta de ser sólo un eslabón más, una última muestra de ese maltrato.

En la guerra un niño había intentado matarle cuando él se le acercó para ayudarle. En su país una madre al parecer afectada por el consumo de alguna sustancia, poco menos que le acusaba de conducta inapropiada con su hija.

Ambas situaciones son discutibles, dan para pensar más de una cosa. ¿Podemos culpar a un niño que es víctima de la guerra de su agresión a Jack? Seguramente no. ¿O de la reacción de una madre “confundida”? Quizá tampoco. Más bien parecería que el pobre Jack ha tenido mala suerte. No tanto por lo que le ocurre en esas dos situaciones, por otro lado tan rebuscadas. Quizá sí por lo que apunta ser un pasado de desamparo.

Como decía arriba, no hay familia que aparezca en el momento de mayor debilidad de Jack. Está sólo en el mundo, aparentemente.


Pienso que de esto trata, en suma, la película. Del desamparo infantil. Son varias las ideas propuestas que apuntan a ello. No sólo la propia orfandad de Jack, como es obvio, también los personajes de la niña y el niño a los que él ayuda, quizá metáforas de un intento de ayudarse a sí mismo… en su “huída” al futuro.


En sentido estricto, orfandad no significa lo mismo que “desamparo”. Un huérfano no tiene por qué ser un desamparado. Lo primero es una situación legal. Lo segundo una posición psicológica. En pocas palabras, el desamparo tiene que ver con el fallo de las funciones materna y paterna, y la orfandad con la ausencia del padre y de la madre, o de uno de los dos. Para que haya desamparo , ambas funciones tienen que haber fallado.

 

Digo “funciones”, no “padres”, porque no hace falta que haya un padre o una madre reales, o sea, biológicos, para que un niño tenga “padres”. Bastará con que alguien se haya hecho cargo de dichas funciones, si esos padres no están. Eso es lo que significa para un niño, psicológicamente, tener padres.


Jack parece ser un hombre desamparado porque, más allá de que la familia no aparece cuando él lo necesita, lo cual podría significar simplemente que es un huérfano (o que se lleva mal con su familia), y teniendo en cuenta lo que he explicado arriba, a él parece haberle faltado la presencia de esas funciones. Lo pienso así porque veo en su viaje al futuro un intento de salvarse a sí mismo, salvando a esos niños, niños estos sí claramente desamparados, que parecen estar representándole a él, simbólicamente.


No es una interpretación arbitraria. Hay una lógica psicológica, si estoy en lo cierto sobre el pasado de Jack, en el mecanismo de huída que se pone en marcha en su momento de mayor desamparo, cuando es brutalmente “torturado” por un psiquiatra sin escrúpulos, sin límites.

El desamparo también tiene que ver con la ausencia de límites. Esto casa bien con lo comentado sobre el fallo de las funciones materna y paterna, pues la primera tiene que ver con el cuidado adecuado, y la segunda con el límite necesario para que ese cuidado sea el adecuado. Desde este punto de vista, desamparo tiene que ver con falta de límites, pues.

El tratamiento que le administra a la fuerza ese psiquiatra podría conectarse, en la mente de Jack, con una parecida muestra de falta de límites en su crianza, lo cual habría disparado un mecanismo defensivo, preexistente, la huída, en este caso hacia ese futuro mejor en el que Jack encontraría el modo de corregir su vida, corrigiendo las de otros niños desamparados como él en su lugar. Jack debía de estar acostumbrado a huir. ¿No había sido la guerra una huída a otro mundo, totalmente distinto del suyo?


Y quizá Jack deseaba morir. Es otra interpretación basada en los hechos de la película, y en las conjeturas que he hecho sobre su pasado. Aquellos niños desamparados, como reflejos metafóricos de él, nos mostraban quizá una infancia de maltrato, como en el caso de la niña cuya madre está “ausente”, y otra de incomprensión, la del niño al que no se “ve" por lo que es.

En un presente donde a Jack sólo parecen esperarle la incomprensión y el maltrato, ¿qué razones puede tener para seguir viviendo? El mismo Jack se queja, cuando está dentro del cubículo, de que él no pertenece a ese lugar… ¿a ese mundo? Él deseaba, en el fondo, quedarse en el otro mundo, para siempre.

 

1883 (2021), Taylor Sheridan

La aventura humana

 

Sólo he podido ver los cuatro primeros episodios, así que esta crítica será más parcial de lo habitual. Es el entusiasmo el que me ha hecho escribir.


¡Qué típica y a la vez qué novedosa (y magnífica) es esta serie! Matizo. Es obviamente una revisión del argumento clásico de la Conquista del Oeste, pero pasada por un filtro de autoexigencia en el detalle que la hace tan novedosa que casi parece la primera vez que se trata el tema.

Por su temática y por su nivel la podemos colocar muy cerca del western de Paul Greengrass Noticias del mundo. Y quizá no a su altura por esa voz en off tan redundante que realmente puede llegar a ser molesta: siempre que escucho estas intrusiones del mal gusto me acuerdo de que, a fin de cuentas, una imagen vale más que mil palabras.


Pienso que la Conquista del Oeste, la emigración en busca de una vida mejor o de, directamente, el Sueño Americano, son temas íntimamente relacionados con el desarraigo. Me refiero a la falta de referentes familiares y/o afectivos, de cuya existencia dependen en buena medida la relación del individuo con los lugares, pero también los sentimientos de autoestima y confianza que tanto peso tienen en la relación del individuo con el mundo.

Obviamente la curiosidad y el descubrimiento forman parte de eso que se puede llamar la aventura humana, una forma poética de llamar al proceso de crecimiento y maduración de todo individuo. El género del Oeste tiene, visto así, mucho de íntimamente humano. Lo particular de él, lo que yo entiendo que está más relacionado con ese desarraigo y con sus consecuencias, se manifiesta a través de características como la “locura” y la violencia tan inherentes a estos personajes que se lanzan a una aventura extrema, fácilmente mortal. En el género se llama “desperados” a los delincuentes que están dispuestos a todo. También los emigrantes y otros individuos que buscan fortuna o, simplemente, una vida mejor me parecen un poco desesperados. Buscan desesperadamente un lugar en el mundo, lejos, lo más lejos posible, de su “hogar”, no sin cierta esperanza infantil, sin una fantasía de un mundo mejor, un paraíso perdido, unas raíces. El sueño americano, en pocas palabras.


Esto acaba de empezar, habrá que ver cómo lo concluyen para juzgar apropiadamente. Mientras tanto, me sentaré a ver este espectáculo maravilloso que es el viaje hacia lo desconocido de un puñado de personajes que huyen de sus fantasmas a la vez que viven esa aventura humana, no importa que sean curtidos cowboys o inmigrantes indefensos.


P.D. Ya he visto todos los episodios, y sólo puedo reafirmarme en lo dicho. Es una serie magnífica, apabullante en su intensidad dramática, que literalmente te deja sin aliento. Pero no aguanto su omnipresente voz en off. Casi perfecta.

 

A bag of hammers (2011), Brian Crano

El deseo de criar a un hijo

 

Un par de amigos vive despreocupadamente hasta que un niño huérfano desamparado les hace replantearse las cosas. Ese niño tiene pocas opciones: o bien acabará dentro del sistema de hogares de acogida, o ellos intentarán a hacerse cargo de él. Lo primero parece lo “lógico”, lo segundo es más “raro”.


La paternidad. La orfandad. La inmadurez. Estos me parecen los temas fundamentales de esta película. El planteamiento es interesante, porque se podría pensar que el problema de la orfandad tiene soluciones claras, pero la película ofrece ideas para la reflexión. La principal, para mí, sería que no está tan claro qué es lo que hace padre a una persona, o dicho de otro modo, qué debe poseer una persona para ser (un buen) padre.


Cuando su madre muere, Kelsey “acude” a sus dos vecinos, a los que ha empezado a conocer. Es un gesto natural. Se podría decir que hay una buena relación entre ellos. Obviamente una relación superficial, que diríamos de vecinos con buen rollo. Para Kelsey, sin embargo, eso es suficiente, por eso les busca.

 

Para un niño la atención del otro lo es todo. Un niño no es exigente, se conforma con algo de esa atención. A Kelsey su madre no le prestaba atención. Era una madre bajo mínimos. Eso puede ser suficiente, pues un niño sobrevive con lo mínimo, con un techo, algo de ropa y algo de comida. Pero la madre de Kelsey no tenía deseo suficiente para seguir viviendo y ocuparse de él. Su muerte le deja sin esos mínimos. Desde esta perspectiva no era una buena madre.

 

Esos vecinos no son padres, ni han tenido el deseo de serlo, que sepamos. Hasta que se da esa situación con Kelsey. Parece que el hecho de que él les elija despierta ese deseo (el de uno de ellos, en concreto). Un deseo que hasta donde sabemos faltaba en la madre de Kelsey (quizá deseó un hijo, quizá no deseó criarlo). Y aparentemente también en el padre, que no está.


Pienso que los padres biológicos son los mejor “preparados” para ocuparse de un hijo, pero esto sólo porque/si desean a ESE hijo. Esta película nos hace pensar en esta problemática. ¿Existe un padre mejor que el que desea criar a SU hijo? ¿Existen unas condiciones mejores, para un hijo, que las que ofrece un hogar que le desea (que desea criarle) a ÉL?


También da que pensar la resistencia del entorno de Kelsey a plantearse estas cuestiones. Pareciera que todo fuera más importante que ese deseo de criarle, a la hora de pensar en las condiciones que debería reunir su posible acomodo. ¿Por qué a nadie parece importarle esto? ¿Es posible que nadie sepa nada de la existencia de ese deseo? En la película se apunta a esto, claramente. No sólo Kelsey, sino todos los personajes relevantes de esta historia parecen arrastrar el peso de la desatención paterna. Su resistencia a ver lo que está frente a ellos, el hecho que ese niño necesita atención, o sea, ser deseado por alguien, parece una ceguera selectiva, una defensa quizá contra el recuerdo del desamparo infantil sufrido por ellos mismos. Todo el sistema de “atención” social parece cortado por este mismo patrón, en realidad.


Para responder a la pregunta inicial, yo diría que para ser (buen) padre cuenta tanto (o más) querer serlo, en el sentido que he señalado, de querer criar a un hijo concreto, que el haber concebido a ese hijo. Como mínimo, pienso que es un asunto tan importante y complejo que merece ser pensado, más allá de lo evidente. Más allá de lo consciente, en otras palabras. A falta del padre biológico, la cuestión del deseo de crianza debería ser prioritario sobre otras variables, para señalar al mejor sustituto. El deseo, concretamente, de criar a ese hijo. Que es ese el que hace atractivos a sus vecinos a los ojos de Kelsey. Porque él entiende que ellos le quieren. Que él les gusta, en otras palabras. Y ellos están decididos a cuidar de él.

American crime story (2016), Ryan Murphy

La verdadera ley

 

O.J. Simpson, uno de los deportistas más famosos de la historia de EE UU, fue acusado de un doble homicidio. Las pruebas contra él parecían concluyentes, sin embargo acabó siendo declarado inocente tras un larguísimo juicio, dejando este resultado muchas dudas sobre que se hubiera hecho justicia.


Me interesan varias cosas de la historia que cuenta esta serie. Pienso que ofrece un buen material para hacer unas cuantas reflexiones, respecto del juicio de O.J. Simpson, y de la ley, por un lado, y respecto de las circunstancias sociales del momento en que tuvo lugar, y de las personas, por otro.


En lo esencial, un juicio es ese escenario donde actúan principalmente la ley y sus representantes, por un lado, y los transgresores de la ley, por el otro. Me refiero a los abogados, los jueces y los jurados, y a los supuestos delincuentes. Los primeros tienen la función de representar la ley, cada uno a su manera. Si existen, en cualquier sociedad, es porque los segundos, que son algunos de los individuos que la componen, no siempre la respetan, actuando como si no estuviera ahí (como si no existiera). Esta circunstancia da para pensar en la naturaleza de la ley. Hay que decir, para empezar, que parece que su mera existencia no impone respeto alguno a los individuos.

 

Eso es porque, como explica el psicoanálisis, para que ese respeto se dé el individuo debe tener ley. Otra ley. Hablo de una ley interna, de la cual la ley de la que hablamos aquí, la externa, no sería sino un pariente más notorio, o, para usar un término que en esta historia es protagonista también, un pariente famoso. Y es que en realidad no es ésta la ley que obedecen los individuos, es la otra. O mejor dicho, porque tienen esa ley interna, que es respetada por ellos, tienden respetar también la otra ley, la externa. En psicoanálisis ley es sinónimo de normas, de reglas. De límites, en una palabra.


El origen de la ley interna es lo que en psicoanálisis se llama Ley del Padre. Es éste un concepto que se refiere a la importancia de la figura del padre en la educación (básicamente el aprendizaje de las normas de convivencia) del individuo. Del padre dependería que el individuo reconozca esas normas. Pero no es tan sencillo. Debe entenderse que si la madre no reconoce al padre tampoco el hijo lo hace. Quiere esto decir que el padre es una autoridad para el hijo sólo si la madre le respeta a él. Otro asunto es qué debe ocurrir para que la madre respete al padre. Esto tendría que ver con su amor por él (más exactamente con su deseo de él), en pocas palabras.


En definitiva, el individuo aprendería a respetar la ley en casa, por la labor del padre y la madre, y en un juicio nos encontraríamos con los que no aprendieron. O.J. Simpson parecería ser uno de estos ignorantes de la ley. El resultado del procesamiento que se muestra en la serie no lo dice así, ni siquiera las numerosas denuncias de su ex mujer deben hacernos pensarlo, porque siempre fueron desestimadas. Sí, en cambio, lo que ocurriría después del juicio. Como nos muestra el epílogo informativo, al finalizar el último episodio, Simpson fue finalmente acusado y condenado, y finalmente encarcelado, por otro delito, ocurrido tiempo después. Un análisis psicoanalítico de O.J. Simpson nos mostraría que alguien así no debía de tener la ley interna de la que hablaba arriba. Que sería razonable incluso pensar que también cometió los delitos de que se le acusó previamente (o alguno de ellos). Que, por tanto, no se hizo justicia en aquellos casos (en los previos al delito del que se le acusaba en el juicio y en el del juicio mismo).


Lo que me lleva a pensar en otro escenario interesante. Aquel donde no encontramos a la ley y a sus representantes (defensores), sino la perversión de la ley y a sus manipuladores. Todo el circo que se monta en torno al juicio de O.J. Simpson, y también dentro, hace pensar que la defensa de la ley no es el principal objetivo buscado allí. Que ese ni siquiera es uno de los objetivos.


Tenemos a los abogados. Uno, al que podríamos llamar principal, que no parece muy interesado en saber si su cliente es culpable de lo que se le acusa o no, y quizá sólo está interesado en el éxito que le supone tenerle como tal. Otro, que más que abogado parece predicador, claramente motivado por defender y difundir sus propias ideas, antes que a su cliente. A éste por tanto tampoco le interesa el caso en sí, o sea, lo que verdaderamente pasó (con su cliente). Estos serían los defensores del acusado. Luego estarían los acusadores. Estos también se mueven por intereses ajenos al caso. La una, por el deseo de hacer lo que no pudo hacer en el pasado, en una situación que habría requerido de una determinación que no tuvo, la de defenderse. El otro, por el deseo de demostrar algo que no ha podido demostrar antes, o sea, competencia. Deseos ambos que acaban obnubilando su juicio, en un momento u otro del proceso. Y qué decir del juez, o de los jurados. Ninguno de ellos está dispuesto a (limitarse a) hacer lo que debe. Tal como lo explicaba arriba, si ley y límite son sinónimos, entonces falta de ley tiene que ver con egoísmo sin límites, el que muestran todos estos actores implicados.


Todos estos deseos personales, ajenos, obviamente, a los fines que deberían ser sus principales guías morales (legales), contaminan (pervierten) la actuación de los representantes de la ley en ese que he señalado como primer escenario, el lugar donde se representa la ley, de modo que dicho escenario se convierte en el segundo escenario, el de su perversión. En éste, los representantes de la ley se convierten en sus manipuladores.


Y finalmente todos los actores sociales contribuyen a crear este escenario, como muestra la serie. Fuera de la sala donde se celebra el juicio, todo el mundo está pendiente de lo que ocurre en ella, tanto porque se tiene acceso a ello, por medio de los medios de comunicación, como porque interesa, dada la fama del acusado. Ese enorme interés es otro de los actores protagonistas de la historia, en el fondo. Digamos que el interés es un objeto preciado, del cual todos intentan beneficiarse, sin miramiento por los límites relevantes, en este caso la justicia para con las víctimas del delito cometido. Porque tener interés, o sea, ser interesante, da poder. Y poder es, en última instancia, lo que todos buscan. El poder da opciones, su falta las quita. El poder permite forzar los límites. Nadie quiere, en pocas palabras, tener límites.


Es difícil que la ley (ley externa) sea respetada si la otra ley (ley interna) falta. Éste es el primer escenario. El delito de que se acusa a O. J. Simpson es un ejemplo de lo que ocurre cuando esta ley falta. Entonces el individuo actúa sin límites, hace lo que le da la gana. Cuando la ley interna está, pero en modo insuficiente, o si está presente confusamente, ocurre otro tipo de escenario, el segundo. Los supuestos representantes de la ley actúan, como lo he descrito, mal también. Cada uno a su manera, todos ellos cometen pequeños delitos. Literalmente violan la ley, en este caso las normas que rigen su trabajo. Y ¿cómo podría ser de otro modo? Son seres humanos, y como tales imperfectos. ¿Podría esperarse que ocurriera otra cosa? Pienso que, como mucho, se podría reducir el grado de falibilidad. Seguro que esto podría hacerse, si hubiera voluntad. Pero la voluntad estaría, como es lógico, marcada también por la falibilidad de la condición humana.

Banderas de nuestros padres (2006), Clint Eastwood

Los olvidados del sistema

 

Una guerra es matar o morir. Podrían decirse otras cosas al respecto, pero pienso que ésta es, como mínimo, indiscutible. La película de Clint Eastwood habla, fundamentalmente, de soldados, y es a ellos a quien se aplica la definición, como es obvio. Pero al director le interesa hablar de guerra, en realidad, sólo en la medida que a través de ella puede describir de nuevo, pues a ello ha dedicado toda su filmografía, al individuo solo contra el sistema.

Solo, pues debe cuidar de sí mismo ya que nadie más lo hará por él. No, como muestra esta historia, el país que le vio nacer ni los gobernantes que lo gobiernan y, en un mundo perfecto, deberían ampararle.


La guerra que describe Eastwood es, así, muy poco interesante para el espectador, si por interesante entendemos espectacular. En las antípodas, quiero decir, de un Spielberg o un Malick, por ejemplo, cada uno un maestro en hacer espectáculo a su manera. No, a Eastwood no le interesa lo más mínimo hacer espectáculo de algo tan feo como la guerra, algo tan moralmente feo. Su retrato, además de celebrar a los soldados (no por su heroísmo, ojo, que también se lo muestra, sino por su humanidad), mostrando, como digo, una guerra poco espectacular, critica duramente a su país (y probablemente a cualquier país, por extensión). Un país, un “padre”, que hace con sus soldados, sus ciudadanos, sus “hijos”, lo que le viene en gana según su interés particular. SU interés, nunca el de ellos. Los usa y luego los tira, como si no fueran, realmente, personas, sino en definitiva cosas. El más claro representante de esto último es, claro, el indio que, como miembro de la minoría indígena americana, no merece ni el más mínimo respeto, ni la más mínima consideración. Mazazo contra el racismo estadounidense añadido en su crítica.


Es una pena, en mi opinión, que las historias de esos soldados, los olvidados del sistema, resulten, en su gran mayoría, sumamente aburridas, pobres dramáticamente hablando. Un pena porque parece que Eastwood también se olvida de ellos, y una pena porque el planteamiento crítico de Eastwood está muy claro y es admirable. Sin el peso de esas historias el conjunto es flojo, para lo que podría haber sido. No hay más que ver lo bien que funciona, aisladamente, la historia del narrador, en conexión con uno de los soldados en los que se centra la película. Esa historia representa muy bien el mensaje de la película, el de que uno sólo cuenta consigo mismo, y será un “héroe" en la medida que consiga salir adelante, incluso si eso significa matar para sobrevivir, tal como hace ese personaje, no revelaré aquí quién.

Batman vuelve (1992), Tim Burton

Una monstruosidad inevitable

 

Antes de la fábrica de superhéroes Marvel fue el Batman de Tim Burton, y después del más convencional primer Batman de Burton fue "su" auténtico Batman, éste que vuelve. Si es que se puede decir de verdad que hay algo de convencional en algo de lo que hace Burton. Pero creo que es innegable que esta película puede colocarse sin dificultad al lado de sus obras más personales y conseguidas, como Eduardo Manostijeras o Ed Wood. A mí personalmente me gusta más, porque ofrece un abanico más amplio de sensaciones que aquellas. 

 

Es un poco historia de superhéroes, porque aparecen Batman y sus rivales. Pero Batman es en mi opinión secundario. Parece claro que a Burton no le interesa demasiado el personaje. En cierto modo es comprensible, si para él representa el “orden”, y el orden es más aburrido que el caos. Pero también creo que es una pena. Michael Keaton está prefecto en el pequeño papel que tiene, con tan poco que le dejan a disposición. Creo que lo borda, y por eso lamento que no le concedieran más peso. No dudo que a pesar de ello Catwoman y El Pingüino se lo habrían merendado. 

 

Burton otorga mayor complejidad a los villanos, espectacularmente tarados, que a Batman. No es que éste no tenga sus taras, pues para hacer lo que hace debe de estar en un lugar oscuro él también, es que las suyas parecen aburrir a Burton. De nuevo, ¿lo verá como al plasta que se opone al “caos”?, ¿ignorando así que estos personajes son, en el fondo, los lados de unan misma moneda, la omnipotencia infantil? Michelle Pfeiffer y Danny De Vito, por otro lado, fuerzas de la naturaleza los dos, inconmensurables sus creaciones, refuerzan la impresión de que todo debe de girar en torno de ellos. Ella está encantadora como tarada y arrebatadora como mujer fatal. Él es el verdadero héroe trágico de la historia. Es su aventura la que estamos viendo, en el fondo, a partir de su nacimiento y el “desencuentro” con sus padres, cuando descubrimos que no es a él a quien ellos deseaban, sino evidentemente a alguien que les colmara. Son, en la onda de otros héroes burtonianos, unos freaks, o sea, unos marginados. 

 

¿En qué medida tiene la marginación del Pingüino que ver con su aspecto, o sea, con lo superficial, y en qué medida con su forma de ser profunda? El Pingüino es un hombre herido y resentido. Su dolor es inimaginable. El rechazo de sus padres fue brutal, “monstruoso”. El monstruo en que él mismo se ha convertido debe de estar relacionado con esto, o sea, con la herencia de sus padres, antes que con su aspecto. ¿Qué tipo de padres despreciaría a su hijo por su aspecto? Es la falta de límites la que dictaría una actitud así ante el otro que debería representar un bebé. Este bebé, concretamente, no sería ningún otro, en ese sentido. Sería sólo una cosa cuyo valor se mediría por su capacidad para colmar a sus dueños. Esos padres querrían una cosa así, no a un hijo. Nunca le habrían “querido”, dicho de otro modo, pues ya no le querrían en su fantasía, como hijo. La historia de estos freaks quizá no sea otra cosa, pues, que la historia de unos seres sin derecho a “vivir”.  Como los psicóticos.

 

A Burton hay que concederle el mérito de conseguir emocionarnos. No quiero destriparle a nadie el final, sólo diré es es sencillamente conmovedor. 

Dentro de la rica paleta emocional de la película también es fácil reconocer momentos divertidísimos, mayormente los protagonizados por el trío cómico que forman Bruce, Alfred y Selena, juntos o por separado, aunque no hay que olvidar algunos momentos protagonizados por los dos villanos de la función. Es que en realidad habría que pensar en la película como en una especie de comedia trágica de superhéroes, con un tal Batman entre bastidores.

 

Mención aparte merece la música de Danny Elfman, absolutamente maravillosa.

 

Si no le pondría un diez a esta película, a pesar de todo lo que me gusta, es porque encuentro que hay un problema de ritmo en algunos momentos. La sucesión de escenas climáticas de un mismo nivel de intensidad, sin solución de continuidad, sobre todo a partir de la la puesta en marcha del plan de venganza del Pingüino, hace que uno casi se salga de la película, saturado y aburrido. Grave fallo de guión. 

Además, como he comentado, creo que el conjunto realmente se habría visto beneficiado por un mayor peso del personaje de Bruce Wayne. O del de Batman. Keaton está muy bien, como decía, y uno intuye que eso se podría haber aprovechado mejor, desarrollando su parte. No deja de ser, como decía, la otra cara de la moneda, otro personaje marcado por la falta de límites. Por ahí es posible que se hubiera podido compensar ese defecto de ritmo del que hablaba.

 

Es, en fin, la mejor película de superhéroes que he visto. Como lo es, a su manera, El protegido.

 

Bloodline (2015), Glenn Kessler

La manzana podrida

 

Los Ryburn son una familia unida que celebra una reunión feliz. Hasta que aparece la manzana podrida, el hermano mayor. La felicidad reinante no aguanta este agregado. Las tres temporadas que siguen consisten en el descubrimiento paulatino de las circunstancias de esta familia, del sentido de esa unidad y de esa felicidad y de la naturaleza de la podredumbre que acompaña al hermano extraviado.

 

Nada es lo que parece en Bloodline, pero todo se entiende a medida que nos cuentan esta historia. En realidad ya desde los primeros episodios se plantean las líneas maestras del drama de esta familia, como si el desarrollo que sigue fuera coherente, o estuviera incluso en la mente de los creadores de la serie desde el principio. Pero no importa si esto último es así o no porque, como digo, todo resulta bastante coherente. Es muy coherente, básicamente, que haya una manzana podrida en el árbol, incluso que la felicidad inicial sea tan frágil, si conocemos a los patriarcas ya desde el primer momento como dos personas turbias, sutilmente turbias, descritos con pinceladas delicadas desde sus primeras actuaciones para atajar la crisis que se avecina, para que siga reinando esa felicidad aparente.

 

Lo que a mí me admira de esta serie, de toda buena serie, es la coherencia de su desarrollo. Aquí hay drama, conflictos, y no se nos escatima el lado oscuro de todo conflicto. Ni siquiera se esfuerzan los autores por buscar resoluciones felices, o fáciles, lo que es de agradecer, aunque nos duela. Porque hay personajes en Bloodline que nos caen bien, y nos gustaría que fueran recompensados con ese final ideal, después de todas las tribulaciones de sus vidas. Lo que no significa que sea esta una historia nihilista, de esas que te dejan machacado emocionalmente, cuando no directamente asqueado (me estoy acordando de Succession, la última que me hizo sentir así, razón por la cual no vi más que uno o dos capítulos, total, ¿para qué?). No es el caso, no.

 

Lo duro aquí es lo mismo que en la vida normal de cada uno de nosotros, o sea, que somos el producto de un entorno imperfecto, que nos da y nos quita, en proporciones cambiantes según sea el caso. Siendo así, resulta que a veces hay daños irreparables, sufrimiento inevitable, pérdidas que no se superan. Pero también restos de una fortaleza que viene del mismo lugar que la fragilidad, de ese entorno imperfecto. Dicho de otro modo, no hay padres perfectos, sino padres con cosas buenas y otras malas. El tipo de padres del que vemos aquí un buen ejemplo.

 

Mención especial para Kyle Chandler, un actorazo que ya me maravilló en Friday Night Lights. Una especie de Don Johnson que actúa tremendamente bien, pero no es tan guapo como para llamar la misma atención. Mientras le sigan dando papeles protagonistas en televisión sé que habrá una serie que merecerá la pena ver.

Bosch (2014), Eric Ellis Overmyer

Estudio de personajes

 

Harry Bosch es un policía tan entregado y recto como indisciplinado. En pocas palabras, no se vende, tiene principios de hierro, y hace las cosa a su manera, no acepta límite alguno en la prosecución de su trabajo, tal como él lo entiende. Una especie de McNulty, vamos, pero con cabeza, menos idiota.

No es esta la única vía de contacto que veo con The Wire. También tiene esta serie vocación de profundizar, de ir más allá de la fórmula procedimental. Digamos que le importa lo que cuenta. A sus personajes les mira sin miedo de verlos de verdad. El psicópata también es una persona. Como la anciana, y la prostituta que ha cazado un buen marido. El detective, Bosch, nos los descubre a todos, si le seguimos en sus investigaciones. Porque a él las apariencias no le engañan, quiere saber la verdad, y para eso tiene que mirar sin prejuicios.


Es curioso como una serie que es, como decía, un procedimental, se convierta por obra y gracia del deseo de saber más, en un estudio humano, en una especie de psicoanálisis. Casi parece que es inevitable, que siempre debió ser así. Claro, debe haber un interés por contar algo, que sea la expresión de ese deseo de saber. Visto así, no puedo evitar pensar que todos los CSIs del mundo son en realidad engañabobos, que no hay en ellos el más mínimo atisbo de personalidad, o sea, de algo propio, de algo que alguien quería contar de sí mismo, a través de una ficción. Lo que viene siendo la propia humanidad, vamos.


Si no le pongo más nota a esta serie es porque el actor protagonista no acaba de convencerme. Le veo algo soso, anodino. Una pena y una gran lacra, porque él debe cargar con una parte grande del peso dramático, aunque sólo sea porque tiene más tiempo de pantalla para él. Y no lo digo porque sea mal actor, que puede que sea limitado. Pero no es eso. Es que no tiene carisma. En mi opinión el carisma es más importante que el talento, en personajes de este género. Si no que se lo digan a Clint Eastwood. O a un Clint Eastwood moderno, Timothy Olyphant, cuyo Raylan Givens es el mejor ejemplo que se me ocurre de lo que digo. Un tipo magnético, con ese carisma que compensa con creces las limitaciones interpretativas. Que hace que nos fascinemos, dejando que otros más talentosos se luzcan igualmente a su lado, de otro modo, y nos fascinen también. Este otro actor, Tituts Welliver, no tiene, en mi opinión, nada de eso. Una pena.

Christopher Robin (2018), Marc Forster

La infancia olvidada

 

De pequeño, Christopher Robin jugaba con sus peluches. Era un niño con mucha imaginación, que se inventaba historias para divertirse. Como cualquier niño. El internado supuso el fin de su infancia. Allí se convirtió en una persona seria. Como debía ser, al parecer.

Muchos años después, casado y con una hija que está a punto de abandonar su propia infancia, aquel niño ahora convertido en un responsable directivo de empresa se reencuentra accidentalmente con su antiguo oso de peluche, y entonces…


Como ciertas cosas no ocurren porque sí, tal como ocurren los accidentes, vamos a suponer que lo que ha precipitado los acontecimientos de esta historia es algún motivo “oculto”. Supondremos que han ocurrido por alguna razón, desconocida pero real. Es así como procedemos en cualquier nuevo tratamiento psicoanalítico.


Miremos a Christopher Robin como a un paciente, pues. La pregunta aquí sería, ¿por qué reencontró este paciente a su antiguo osito? Hay que aclarar que no nos importan los motivos reales tanto como los metafóricos, pues como es evidente esta historia, y las historias de otros pacientes, son sólo “películas”, sus películas. En la realidad un encuentro puede ser sólo un encuentro, perfectamente accidental, carente de sentido, en otras palabras. Pero a nosotros nos interesa entender las metáforas (o, de nuevo, películas), porque tras ellas hallamos sentidos, indicios para entender al paciente.


Y ¿cuál sería la metáfora del reencuentro del osito? Si nos atenemos a la idea de que algunas cosas le ocurren a las personas por razones quizá ocultas, ¿cuáles serían esas razones aquí? Por norma esas razones son la ocurrencia en el momento presente de algo significativo en lo personal. Veamos si es así para nuestro personaje. Lo que a mí me parece más relevante de lo que está viviendo él es el paso de la niñez a la adultez de su hija.

La maduración es un proceso complejo, con sus dificultades, su coste, que aquí sin embargo se nos muestra como algo más bien “traumático”. A la hija del protagonista se la ve afectada. Abrumada, mejor dicho. ¿Será porque su proceso se esté dando de forma inadecuada, quizá demasiado brusca, sin consideración alguna por su dificultad? Porque parece que a esa niña se le exige que madure sola, incluso que lo haga en silencio, sin crear dificultades, tan es así que parece que los padres (el padre, sobre todo) se desentienden, se alejan de ella, para no escucharla. Pero siendo como es ese un proceso extremadamente difícil para un niño, que requeriría de mucha ayuda y comprensión, se entiende que llevado así resulte traumático, que deje profunda huella en ella… como la dejó en su padre. Atención aquí, porque llegamos a nuestra metáfora…

Sabemos que Christopher Robin también se educó en un internado. Ambas historias, la de la hija y la del padre, discurren por lo tanto paralelas, íntimamente relacionadas. Y no podía ser de otro modo. Pensemos que un hombre, cuando se convierte en padre, es a la vez hijo, pues encuentra en su niñez, en el padre que deseó tener, al padre en que quisiera convertirse. En pocas palabras, para ser padre, ese hombre se convierte en hijo. Aquí, como vemos, el padre repite el modelo paterno con su hija, y a la vez lo sufre en sus carnes a través de ella.


La metáfora que buscábamos en la reaparición del osito era, entonces, la del reencuentro de la infancia olvidada. Hecho que, como decía, es útil a la hora de ser padre.

Cada padre experimenta su “paternofiliación” a su manera. Se diría que este padre, concretamente, la estaría viviendo tardíamente. No en la primera infancia de su hija, por tanto, sino en ese difícil momento de maduración que probablemente le tocó vivir a él también. La conexión entre ambas historias, la de la hija y la del padre, conexión que se produce en la mente del padre, es la que daría lugar a la aparición del osito metafórico, “recuerdo” que vuelve de su inconsciente, a donde fue mandado por el dolor, en la infancia. Dolor parecido al que vemos en su hija.

La recuperación de la infancia es útil también en el proceso de búsqueda de uno mismo. Concretamente, de los deseos resignados en la “maduración”. Sobre todo si, como en este caso, la maduración fue una imposición injusta, no acorde a la razón. Al niño que fue Christopher Robin se le exigió dejar su infancia atrás de forma drástica, lo cual no era posible sin pagar un alto precio, que era el de desconectar de sí mismo, para convertirse en un extraño, para sí mismo y para su familia (que siempre le está echando de menos, como si no estuviera). Era desconectar para dejar de sufrir, claro está. Con un precio a la postre excesivo.

Comanchería (2016), David Mackenzie

El legado edípico

 

Toby no tiene dinero para conservar la endeudada finca familiar, donde, paradójicamente, se sabe que hay petróleo. Para juntar la suma debida antes de que expire el plazo de pago de una hipoteca y se pierda definitivamente, Toby ha planeado una serie de robos a las sucursales del banco que tiene esa hipoteca. Él sólo quiere saldar su deuda, no quiere robar un dólar de más. Su objetivo final es dejar la finca en herencia a sus hijos, a los que ve poco desde que se separó de su mujer. Tampoco tiene pensado librarse de la cárcel. 

Su hermano mayor, Tanner, un delincuente recién salido de prisión, está dispuesto a ayudarle, incluso a inmolarse para que Toby quede libre de culpa. Cuando eran jóvenes Tanner mató a su padre defendiéndose, y defendiendo a su familia, de paso, de sus palizas.


Es el (deseo de) parricidio como origen de la culpa que hay que expiar con el crimen. Por medio, por ejemplo, del castigo de la cárcel. Estos dos hermanos, cada uno a su manera, ejemplifican el tipo de carácter de aquellos individuos que, según Freud, delinquen por sentimiento de culpa. El crimen actual (como los robos de la película), vendría precedido de otro crimen, uno terrible, y terriblemente culpabilizador, de cuya sombra el individuo intentaría librarse cometiendo un segundo delito, éste mucho menos grave, por el cual estaría dispuesto a cumplir condena, una condena mucho menor que la que se recibiría por el primero. Éste sería el beneficio de delinquir, para estos individuos.

 

Tanto uno como otro hijos fueron maltratados, rivales para el padre, más que fruto del deseo de paternidad de un hombre, probablemente. Ni el uno ni el otro pudieron, así, establecer un buen vínculo de amor con el padre. Toda su dinámica familiar debió de vivirse como la polarización entre el odio al padre y el amor a la madre. El Edipo simple freudiano. 


La finca es el legado materno, y a la vez símbolo de la relación de los hijos con su madre, y su conservación una victoria de estos frente al padre. Es la realización del Edipo, con toda la culpa que ello conlleva, dada la ubicación de los hijos dentro de la Ley del Padre, en términos psicoanalíticos. Porque violar esa Ley no significa necesariamente vivir al margen de ella. Puede significar, como en este caso, una relación confusa con ella. La confusión debida a la pobre relación con el padre, que impide la identificación con él (con el Ideal del yo, herencia paterna, concretamente), privando a los hijos de un referente “legal”, esto es, de un orden acorde con la Ley. Ley cuya función esencial es organizar las relaciones en general, y las familiares, con la madre y el padre, en particular. Marcar los límites que separen a cada individuo de los otros, dándole a cada uno su lugar particular y, así, un sentido claro de la vida.

 

 

Creedme (2019), Susannah Grant

Malas madres

 

Una adolescente es violada en su casa. Cuando el violador se marcha ella le denuncia a la policía. En la investigación inicial del caso resulta que la chica no tiene realmente ninguna prueba muy convincente de que lo que ella ha denunciado realmente ocurrió. Más allá de su honestidad, claro está, y de su estado mental tras el suceso. Desgraciadamente estos datos no resultan suficientemente probatorios de nada para la policía, ni tampoco para... los que se supone la quieren, empezando por su madre de acogida (madres, realmente, pues la chica ha pasado por más hogares de los que puede recordar).

Así pues, tenemos a una persona víctima de agresión sexual que además es víctima de otro tipo de agresiones, en el presente pero seguramente también en el pasado, por parte de los extraños tanto como de los conocidos y familiares más cercanos.

 

Una huérfana no es, parece decirnos esta serie, otra cosa que una persona maltratada desde el mismo momento de su nacimiento, por una madre que por la razón que sea no está o decide no estar. Por ello este episodio de su vida, la violacíón, no será, quizá, tan traumático para ella como lo habrá sido toda su experiencia anterior.


La serie describe muy bien la naturaleza de la vida de Marie, la adolescente violada. Tanto que no nos lleva a error ver lo que pasa cuando ella recurre a la autoridad oficial: entendemos que la cuestión no gira tanto (o no sólo) en torno de una investigación policial de una violación mal llevada, o de unos policías incompetentes, cuando no directamente misóginos. No, se trata de algo más complejo. Se trata de entender a Marie, de saber de dónde viene, cómo se ha criado, con quién. Conocer a esas madres que la han (mal) acogido, brevemente, en sus hogares. Ninguna era su madre, y ninguna lo fue nunca, pues ella siempre estuvo de paso. Así que tampoco podrían haberla tratado como a una hija, claro está. No podrían haberse implicado en su crianza como su verdadera madre habría podido. Haberla amado de ese modo.


Y aquí se nos muestra que eso cuenta, a la hora de cuidarla. De cuidarla bien. No yendo, por ejemplo, a hablar a sus espaldas con la policía para desacreditarla, como hace una de esas madres, por motivos que, sean cuales sean, no vienen a cuento. Impidiéndole, así, que hable de lo que le ha pasado. Porque a partir de ese momento, nadie va a escucharla. O no tanto. No del mismo modo. Por supuesto no estoy diciendo con esto que la única madre buena sea la biológica. En absoluto. De hecho, en la película no todas las madres que conocemos actúan igual de mal con Marie. Incluso podríamos decir que Marie tiene un amigo un poco madre, que sí parece capaz de ocuparse de ella tal como lo necesita en su momento más difícil.


Pienso, de todos modos, que ninguna madre puede ser tan buena como la (buena) madre biológica.


Donde quizá el planteamiento de la serie pierde un poco el norte es, justamente, en la elección (del género) del salvador de Marie (o mejor habría que decir del cuidador). Sólo una mujer, nos dice la serie, puede salvarla de su miseria, es decir, cuidarla. Unas detectives, una psicóloga. ¿Ningún hombre podría? Yo pienso que esto es discutible.

Buena madre es la que cuida. Los hombres también pueden cuidar. Es más, a las detectives que encuentran al violador de Marie se las describe como malas madres, en cierto sentido. A una porque no lo es, a la otra porque se desentiende de sus hijos con tal de hacer bien su trabajo policial. Probablemente no sea ni siquiera voluntario este detalle. Un error de la serie, quizá. La psicóloga, en cambio, sí está a la altura de las circunstancias. Ella. No él. El mensaje está claro. Ahora bien, como decía, buena madre puede ser cualquiera... a falta de la original, la biológica. Siempre que ésta fuera de las buenas, de nuevo.


Un hombre también puede ser una buena madre, a falta de esta. Lo que importa, y creo que éste es el mensaje importante de la serie, es saber cuidar. O no saber. Ser cuidado, o no serlo. Marie es una persona que nunca ha sido realmente cuidada como debería. El trato que recibe tras el episodio de la violación, de sus supuestas madres, así lo indica. Las otras víctimas que muestra la serie al menos fueron capaces de defenderse (ante la policía, se entiende). Ella no, porque nadie creyó nunca en ella.


No son grandes fallos, en una valoración global de la serie, porque al final, como he comentado, se habla de lo que se tiene que hablar, de la importancia de cuidar y de ser cuidado. De no cuidar y de no ser cuidado.

Cuestión de sangre (2021), Tom McCarthy

Las cosas no son lo que parecen

 

Bill es un padre que trata de ayudar a su hija a demostrar que es inocente del crimen por el que lleva cinco años en prisión. Durante el largo, pero adecuado, metraje de la película, conocemos el tipo de relación que estos dos personajes tienen. Es evidente que no muy buena, pero también que pese a ello el padre quiere a su hija y la cree, y está decidido a apoyarla y a salvarla.

En paralelo asistimos al nacimiento de una especie de nueva relación paterno filial entre ese padre y una niña pequeña, con la que, por circunstancias que no importan demasiado, cruza su camino. Es interesante ver cómo se desarrollan las cosas en este otro escenario, porque de un modo muy claro y acertado, o sea, bien plasmado, nos metemos en la piel de ese padre abnegado y a la vez fallido.

 


Con estos mimbres se abre la historia a un tercer acto en el que acabamos descubriendo, y entendiendo, más de lo que entreveíamos y pensábamos al principio. A un padre que ha fallado  en su función porque no pensaba en su hija tanto como en sí mismo, al contrario de lo que veíamos (o creíamos ver) al principio. Al contrario, probablemente, de lo que el propio padre pensaba, cuando inició esa aventura paternal (me refiero tanto a su paternidad en general como a este particular episodio de la misma). Cada padre tiene un deseo (de paternidad) distinto. No siempre estos deseos están orientados en el sentido de la crianza, esto es, de la naturaleza más altruista de la experiencia. Ser padre no siempre consiste, imaginariamente, en pensar en un hijo.

 


La abnegación del padre, su amor, manifestados en la confianza en su hija, tal como lo vemos en el planteamiento de la historia, escondían el deseo de probarse a sí mismo, quizá de salvarse a sí mismo, antes que a ella. Salvarse del dolor por el fracaso como padre, en pocas palabras. Perfectamente dramatizado esto a través de la trama de búsqueda y captura del presunto culpable del crimen imputado a su hija. Un proyecto loco, ilegal, ajeno por tanto a toda razón (a todo límite), producto de un deseo narcisista, más que de la conducta propia de un padre responsable. Deseo de redención, tanto en su función paterna, en lo concreto, como probablemente en su categoría de hombre, más en general. Desde esta concepción del narcisismo, se entiende desde el psicoanálisis que un padre vería en su hijo una forma de realizar algo propio (su deseo más propiamente egoísta), antes que a un ser humano al que donar algo (la vida, para que la use como mejor le parezca, esto es, sin pensar en su padre, o en su deuda con él). Esa misma conducta narcisista será la que le lleve a estropear la relación incipiente con la niña, es decir, a decepcionarla también a ella, en un claro reflejo de esa forma (centrada en el propio yo, no en el otro) de entender la paternidad, de nuevo. 

 


La verdadera redención, no obstante, llegará de la mano del descubrimiento de su propia hija, o sea, del establecimiento con ella de una verdadera relación paterno filial, una relación productiva en ese sentido que he señalado, el más altruista, el de la crianza. Conocerla de verdad será lo que le ponga en la senda del conocimiento de sí mismo, como padre y como hombre, y en definitiva en el camino para ayudarla y ayudarse. O, como le dice ella, en la senda de aceptar las cosas como son... para construir la relación (y su vida como hombre) sobre ellas.

 

Desconexión (2012), Henry Alex Rubin

¿Conectar o desconectar?

 

Un adolescente solo, perdido, se agarra a un clavo ardiendo. Una hermana distante, narcisista, se ocupa de sus asuntos. Un padre que huye de su adolescencia, olvidando en el proceso que es padre. Otro que cuando se ve obligado a conectar con su hijo no sabe cómo, así que no lo hace. Un matrimonio roto por la pérdida, que no encuentra razones para mantenerse en pie. Historias todas que ponen el acento en la dificultad de vivir y en la dicotomía conectar/desconectar de esa vida tan difícil. De los otros, en realidad.


Obviamente la desconexión, el olvido, facilitan la supervivencia, la autoconservación pura y dura. La conexión es, en cambio, la promesa de una felicidad que no llega, que quizá no existe. Es, casi, una amenaza de la que hay que aprender a protegerse, un combate a muerte, de nuevo, por la supervivencia. Con puñetazo en el estómago de propina.


A pesar de todo, a pesar de que el panorama conectivo no pinta nada bien, los personajes de esta película se mueven siempre, claramente, en dirección a algo o a alguien, buscando esa conexión anhelada. Lo que la película parece concluir es que es más fácil encontrarla en un trabajo, en una ocupación o en una afición, que en otra persona.


Tristemente, ninguno de los personajes que he descrito a grandes rasgos al principio, deja de estar solo, al final. A menos que entendamos que en ese camino han conseguido encontrar algo en su interior: su angustia, una angustia de la que huían, de la que no querían hacerse cargo, negada, de la que ahora son conscientes. Los padres recuerdan su amor por sus hijos, la hermana echa de menos al hermano al que no hacía caso. Quizá, entonces, sea ahí donde resida el otro con el que deberían conectar: en ellos mismos. Es su deseo, el deseo de conectar, también, con el otro de afuera, para lo cual deben primero relacionarse consigo mismos.


Muy buena película. Muy bien planteado el conflicto central que quiere tratar desde varios ángulos. Variedad necesaria para dar cuenta de la complejidad de la vida y de la dificultad para vivirla. Nada es blanco o negro, todos y cada uno de los personajes de esta historia carecen de algo y buscan algo, ninguno puede ser responsabilizado de (todos) los males del otro, sólo, en todo caso, de cobardía, de esconderse de sí mismos, de esconderse de su deseo de conectar y de vivir en la desconexión.

El diablo a todas horas (2020), Antonio Campos

El oscuro camino de la vida

 

En una escena de esta película vemos la celebración de un cumpleaños familiar en torno a un humilde candelero, que hace las veces de iluminación única de la estancia.

La escena nos describe el que pienso es el tema central de la película. Señala, de algún modo, cuáles son los recursos más importantes de que podemos disponer para sobrevivir en un entorno oscuro, difícil. El entorno de la vida.

La de Arvin es una familia que tiene muy poco. Y sin embargo a Arvin no le faltan recursos, como nos cuenta esta historia.


La película describe como una familia lucha por sobrevivir, en un entorno salvaje, mortífero. Arvin y sus padres, fundamentalmente, con especial atención a los valores que se transmiten de padre a hijo. La transmisión de unos recursos fundamentales para sobrevivir, diríamos.

El resto es una fauna humana, dicho esto literalmente. Tal como se nos describe a los ejemplares humanos que acechan a esta familia, nos parecería estar ante verdaderos depredadores animales.


Solo armado adecuadamente, con unos recursos (psíquicos) transmitidos en su educación, podrá Arvin recorrer el oscuro camino de su vida. La nuestra, en el fondo.


Todos los actores están bien, empezando por Tom Holland, muy serio y contenido. Robert Pattinson es un actor impresionante, esperemos que su Batman merezca la pena.

El juego de Hollywood (1992), Robert Altman

El juego del cine

 

Ambición, envidia, celos. Ingredientes del juego de Hollywood. Alguien se apropia de la vida de otro, viéndola en la pantalla, para dejar volar su imaginación, esperando ser llevado a un lugar mágico (donde todo es posible)… el juego del cine. Es en cierto modo lo que hacemos nosotros, los espectadores, al ver una película. Queremos vivir una vida con todos los ingredientes comerciales: acción, sexo, suspense, crimen. Lo queremos todo, en definitiva. ¿Será porque nos falta algo?, ¿o quizá porque no queremos renunciar a nada? Como a esa mujer que “vemos” a través de una ventana, en su intimidad… la mujer de otro. 

 


La ventana, que se interpone entre el hombre (o nosotros) y la mujer, representa el límite, por decirlo en términos psicoanalíticos. Es aquello que da vida al deseo y lo alimenta. Éste es en mi opinión el verdadero asunto de la película, toda vez que el macguffin que da vuelo a la trama queda en segundo plano. Es la importancia del corte que separa a un individuo del otro. Es también la transgresión de los límites, la suplantación del otro para apropiarse de lo que es suyo o, en otras palabras, para tenerlo todo. El “otro” que podría ser el personaje con el que nos identificamos como espectadores y/o, según la teoría del Edipo freudiano, el padre, al que desearíamos eliminar, porque nos separara del objeto de deseo originario, nuestra madre. Pero nunca es tan sencillo.

 


El hijo, normalmente, también quiere ser como su padre. En parte para sustituirle, según lo dicho, pero también porque le admira y le toma como modelo. El padre es su ideal (Ideal del yo, en psicoanálisis), y desde este punto de vista es también la autoridad. Sólo a alguien que representara la autoridad le “permitiría” el hijo interponerse entre su madre y él, por así decir (para ser más exactos, ninguno, en esta dupla original, habría dejado que alguien modificara esa perfecta “relación”). 

 


En cuanto representante de la Ley, el padre sienta las bases del respeto por el orden, por los límites. De ello dependen dos cosas: que nazca el deseo (de poseer lo que no se tiene, lo que no es de uno), y que éste pueda ser vivido correctamente, esto es, en atención a esos límites. En la película, esta doble naturaleza es plasmada en el personaje del productor. La ventana que le separa de la mujer admirada es el límite a su deseo, la prueba de que dicho límite está presente en su mente. Es lo que da vida a su deseo, realmente. La culpa por su doble crimen es la prueba de que existe un condicionante “legal”, de que su comportamiento está regido por el orden. La transgresión sólo es posible si hay orden, en otras palabras. Pero también es el fallo del orden, defectuoso sometimiento a la Ley. Padre fallido.

 


El cine, en este sentido, sería un medio para realizar fantasías edípicas: el parricidio, o la eliminación del rival, y el incesto, la posesión del objeto deseado. La historia de este productor cinematográfico que se enamora de una mujer y mata a la pareja que se interpone ente ellos sería una vía identificatoria para realizar justamente estas fantasías (no importa que los hechos ocurran en otro orden, esto es secundario cuando de fantasías inconscientes se trata: en el inconsciente no hay orden).

 

 

El juramento (2001), Sean Penn

El cambio vivido como pérdida

 

Justo cuando se celebra su fiesta de jubilación como policía, Jerry decide implicarse en el caso de asesinato de una niña. Ante el dolor de la madre, se compromete a encontrar al asesino. Para ello, se retira a vivir en la zona de los hechos. Una vez instalado, entabla relación con una madre soltera y su hija, de edad parecida a la de la víctima. Jerry sospecha de un vecino del lugar. Cuando su “ahijada” se convierte en objeto de interés del sospechoso, Jerry la utiliza como cebo para atraparle.


Dos hechos me llaman la atención en la historia de Jerry, si me interesa entenderle psicológicamente. El primero es su empeño por seguir trabajando con la misma implicación de siempre a escasas horas de empezar su jubilación. El segundo es la promesa a la madre, obviamente. Hay más cosas llamativas, pero estas dos me parecen cargadas de “autenticidad”. Otras, como la muy sorprendente decisión de comprar una gasolinera, me parecen arbitrarias, quizá forzadas por una imaginación manipuladora.


Pienso que hay autenticidad en la descripción de los actos de un personaje si en ellos se busca la coherencia con lo sabido de él. Jerry se nos describe como un hombre comprometido con su trabajo. Desde esta perspectiva, entiendo su actitud cuando debe abandonar lo que quizá es su único vínculo con el mundo, con los otros. Él no tiene familia. Y como suele ocurrir cuando el trabajo lo es todo, quizá no tenga amigos tampoco. Podríamos incluso conjeturar que su soledad se debiera a dificultades afectivas, y que ello le empujara al trabajo. Puedo entender a Jerry, entonces, cuando ante las implicaciones de su jubilación se resiste al cambio. Es que pierde mucho en ese cambio. La jubilación es un reto, de por sí, como lo son todos los cambios. En este caso, es el reto de comprometerse con otra cosa, otra vida, cuando uno no conoce nada más. Quizá en el momento de afrontarlo una persona descubra que no está verdaderamente preparada. Quizá sólo entonces esa persona entienda a qué se enfrenta. Y aunque también pueda ser vivido como recompensa y como ganancia, ese cambio, éste no me parece el caso.


Al hilo de estas ideas, podría entender igualmente el gesto de Jerry con la madre afligida, por otro lado tan poco “profesional”. Es que el compromiso con ella le obliga a seguir trabajando. Sería una excusa, entonces.


Menos comprensible me parece otro aspecto importante de la trama, siempre atendiendo a la razonabilidad psicológica de los planteamientos.

No me cuadra que alguien tan poco capaz de relacionarse como Jerry consiga de golpe y porrazo tener una familia, ni aunque ésta sea adoptiva, como es el caso. Me creería su deseo de tenerla, dada su soledad histórica. Sobre todo si se lo planteara como un deseo de naturaleza inconsciente, pues alguien como él seguramente estaría muy “defendido” contra el vínculo con el otro, “enterraría” el deseo de vincularse en su inconsciente. Dada, de nuevo, su incapacidad afectiva y el sufrimiento que esta le habría causado, principalmente en la infancia.

No me creo, por tanto, que Jerry desarrolle espontáneamente esa capacidad que es necesaria para dar lugar al otro, para permitirle que se le acerque más allá de sus defensas arcaicas (infantiles), seguramente muy bien plantadas en su mente. Alguien así estaría muy a la defensiva, manteniendo las distancias, impidiendo al otro que se le acercara tanto como para crear un vínculo de compromiso.


Y es que las dificultades afectivas tienen que ver con el rechazo sufrido en la infancia. Éste es el causante de la falta de conocimiento afectivo, digamos. Ser rechazado, de niño, conduce a encerrarse y a no pedir. A no pedir ayuda y tampoco aclaraciones. Lo primero significa no (aprender a) resolver problemas, lo segundo no entender correctamente las cosas. Ser rechazado en la infancia conduce también a perpetuar este modo de proceder, el mantenerse alejado del otro, por autoconservación (para evitar el rechazo, quiero decir). Es la ignorancia resultante de este modo de ser la que hace difícil relacionarse, en suma.


Alguien como Jerry habría tenido muchos problemas para conseguir acercarse a alguien como esa madre y como su hija. Por más que lo hubiera deseado, insisto. En esta película se muestra esa posibilidad como algo muy factible, muy bien llevado por él, además. Y no es creíble.

Sí deseable, para el espectador, de ahí la manipulación para que ocurra.


Sí me parece bien planteado otro hecho del desarrollo de esta historia. Me refiero principalmente al modo como Jerry compromete la seguridad de la niña en nombre de sus objetivos profesionales (dada su naturaleza profesional, quiero decir). Es como si no fuera capaz de entender otra cosa que su profesión. No, por tanto, los límites que deben respetarse en atención al otro. No el modo como funcionan las relaciones.

El profesor (2011), Tony Kaye

Miedo al apego

 

A este profesor sustituto todo el mundo le pregunta si no le gustaría quedarse, tener un puesto fijo, estable, y así también unas relaciones personales y profesionales duraderas. Parece evidente que la respuesta es no, que él escoge ser sustituto, que lo prefiere. Yo no sé cómo funciona en EE UU, pero deduzco por lo que veo en la película que existe una cantidad de profesores que se apunta en una lista de sustitutos, y así va cambiando de trabajo, mientras que otros buscarán otro modo de trabajar, más estable. No entiendo el sentido de esto, lo desconozco por completo, pero en el caso del profesor Barthes es comprensible. Él no quiere nada de todo aquello que para otros parece importante, relaciones a las que apegarse… que le podrían hacer daño, si las perdiera. Más abajo explicaré por qué lo digo.


Adrien Brody hace aquí uno de sus dos grandes papeles, uno de esos papeles mayores con los que pocos actores cuentan en su currículum. El otro es el de El pianista, claro. Tendrá más, porque es un gran actor, pero no creo que sea en películas de esta talla.


Sobre el director se me ocurre decir que es una pena que no haga más cosas. Vista esta peli, y acordándome de American History X, me resulta claro que es un superdotado (pienso que es el verdadero autor detrás de la última, que le “robaron”).


Gran película, que en mi opinión habla de lo difícil que es vivir (no sobrevivir, que es diferente), y a la vez de lo “fácil” que sería hacerlo si sólo los “responsables”, los adultos, los que deben educar y ayudar, estuvieran más capacitados para ejercer su función.


Pienso que este personaje huye del apego. Que al contrario de lo que he leído en algunas críticas, no ayuda de verdad a sus alumnos, sino que principalmente les abandona, en cuanto ha tendido un puente hacia ellos, tras un mes ganándose su confianza, cuando finalmente ellos se han abierto a él y han encontrado un poco de comprensión adulta (de los adultos, quiero decir) en él. Pienso que un mes no basta, no es suficiente para ayudar de verdad.

Es evidente que esa confianza él no se la puede seguir ganando, le viene grande la responsabilidad. No puede porque él fue víctima de esa misma traición, de pequeño. La única persona en la que él confiaba (o quizá deseaba confiar), su madre, le abandonó dejándole en una situación de indefensión y desamparo, a la vez que le “informó” con su acto de que los adultos tienen permitido renunciar a sus funciones, los padres pueden “dejar” de ser padres si no pueden más. Esto precisamente es lo que hace él, como profesor y adulto, con todos aquellos a los que se entrega, en un primer momento, para después renunciar. Él “renuncia” después de un mes, o tras unos días de cuidado parental, en el caso de la prostituta adolescente. Prefiere dejar a ser dejado.


Una breve nota sobre el padre de este “fugitivo”: ¿qué decir de él? No aparece. Quizá se fue y le dejó en la compañía de una madre frágil, probablemente abrumadora, desamparado el niño en el mismo nacimiento. Incapaz en su adultez de ofrecer amparo a otros.

El protector (2021), Robert Lorenz

El héroe derrotado

 

Un hombre anciano, luchador, antiguo militar condecorado y finalmente vaquero viudo, al que parece que el mundo ha olvidado debiéndole algo, se encuentra sin querer, o sea, aparentemente a su pesar, con un problema en forma de niño inmigrante ilegal completamente desamparado, y decide contra toda lógica hacerse cargo de él.

 


Claro, decía que todo parece ocurrirle a este hombre sin que él lo haya pedido, pero, ¿no es acaso este hombre un soldado?, ¿que ha destacado luchando por otros, se entiende? Desde este punto de vista no podemos más que interpretar que decide meterse justamente donde quiere, vamos.

 


Lo demás, sus quejas, su amargura de viejo derrotado por la vida, no es, en el fondo, más que una forma típica como se manifiesta el dolor de vivir. Porque aunque la vida no es necesariamente injusta, puede serlo si uno no acepta sus reglas. Para el que no lo hace, ésta se puede hacer insoportable. Como quizá lo es para nuestro hombre.

 


Es, como se ve, un argumento que perfectamente podría haber rodado Clint Eastwood, que también habría interpretado a las mil maravillas. Liam Neeson no desentona lo más mínimo, en todo caso. Tiene, es innegable, la presencia, incluso le aporta algo que en mi opinión no tiene Clint, esa expresividad que transmite mucho en pequeños gestos.

Dicho esto, no diría que esta película está al nivel de las grandes obras maestras de su referente, del tipo de Sin perdón o Un mundo perfecto, liga en la que pienso quiere jugar. No. Pero es muy digna, y sin duda muy entretenida. Neeson aparte, destaca el niño del que hablaba al principio, perfecto en su papel. Dejando una pequeña huella, quiero decir.

 


Y de tan insoportable como se le hace su vida, nuestro héroe, quizá no tan heroico al fin y al cabo, se mete donde más o menos sabe que acabará perdiendo la vida. No creo estar revelando nada, diciendo esto, al que haya seguido la evolución de la historia con los sentidos puestos en su realismo. Porque él no quería vivir sin su fallecida mujer. La vida le había derrotado.

El último acto (2018), Kenneth Branagh

La vana admiración del público

 

Preciosa película de Kenneth Branagh, que muestra en ella una voz distinta de la habitual, alejada en gran medida de sus adaptaciones del propio Shakespeare (pero no menos valiosa, en mi opinión) y más aún de las frías y bastante anodinas historias dirigidas para Hollywood.


Shakespeare vuelve a casa tras el incendio de su teatro, retirado definitivamente de los focos, y afronta las consecuencias de su larga ausencia de casa, las difíciles relaciones con su mujer y con sus dos hijas, especialmente con la melliza de Hamnet, su hijo fallecido.

Éste murió en su ausencia. Shakespeare le había idealizado, le creía un talentoso poeta, pero su familia le había ocultado la verdad, o sea, que aquel solo le mostraba lo que su hermana había escrito, buscando ser querido por él, que quizá no tenía ojos más que para el talento.


Shakespeare es un gran autor, admirado en el mundo entero, pero ha necesitado comprar un escudo de armas que colocar sobre su puerta para sentirse alguien (valorado), como si tampoco el talento fuera garantía de éxito en ese terreno.


Si la valoración que Shakespeare hace de su hijo parece el único modo en que éste pudo hacerse interesante para él, objeto de su amor, ¿es posible que el famoso autor haya buscado eso mismo con su obra, es decir, que su propio padre le quisiera a él? Claro que, si el amor de un padre dependiera de algo material y pasajero como el éxito del hijo, quizá dicho amor sería algo tan frágil como la confianza en sí mismo de Shakespeare.

El último baile (2020), Jason Hehir

El genio de Jordan

 

Michael Jordan podría ser el deportista más importante de todos los tiempos, y su equipo, los Bulls, uno de los mejores equipos en la historia de las competiciones deportivas, en gran medida, tal como cuenta este documental, gracias a él. Probablemente, sobre todo, por él. Su talento, y un carácter competitivo obsesivo, conforman una mezcla insuperable para la consecución de metas.


Lo que nos cuenta esta serie, con un montaje medido para alimentar un interés creciente a lo largo de unas diez horas, con material de investigación en torno al ídolo y a todo su entorno humano, familiar y profesional, es el proceso de construcción de una máquina perfectamente engrasada para realizar un trabajo, ganar, alimentada por la fuerza del combustible más potente, la determinación de una mente, la de Michael Jordan, que, como excepcionalmente ocurre en la historia, realizó hazañas grandiosas.

Si los Bulls eran esa máquina, parece difícil imaginar que hubiera funcionado así, que siquiera hubiera existido, sin la presencia de alguien como Jordan. Baste una panorámica por las diferentes disciplinas deportivas por equipos, a nivel mundial, a lo largo de la historia moderna, para comprobar que muy contadas veces se da una hegemonía como la de los Bulls, en la competición más exigente, quizá, que es el deporte en EE UU.


Nadie ha representado lo que él en el mundo del deporte antes, ni después, y es difícil que un fenómeno así se repita en la misma disciplina o en cualquier otra. Jordan es un genio, un personaje irrepetible e inexplicable, fuera de toda lógica normal.

El documental ofrece pistas, material para la reflexión. Emerge de entre todo lo planteado un tema que puede explicar, en cierta medida, el fenómeno. Este es, como no podía ser de otro modo, la competitiva relación de Jordan con su padre y, por extensión, con sus hermanos. Una competitividad fomentada y medida, de alguna manera, por ese padre. Por ahí entrevemos algo que apunta al talante hipercompetitivo de nuestro personaje, que condiciona no sólo su vida deportiva sino toda su vida en general. Pero esto, como decía, sólo explica algo de la historia. El resto es puro genio.

Endeavour (2013), Russell Lewis

Edipo femenino

 

Joan acaba de ver como moría un hombre en el banco en que trabaja. Por su culpa. Porque ella debía confirmar que lo que él le decía al líder de los atracadores era cierto para que estos no le ejecutaran, y no lo hizo. Debía confirmar que uno de los rehenes era un policía, pero ella no podía hacer eso, pues el policía era su amigo y tenía que protegerle.

El atraco fue posible en parte gracias a la participación del novio de Joan. Este le había sonsacado información para organizar el atraco, sin que ella lo supiera. Su amigo, el policía, antes de todo esto, la había advertido de la naturaleza dudosa de su novio. Ella no había querido escucharle. En realidad, ella estaba enamorada de él.

El padre de Joan es policía. Siempre se ha encargado de censurar a los novios de Joan.

Después del atraco, Joan decide abandonar el hogar de sus padres sin dejar rastro.


Joan parece culpar a sus padres de algo, quizá de su infelicidad, motivo por el cual se marcha y rompe con ellos. Como si así se fuera a arreglar su vida. Parece como si lo ocurrido también hubiera sido culpa de ellos, y esto hubiera hecho de detonante de su decisión. ¿Por qué? ¿Tendrá esto que ver con que ella se ha visto inmersa en el mundo del padre?, ¿el mundo del crimen?


El padre no parece directamente responsable de nada, sólo muy remotamente existe una conexión entre lo que ha pasado y él. Sólo en el sentido que hay unos criminales implicados. ¿De qué culparía Joan a su padre? ¿Tendrá que ver con su actitud ante los novios? Es casi como si el padre no pudiera aceptar a ninguno, por miedo a que se la quitaran. Pero aún si esto fuera así, ¿por qué ha esperado Joan hasta el incidente del banco para “romper“ con su padre? ¿Qué ha ocurrido exactamente en su mente, para que ambos acontecimientos queden relacionados en ella?


El novio de Joan era un criminal. No era el primer novio dudoso que tenía. Es más, en su huída irá a dar con otro hombre cuestionable, que la mantendrá como amante. Joan parece escoger hombres realmente censurables. El tipo de hombres con que trata su padre. Hombres a los que su padre desprecia.

Luego está su amigo el policía, que además es el protegido de su padre. Ese hombre es, por contra, un hombre respetable. El tipo de hombre al que su padre aprecia y que, además, se parece bastante a él. Pero está “prohibido” también.


La huida de Joan, dada la relación que tiene con estos dos hombres rectos, parece un modo de alejarse del padre y acercarse a su amigo, pues desde su refugio ella le llama, sin decir nada al teléfono, pero sabiendo, en el fondo, que él la podrá localizar si quiere. Es el modo en que Joan puede independizarse, estando quizás hasta ese momento demasiado apegada a su padre, “enamorada” de él. Un padre demasiado controlador, por otro lado, también a su manera enamorado de su hija.

 

Enola Holmes (2020), Harry Bradbeer

She-rlock Holmes

 

Enola Holmes tiene ya dieciséis años, su madre se ha encargado de educarla en casa, así que la niña no sabe nada, realmente, del mundo. Pero es muy inteligente y cultivada, una versión femenina de su famosísimo hermano mayor, más que preparada para seguir sus pasos y ser... él.


Este es un planteamiento muy típico de los años que vivimos, que, como tal, o sea, como ejemplo de ideología feminista, es discutible, como todas las ideologías. Ahora, en esta película dicha ideología podría no ser relevante, o no tener mayor impacto sobre ella (sobre nuestra opinión de ella), y realmente no la mencionaríamos si como tal la película funcionara bien. Pero esto lo hace a ratos. Básicamente durante la primera mitad. Después resulta tan vulgar que no podemos evitar ponernos a pensar en la (ideología) que nos están intentando colar.


Y es una pena porque la verdad es que el personaje de Enola es realmente simpático, gracias sin duda a la actriz que lo encarna, enormemente carismática, muy bien en su papel, con muchos recursos interpretativos.

Hasta que el guión, y la ideología de la que hablo, se apoderan de ella. Entonces empieza a perder interés, se convierte en nada más que un agujero vacío, vacío de contenido dramático, quiero decir, para no ser más que el portador de un mensaje, que, la verdad, no podría ser más aburrido. No hablaré de él para no darle más recorrido.


Una pena, en fin, que la película no haya entendido del todo donde estaba el que es, en mi opinión, el verdadero jugo de lo que tenía entre manos: una historia infantil de (poca) pérdida de inocencia con un toque realmente divertido de frivolidad y ligereza, como sólo puede ser lo propio de un relato centrado en la infancia.

Fleishman is in trouble (2022), Shari Springer Berman

Narcisismo salvador

 


Tres historias relacionadas, de tres personas íntimamente vinculadas entre sí, y sin embargo ajenas las unas a las otras en un grado que nos parece sorprendente, a los que asistimos a sus encuentros y desencuentros. A los que asistimos, en otras palabras, a los problemas que les crea su dificultad para comunicarse y para entenderse.


El tema en torno al que me parece que todo gira, en esta historia, es el del narcisismo. El concepto al que me refiero tiene que ver con el amor de sí mismo, tal como se lo entiende vulgarmente, pero no es tan fácil de reducir a esa idea sola. Hablar de amor de sí mismo también es hablar de supervivencia, en cierto sentido. Esto me parece especialmente cierto en todo lo relacionado con el personaje de Claire Danes.


Ella interpreta a una mujer que es madre pero no parece querer serlo, y por eso nos resulta antipática casi todo el rato. En un giro muy certero, su personaje se acaba descubriendo, a nosotros tanto como a sí mismo, como un ser tremendamente frágil, pendiente de un hilo sobre el abismo del desamparo. El narcisismo de su personaje lo podemos entender, entonces, como su refugio, el único apoyo que tiene contra la caída y la desesperación.


Es una persona narcisista, sí, pero no sólo por lo obvio, o sea, porque piensa en sí misma. Lo es sobre todo porque se refugia en sí misma, porque no tiene otro remedio. Al parecer, nadie pensó en ella demasiado, de niña, y su vuelta hacia sí misma fue el modo como consiguió sobrevivir a ese descuido. ¿Cómo podría alguien tan necesitado de cuidados ocuparse de alguien incluso más necesitado, como lo es un bebé? Alguien así, para hacerlo, tendría que descuidarse a sí mismo, y entonces caería finalmente en ese abismo. Así debemos entender la explosión emocional de este personaje en la escena de la terapia de grupo. Se trata de ese preciso instante en que ella se suelta, en que se deja ir, para ser sostenida por otros. En que emergen su necesidad y su desesperación.


En el fondo, como nos muestra la serie, tampoco su marido había sido capaz de pensar en ella. No como ella habría necesitado, quiero decir. Pero, ¿es que acaso es esa la función de un marido? ¿No sería la propia de unos padres, como es bastante obvio?


Lo que muestra muy bien esta serie es la compleja estructura de capas de verdad sobre la que se construyen la mente y la personalidad de las personas. Y como el desconocer esas capas de verdad del otro (y de sí mismos) impide a las personas relacionarse entre sí.


Lo que también parece mostrarnos es que las relaciones son superficiales, incluso en el mejor de los casos. Lo son las de pareja, como tan bien se nos muestra en la disección del narcisismo de la pareja protagonista. O las de unos supuestos mejores amigos. Y es que quizá son los “mejores”, pero eso no significa que se entiendan de verdad, mutuamente. No, si sus narcisismos le ganan demasiado terreno a la capacidad de salirse de sí mismos para conocer a los otros.

Freaks (2018), Zach Lipovsky

Omnipotencia infantil

 

Una niña de siete años vive recluida en casa con su padre. Éste no la deja salir de casa, porque fuera hay peligro de muerte, la gente mala podría matarla. Mientras tanto, la niña debe preparare para algo, quizá para la posible falta de su padre, que quizá muera pronto.


Dos cosas llaman la atención en este escenario, que es el que nos va a tener más o menos entretenidos durante la primera mitad de la película. Tenemos a este padre obsesivo, misterioso, que pretende mantener un cierto precario estado de cosas a toda costa, a saber, que su hija no salga de casa. Y está la niña que pretende tener una vida propia, o sea, crecer e independizarse, gradualmente, y que a falta de libertad espera, que menos, que le hablen, que le cuenten algo que no sea vago, para justificar mínimamente su reclusión. Porque, ¿qué podría justificar la total sumisión al otro, por muy padre que sea éste? Nada, claro, de ahí la vaguedad.


Esta es la historia, en pocas palabras, de una obsesión, la de un padre “loco”, que no quiere que su hija tenga una vida propia. Todo lo demás, o sea, la trama persecutoria, es ruido, cuyo objetivo es distraer al espectador (lo mismo que a la niña), que no es tonto, por otro lado, de la incoherencia de un planteamiento (paterno) enfermizo.

 

Una pena que tanta competencia técnica, porque la verdad es que la película luce muy bien, y todas las simpáticas referencias al cómic de superhéroes (los mutantes de la Marvel de los ochenta) que dan forma a esta historia estén puestas al servicio de una idea así, tan, no hay otra forma de ponerlo, chalada. Porque lo “chalado”, lo que no es normal, conecta difícilmente con ese espectador medio que de chalado tiene lo justo. Por eso la primera mitad de esta película se hace (por lo menos a mí me pasó) pesadísima, aburrida. La segunda mitad es más entretenida, en parte porque entramos en la fase movidita, en parte porque de lo estrictamente obsesivo pasamos a lo más claramente paranoico, que es más divertido.

Eso sí, no abandonamos nunca el terreno de lo patológico. La niña es, en el fondo, un monstruito que puede hacer básicamente lo que la da la gana (como su padre), de tanto poder que tiene, y lo hace. Porque la falta de límites justos, o sea, legales, genera omnipotencia. Porque todo vale.


Yo, si fuera el padre de esta criatura, estaría acojonado, vamos.

Freud (2020), Marvin Kren

La aventura humana

 


En una pequeña localidad norteamericana el football es motivo de orgullo y el principal interés de todos los lugareños. Claro, el equipo del instituto es muy exitoso, el vehículo perfecto para el culto del famoso espíritu competitivo norteamericano, la cultura del éxito. Esta serie nos cuenta la historia de ese equipo, el día a día de los entrenamientos y partidos semanales, centrándose en las experiencias particulares de algunos de los componentes del equipo y de su entrenador, dentro y fuera del ámbito estrictamente deportivo. Hasta aquí, nada nuevo. Típico y tópico, incluso, en su planteamiento general.

 

¿Por qué, entonces, podría interesarnos esta historia a los que no somos ni norteamericanos ni aficionados, por tanto, a su deporte estrella? Pues por todo, en general, menos, quizá, por su premisa genérica. Porque todo lo que efectivamente se nos muestra es interesante. Se nos hace ver de un modo interesante. Hasta, diría, el mismo deporte en sí.

 

El retrato de personajes es de una precisión y profundidad notables, todos los actores, como suele ser habitual en las series americanas con un cierto nivel de ambición artística, están perfectos en sus papeles. Quiero decir que, aquí, artísticamente, lo que más destaca es el drama, o sea, el planteamiento de conflictos psicológicos y su desarrollo de acuerdo con ese planteamiento, nunca en contra del mismo, en base al capricho, la arbitrariedad o la falta de ideas. Dicho de otro modo, ese desarrollo nunca resulta forzado, torpe o, en pocas palabras, insatisfactorio.


Mención especial merecen los dos personajes que se pueden considerar centrales, el entrenador y su mujer, la orientadora escolar. Gloriosos Kyle Chandler y Connie Britton. ¡Qué manera de representar unos papeles, de meterse en ellos, tan apasionada! Todo gira, efectivamente, en torno a ellos, quizá porque uno querría, realmente, que estuvieran siempre presentes en pantalla, o volver siempre a ellos después de haberse ido de paseo por ahí con los demás.


Son, de verdad, el padre y la madre perfectos. Son ideales, qué duda cabe. No lo digo en el sentido de que no puedan existir, sino en el de que son los padres que querríamos tener, porque representan las funciones paterna y materna perfectamente. La primera es el límite, la Ley, que regulan las relaciones, transmitiendo qué es correcto y qué no. O, dicho en pocas palabras, que todo no es posible. La segunda es el cuidado del otro, el interés por dar lo que es necesario y lo que es deseado también, en su justa medida, con el contrapunto de esos límites, obviamente.

Gambito de dama (2020), Scott Frank

Un tablero al que agarrarse

 


Cuando tu padre deja a tu madre, y desaparece de tu vida, por razones en las que no hace falta entrar porque tampoco es el tema, pero que haberlas debe haberlas (más allá del simplista concepto del maltrato a las mujeres por los hombres), y tu vida se reduce a lo que hay entre tu madre y tú, entonces puedes, en el mejor de los casos, beneficiarte de lo que tu madre te aporte. ¿Qué pasa si, en cambio, tu madre tiene graves problemas personales y no puede aportar mucho?, ¿ni siquiera lo justo, quizá?

 


El personaje magnéticamente interpretado por Anya Taylor-Joy debe enfrentarse a esta realidad, y Gambito de dama se esfuerza muy sensiblemente por mostrárnoslo. A esta hija sólo le queda su refugio, el ajedrez, en el que se vuelca compulsivamente.

 


Quizá podamos ver en su comportamiento compulsivo un rasgo reconocible también en su madre. Dicho de otro modo, debe de haber algo de su madre en ella que, en pocas palabras, le salva la vida (las monedas tienen siempre dos caras). Esto, y el "padre adoptivo" que encuentra, permitirán a esta niña, Beth, construir, a su doloroso modo, algo parecido a la estabilidad personal que siempre le faltó por los problemas de sus padres.

 

Otra gran serie de Scott Frank después de la maravillosa Godless.

Ginny y Georgia (2021), Sarah Lampert

Tratado contra los padres

 

Cuando uno ve estas historias donde los hijos pretenden arreglar a los padres, reparar todos sus errores, como si ellos fueran más listos, uno puede pensar por un momento que esos hijos tienen toda la razón y todo el derecho de hacerlo. ¿Quién no empatiza con eso? ¿Acaso nuestros padres no se equivocaron también? Y es que seguramente lo hicieron. Pero, ¿es esa realmente la cuestión?, ¿es de eso de lo que van esas historias, como la de Ginny y Georgia? Yo no lo creo porque si, como decía, todos los padres se equivocan, entonces los hijos cuando sean padres también lo harán. A lo mejor, entonces, solo es que las cosas son así.

 

¿De qué va, pues, esta serie? ¿Qué la hace especial? No, en mi opinión, el moralismo adolescente de Ginny. No su cruzada por emanciparse de su madre. Ni tanto menos su feminismo ni su defensa de los derechos de los negros. No, porque a mí me parece que lo que esta serie cuenta es muy poco exportable, fuera de EE UU. Me refiero a que más allá de la natural queja por la incomprensión de sus padres hacia ella, Ginny, que sí es universal, hay algo aquí que es puramente estadounidense. Es esa necesidad de la que hablaba antes, de corregirles realmente, o sea, en la realidad. Es una fantasía que se ve mucho en el cine de ahí, la de tomar cartas en el asunto y actuar, unilateralmente. Porque yo lo digo. Un poco como hacen los padres, por otro lado. Que así se entiende como son los hijos. Vemos a Georgia hacer eso, actuar sin realmente tener en cuenta a sus hijos, callando lo que debe ser dicho, y vemos a Ginny devolverle el favor, haciendo lo mismo.

 


Más allá de este discurso que, como digo, me parece muy poco generalizable, más bien patológico, lo que hace a esta serie un entretenimiento estupendo son sus actores y sus diálogos, cuando se ponen más frívolos, no tan serios. Brilla por encima de todos Georgia, un descubrimiento. Una especie de Julia Roberts que actúa bien. Y Maxine, un portento de expresividad. Los hombres son lo de menos en esta serie, no se les da verdadero peso. Una pena porque de ese modo se pierde el contrapunto necesario en toda historia para darle más profundidad a su discurso.

Godless (2017), Scott Frank

Territorio sin Ley

 

Una mujer se traslada a un inhóspito lugar, prometida por su familia a un hombre que no conoce, y su futuro marido muere antes siquiera de que puedan casarse, quedando la mujer completamente desamparada. Un huérfano se enfrenta a su padre adoptivo por sus crímenes. Un criminal se hace cargo de los huérfanos que encuentra en su camino de violencia.


Son historias del Salvaje Oeste, marcadas todas ellas por la ausencia de Ley, el límite que permite a las personas relacionarse unas con otras sin que imperen la arbitrariedad, el caos o la ley del más fuerte.


La vida de la mujer está marcada por la voluntad omnipotente de su padres, que la forzaron a vivir la vida que ellos le habían diseñado. Ella está indefensa, pues su voluntad no existe, pues no hay Ley que la ampare, algo que ella pueda incorporar para defenderse. Hasta que un hombre, un shérif, la salva, y una familia adoptiva al acoge. Ley y orden.


El huérfano es adoptado por un hombre “malo”, que sin embargo le demuestra preocupación y consideración. Con estos mimbres nace una consciencia, una mente que puede pensar en sí misma, desarrollar una personalidad. La rebelión es sólo una consecuencia lógica, en el proceso de maduración.


El criminal no puede escapar de su condición, porque al contrario que sus protegidos, nadie debió de preocuparse por él, como ser humano, como otro diferente al que dar un lugar, una vía de desarrollo autónomo. A nadie debió de importarle nunca lo que él pensaba. Ahora se debate entre este modelo, el de la omnipotencia autoritaria, y su deseo de tener en cuenta al otro como a él le habría gustado ser tenido en cuenta. Y no es capaz de dejar marchar a su “hijo”.


Magnífica serie, donde los personajes tienen tiempo para respirar, cobrar vida y crecer. Nada falta y nada sobra.

 

Justified (2010), Graham Yost

Edipo en el Oeste

 

Raylan es un Marshall muy poco disciplinado que se gana como castigo una vuelta a la casilla de salida, a donde todo empezó para él, su pueblo natal. Allí le espera la fauna humana más fascinante desde que David Lynch se inventara Twin Peaks, entre la que destacan un amigo de juventud algo más que turbio y un padre primitivamente peligroso venido a menos.

 

Es justamente en esta conflictiva relación paterno filial, en esta rivalidad edípica acérrima, donde podemos hallar la semilla de todo lo malo (o bueno, según se mire) que le va a pasar a Raylan en su periplo por el divertidísimo infierno que es el estado del pollo frito, Kentucky. Malo, porque Raylan no hará más que enfrentar, o crear, problemas a su paso, se relacione con quien se relacione, buenos o malos, amigos o enemigos, o al revés, que con él nada está muy claro. Y bueno, porque nosotros como espectadores disfrutaremos de las aventuras de Raylan con la fascinación del que descubre un mundo nuevo de riqueza y con una sonrisa de oreja a oreja, gracias a unos ingeniosos diálogos en la inspirada línea del autor del relato en el que todo esto está basado, Elmore Leonard.

 


Mención especial merece el protagonista, en mi opinión, un Timothy Olyphant que nació para interpretar este papel. Qué digo interpretar, él es Raylan. En las antípodas de otro vaquero mítico del actor, Seth Bullock, lo cual habla bien de su capacidad para crear un personaje, aunque también sea evidente que en ciertos registros no le sobran recursos. A la manera, se podría decir, de otros actores que se mimetizaron con sus personajes a partir de un carisma enorme y poco más, como el Clint Eastwood de Harry Calahan.

 

Un verdadero western en el presente, con todo el jugo de los vaqueros norteamericanos, hombres repletos a rebosar de testosterona sin el más mínimo atisbo de sensibilidad para cualquier cosa que no sea una buena pelea o un duelo de pistolas, de los de siempre.

La conjura contra América (2020), David Simon

El padre contra el hijo

 

Quiero destacar en esta historia ucrónica, magnífica por otro lado en la adaptación de David Simon, el conflicto intergeneracional entre padre e hijo.

 


Tenemos un padre con rasgos despóticos y un hijo que se rebela. Me parece que merece especial atención la capacidad del hijo para rebelarse. ¿Por qué no tiene miedo de ese padre despótico? Yo diría que por la protección y el ejemplo de la madre, que hace frente a las ideas de su marido con las suyas propias.

El hijo tiene un modelo de expresión, y de coraje, en el fondo, con el que identificarse. Cabe aclarar, en cualquier caso, que su padre no es un verdadero déspota, o de otro modo nunca habría tolerado la disidencia, ni tanto menos habría podido escuchar la voz del otro, su mujer en este caso, como acaba haciendo. Pero esto no quita para que de no haber mediado un modelo diferente, alternativo al del padre, como es el de la madre, el hijo quizás habría sido incapaz de alzar su voz, de defender una opinión propia. Quizá incluso de tenerla.

 


Es, en el fondo, el problema de la tradición, cuando ésta ahoga al individuo. El del padre que no puede aceptar a su hijo como tal, sino sólo como prolongación de sí mismo, de sus ideas. El problema de la aceptación del otro como distinto, en pocas palabras.

 

La historia particular de esta familia puede verse como el germen de la otra historia de la serie, la de las religiones o los pueblos, los judíos y los americanos, cristianos y protestantes, la de los grupos de personas que tienden a construir su identidad a través del enfrentamiento con los que son diferentes, que es el equivalente del enfrentamiento, a nivel individual, del yo omnipotente con el otro, que le limita y le priva de su omnipotencia.

 

Foyle’s war (2002), Anthony Horowitz

El Edipo y la ausencia de la Ley

 

Un soldado, durante la guerra, ha trabajado encubierto como espía para su país, infiltrándose en el enemigo como simpatizante. Ahora es acusado de ser meramente un colaboracionista de ese enemigo, por falta de pruebas de la otra verdad. Se le juzga y es sentenciado a la horca.

Durante el proceso el soldado se niega a defenderse. Secretamente desea castigar a su padre con su inmolación.


Cuando era niño, presenció como su padre mataba a su madre, y como éste encubría el acto haciéndolo pasar por accidente, muy probablemente confabulando con las autoridades.


El padre, un noble de antigua raigambre, no permitió que su madre le abandonara cuando estaba decidida a hacerlo, aún al precio de matarla, porque en su familia “nadie se había divorciado nunca”.


Al confesar su crimen a Foyle, vemos al padre sentado en su sofá como si de un niño perdido y a la vez orgulloso se tratara. Se puede percibir en ese momento que algo largamente reprimido ha salido a la luz. Una impotencia, quizás, de no ser capaz de expresar unos sentimientos. O la de no saber relacionarse con el otro, justamente a causa de esa incapacidad. Y claro, la frustración por su aislamiento. Aislamiento en el que también vive su hijo.


La intervención de Foyle, más que por la revelación de la verdad, me parece crucial porque sirve para ofrecer al soldado “condenado” una vía de comunicación. Su condena, antes que externa, es interna. Es el vivir recluido en sí mismo, en la prisión construida por su culpa. Porque él es “culpable” de haber “deseado” a su madre, y quizá de haberla “matado”, como castigo.


Su madre no quería a su padre, luego no había competencia, él era el ganador en la rivalidad paterno filial. El padre le declaró culpable de ello, y le “castigó” matando a su madre. Este sería el panorama imaginario, inconsciente, a los ojos del hijo. Éste crimen incestuoso, y el otro crimen, el real, cometido por su padre, son los que el hijo debía expiar. El último, porque el culpable real no sólo no asumió su culpa, sino que quizá fue absuelto de ella. El Edipo y la ausencia de ley (real y simbólica) son, como se ve, los peores compañeros de viaje, en la aventura de la vida.


Porque nadie le explicó a este hijo que todos los niños se enamoran de sus madres, es decir, las aman, y eso es normal, no un crimen. Y que ser preferido no es culpa de nadie. Quizá porque su padre, tan reprimido, tan ignorante de sus propios (y normales) sentimientos infantiles, debía de estar igualmente confundido.


Foyle, al dar la palabra al soldado, le había permitido conectar con esos sentimientos largamente censurados. Hasta entonces, el soldado había deseado expiar su culpa inconsciente inmolándose.

 

Lars y una chica de verdad  (2007), Craig Gillespie

La enfermedad en busca de comprensión

 


La enfermedad mental grave es difícil de representar en el cine, porque hacerlo desde la óptica equivocada conduce a la incomprensión, y a la total falta de empatía del espectador con el objeto enfermo. En términos que podamos entender mejor, es un fallo que hace imposible que uno se identifique con el personaje enfermo y que haga, por tanto, suya su historia, y al hacerlo disfrute de la aventura que se le propone. Ese enfermo, que puede ser, como en este caso, el protagonista de la historia, se nos hace totalmente ajeno, y en tal caso se fastidia toda posibilidad de diversión, ya que todo gira en torno de él. Dicho esto con todas las comillas posibles, porque a veces la diversión está en el drama también. Y el de esta película es un drama, aunque tan bien planteado que uno se puede incluso reír.


Por suerte, todo lo anteriormente dicho sobre el enfoque de una historia no se aplica en esta película. Está contada desde el lugar adecuado.


La condición de Lars, uno de esos enfermos graves, se nos describe desde donde podamos entenderla, o, mejor dicho, desde donde podamos empatizar con ella. Entender ya es otro cantar. No hay nada fácil de entender en lo que le pasa a Lars, ni nadie en su vida parece saber verdaderamente de qué va la cosa. Pero tampoco deja que ello le impida ayudarle. En esto reside el encanto de la película, en la descripción de la implicación de la gente que le rodea en el problema de Lars, de personas que si no saben cómo curarle, por lo menos no temen intentar ayudarle.


Si esta no es la mejor interpretación de Ryan Gosling en su carrera, desde luego no creo que la desmerezca. No le recuerdo un papel tan auténtico, expresivo y ajustado como éste. Aunque tampoco soy su mayor fan, así que igual me he perdido algo.

Las niñas (2020), Pilar Palomero

Ni niñas ni adultas

 

Celia es una niña que estudia en un colegio de monjas. Allí, como en su casa, se le enseña lo que es vivir según unos dogmas. Se le enseña, en otras palabras, que las cosas son como son. Punto.


No pienso, sin embargo, que esta película se deba interpretar como un alegato en contra de la educación religiosa. No pienso que se deba buscar en ella una crítica del catolicismo español. No como mensaje principal, en todo caso, aunque está claro que se les pueden dar palos por cosas como las que muestra la película, a la educación religiosa y al catolicismo. Como también a cierto tipo de educación que no tiene nada que ver con éstos, pero sí es, como ellos, dogmático.


No, lo que me parece destacable aquí, en esta historia, tiene más que ver con la idea de mostrar la dificultad de crecer.

 

Celia está experimentando esas sensaciones del que empieza a ser consciente de sí mismo, las sensaciones de la pubertad y de la adolescencia, y por eso lo pasa tan mal.

Pienso que el asunto está perfectamente reflejado en un detalle muy sutil, en un momento de la película que casi podría pasar desapercibido para el espectador, de tan poco ruido que hace. Me refiero al momento en que Celia abre una maleta en la que parecen estar guardados sus antiguos juguetes, los que debieron de ser importantes en otro momento de su vida. Un momento quizá no tan lejano, y sin embargo completamente perdido, irrecuperable.

El drama de Celia es, entonces, el de abandonar la infancia, la inconsciencia. No diré más para no estropear la escena. Todo en esta película merece ser saboreado por primera vez. Cada momento. Cada experiencia.

 

Las "niñas" a las que se refiere el título, las ya no tan niñas, son todas ellas unas actrices estupendas, naturales. Quizá porque son, en realidad, sólo niñas. A secas. O quizá porque están estupendamente bien dirigidas. Quizá por ambas razones. El caso es que por la razón que sea esta película es extraordinaria.

Los chicos están bien (2010), Lisa Cholodenko

Hétero y homo paternidad

 

Dos adolescentes deciden conocer a su padre biológico. Sus “madres” se quedaron embarazadas utilizando la donación de un hombre seleccionado a través de un perfil. El descubrimiento del padre ilusiona a los chicos. Es el otro mundo al que tienen acceso por derecho de nacimiento. A sus madres no les hace tanta gracia el asunto, se sienten amenazadas por la intrusión de ese hombre. El “otro”.


El acento está puesto en la gran desilusión que supone para esos chicos descubrir que su “padre” no es de fiar. Que no es, en verdad, un buen padre. Y en la confirmación de que la familia de uno funciona “perfectamente” sin importar el género de los padres. Así descubrimos que “los chicos están bien”, después de todo.


No es discutible que el hombre en cuestión fuera un mal padre. Es que él nunca quiso ser padre. Quizás hubiera un cierto deseo inconsciente de paternidad en el hombre que donó esperma. No un deseo consciente, obviamente, o si no habría sido padre, es decir, habría ejercido. No es deseo suficiente (suficientemente determinado) para ser padre de hecho. Y esto último, por cierto, sería sólo lo mínimo exigible para el cargo. De ahí a ser “buen” padre aún mediaría un trecho.


Lo que tampoco me parece discutible, y la película lo muestra, aunque también lo acaba despreciando, es el deseo de esos chicos de tener un padre. Un padre hombre que tuviera el deseo de tenerles como hijos, y dejara embarazada a su madre para ello, y compartiera con ella su crianza. Ese “otro mundo” que por derecho les habría pertenecido, y enriquecido. El mundo del otro. Ese otro que es lo que uno no puede ser. Porque todo no se puede. Porque hay límites. Es ese otro mundo al que una mujer madre no da lugar cuando se insemina sin la participación del dueño del esperma, dando por sentado que el otro, el hombre, en este caso, es irrelevante. Y no importa si el hijo sí deseará a ese otro.


¿Pueden ser padres dos personas del mismo sexo? Las funciones paterna y materna pueden ser desempeñadas sin importar el sexo. Entonces podríamos pensar que sí, que dos persona del mismo sexo podrían ser buenos padres. Pero no, me parece que el asunto es más complejo. No es cierto ni falso, de partida, que dos padres homosexuales puedan ser buenos padres, precisamente porque las funciones paterna y materna las puede desempeñar cualquier sexo. Además, unos padres heterosexuales no son necesariamente mejores padres que otros que no lo sean.


Cabe pensar que los niños nacen a partir de la participación de un hombre y una mujer en su concepción. Esto tiene su importancia. Es lo que determina que no “todo” sea posible, porque dos personas del mismo sexo no pueden, en efecto, concebir. La paternidad tiene que ver, desde esta perspectiva, con la heterosexualidad.


La participación de los dos sexos en el proceso de concepción juega un papel indispensable, como es obvio. Si la ausencia de uno de los dos hace imposible la paternidad, ¿por qué debería (el deseo de) uno solo hacerla posible?, ¿por qué, justamente, debería ser “todo” posible? La pregunta cobra relevancia si queremos pensar en cómo afecta a un hijo su origen. Pensar en lo que significa para él tener un padre y una madre biológicos, no sólo funciones bien o mal representadas en su crianza. Sus padres son, en lo real, dos personas de sexo diferente que desearon concebirle. O así sería en principio.


La ausencia de uno de los padres, del hombre o de la mujer que le concibieron, es relevante en la vida del hijo. Si uno de ellos no está, el hijo le echará en falta, pues el ausente, con su deseo de paternidad, es uno de los dos causantes de su llegada al mundo. Este progenitor real le es robado al hijo si todo vale en la paternidad, si uno de los progenitores piensa que su deseo es todo lo que hace falta para ser padre (o madre). Una parte de su historia le es robada al hijo. La mitad. El hijo deberá confrontar en su vida el no deseo, aparente, de uno de sus padres por él. Todo porque el otro padre dé más importancia a su deseo de ser padre que al deseo de su hijo: esto es, el deseo de tener dos progenitores o padres reales, biológicos, que se desearon el uno al otro, y de cuyo deseo, o amor, nació él.


Todo, en pocas palabras, porque al otro padre no le importe el deseo de su hijo, únicamente el suyo.

Maestro del crimen (2017), Ric Roman Waugh

Vivir sin ataduras

 

A raíz de un accidente provocado por imprudencia, con consecuencias trágicas, un hombre por lo demás bastante normal que no parece mal tipo, sino todo lo contrario, descubre en prisión su lado oscuro, y lo abraza sin reservas. Argumento que ya habíamos visto, desarrollado por otra vía, en la serie Breaking bad.


Nicolaj Coster Waldau se entrega con seriedad a la creación de su personaje, y la película hace un intento bastante serio de plantear una historia con sentido y sensibilidad. Poco que reprochar, hasta aquí.


No se puede decir, sin embargo, que la realización aporte algo de interés, más allá de no entorpecer el desarrollo de la historia que quiere contar. Un Michael Mann podría enseñarle algo al director de esta película sobre cómo se cautiva, utilizando los recursos fílmicos, además de los dramáticos, a un espectador.


Donde la película resulta poco convincente, de todos modos, es en el drama. Me explico. Todo está hecho, como decía, con seriedad, es decir, con la intención de hablar de algo, no sólo de vender una entrada o, en otras palabras, un producto. Pero algo no acaba de cuadrar en el planteamiento argumental.


¿Un hombre renuncia a su familia para... qué? ¿Para protegerla? Esa parece la propuesta del guión. Y no carece de lógica, tal como lo señala el hijo del protagonista al reencontrarse con él tras los años de cautiverio. Para protegerla a ella y para sobrevivir él, que se verá obligado a cambiar para conseguirlo. Tanto que difícilmente pudiera entenderlo su familia, ni él lo conseguiría bajo el escrutinio de ella. Suponemos.


Este planteamiento aportaría una lógica a la historia. A su salida de prisión, sin embargo, ¿cómo se justifica la decisión del protagonista de cortar lazos con su familia de forma definitiva?, ¿a qué responde realmente un paso así? O sea, ¿de qué piensa que está protegiendo a su familia en ese momento?

 

Es una pregunta que nos hacemos porque es evidente que él quiere a su hijo, cosa que sabemos no sólo porque se emociona con sus cartas, sino porque no ha parado de pensar en su bienestar en ningún momento, haciendo de padre en la distancia, ofreciéndole un ejemplo moral a su hijo con sus acciones, enseñándole a distinguir entre el bien y e mal, o mejor dicho, entre lo que es correcto y lo que no lo es.


En esa tesitura, ¿a qué responde que prefiera cortar con él? ¿Acaso no sería mejor que siguiera presente en su vida? Por otro lado, ¿por qué piensa que no estar con él es lo mejor para su hijo? El hecho que crea poder enseñarle algo indica que no piensa que su influencia en él pueda ser negativa. Más bien al contrario.


¿No será, entonces, que este hombre, que ciertamente quiere a su hijo, también quiere otra cosa, más incluso que a éste? ¿No será que esa cosa es la libertad de que disfruta sin su mujer y su hijo? En mi opinión sólo así se entiende que prescinda de algo que ama: sólo puede hacerlo porque hay otra cosa que ama más. La libertad de hacer, literalmente, lo que dé la gana.

Nacido el 4 de julio (1989), Oliver Stone

Homo homini lupus

 

Toda guerra se puede caracterizar desde cierta óptica como un hecho absurdo, que responde a intereses egoístas e inhumanos de gente que lamentablemente no sufrirá sus consecuencias. Esa óptica sería, claro está, la de sus víctimas, los que sin participar en ella ven como sus vidas cambian irremediablemente par mal, y/o la de los propios soldados, que son utilizados como si fueran objetos sin vida, o sea, cosas, en la persecución de aquellos intereses.


Nacido el 4 de julio es una película que muestra ese tipo de guerra, desde esa óptica. Está muy bien realizada por Oliver Stone, en la cumbre de su talento en los ochenta y hasta más o menos Nixon, y muy bien interpretada por Tom Cruise, que se habría merecido algún Oscar a estas alturas, si no por esta al menos por Magnolia, en mi opinión.

 

Para mí esta película sólo tiene un pero, y es que se hace aburrida en todo un tramo, el de la estancia en Méjico, que yo no veo a qué responde y qué le aporta a la historia que nos quiere contar el director. Lo digo porque me parece que la temática señalada al principio de estas líneas, la de la explotación del ser humano por el ser humano y las consecuencias vitales y psicológicas que ella conlleva para el que se convierte en objeto desechable, ya está planteada y desarrollada perfectamente antes de dicho tramo, y entonces en esta otra parte la película se hace redundante, y por eso aburre. Y no es poco grave esto, porque uno tiene hasta entonces la impresión de estar viendo una película mucho menos impactante y fascinante que después, y eso estropea la valoración final.

Noticias del gran mundo (2020), Paul Greengrass

La aventura de la paternidad

 

Tom Hanks y Paul Greengrass se unen de nuevo y el resultado no podía ser otro que una obra maestra. Simplemente ocurrió lo que podía ocurrir.


A Hanks hay que hacerle un monumento porque no hay otro actor como él en este momento. Y lo realmente admirable es que su talento y olfato para el buen cine no decaen como el de otros grandes venidos a menos (¿alguien ha pensado en Russell Crowe?) Nos sigue dando algunas maravillas, cada tanto.


De Greengrass se puede decir que hoy es uno de los grandes directores, de los pocos que pueden coger el testigo de un Michael Mann, por ejemplo, dado el gusto de ambos por la acción (que no por los mismos géneros necesariamente).


Aquí tenemos un western en la vertiente más “fundacional” del género, el que muestra la construcción de EE UU, o sea, el atravesado por los movimientos migratorios y la lucha por la supervivencia de los pobladores de los nuevos territorios conquistados a los indígenas, con sangre.


Hanks debe viajar con una niña huérfana, víctima, precisamente, del salvajismo que está en la base sobre la que se construyó el país. El viaje de ambos, fascinante metáfora del nacimiento del sentimiento de paternidad, es conducido por el director con la maestría que se le ha podido ver a todo lo largo de su filmografía. Pocos filman la acción como él. A lo que no nos tiene tan acostumbrados es a la profundidad y a la sutileza en la construcción del drama.

Aquí, Hanks, y la niña, son la guinda del pastel. Sobre sus hombros es más fácil que florezca la emoción, una emoción desgarradora, gloriosa, que puntúa los momentos clave.

 

Es una película maravillosa, de principio a fin.

Para toda la humanidad  (2019), Ronald D. Moore

Huída hacia arriba

 

La carrera espacial puede ser una metáfora de la huida de casa, o sea, de la búsqueda de una vida lejos del hogar, de los padres. No como un paso en dirección a la madurez, sino como la declaración de que en casa no hay nada que merezca la pena, de que quizá se lo podrá encontrar fuera. Muy lejos, en otro mundo, quizá. Idea desoladora donde las haya.


Y sin embargo a ello parecen abocados los protagonistas de esta sólida serie dramática, unos astronautas a los que nada en la Tierra parece retener. En casa, estos aventureros espaciales dejan familias desamparadas, hijos condenados a vivir el mismo ciclo de alienación, de desapego hacia unas raíces, que ellos mismos probablemente experimentaron, razón por la cual "huyeron" al espacio.


Claro, no es este el mensaje que la propaganda pretende venderles. La americana o la soviética, que para el caso lo mismo da. Pero en el fondo, lo que vende es un modo de vida basado en la negación de la falta, de la pérdida, y por tanto de la huida hacia adelante, revestido de promesas de grandeza y heroísmo, de ese culto tan americano del profesionalismo, como modo de compensar, justamente, esa falta (de todo lo demás).

 

Lo bonito de esta serie es que muestra que todo, en verdad, gira en torno de las relaciones, de los lazos que unen a estos seres tristes y solitarios, que, en momentos puntuales, se encuentran los unos con los otros, se demuestran que las cosas podrían ser de otro modo, el cálido reconocimiento de que ser los mejores, demostrar lo bien que hacen lo que hacen, sirve para llamar la atención del otro, para ganarse su amor. En esos momentos la serie alcanza sus más altos picos de intensidad dramática. El sobresaliente.


Como ese padre interpretado por Joel Kinnaman que, en e fondo, sólo puede pensar en sí mismo, en su carrera, abandonando en gran medida a su hijo a su suerte. No es un mal hombre, es sólo un niño desamparado que ha aprendido que nadie va a ocuparse de él, que tiene que apañárselas para sobrevivir. Como su hijo ahora, debido, en gran medida, a sus actos como padre.

 

Una serie muy bien hecha, con buenos personajes, bien interpretados. Hasta Kinnaman, habitualmente soso, puede que lo peor de todo aquello en lo que trabaja, está bien aquí, en su papel.

Pig (2021), Michael Sarnoski

La comida como demostración de amor

 


Rob vive aislado en una cabaña, con su cerdo por única compañía. Un joven pasa semanalmente por ahí y le trae provisiones. A cambio, Rob le da las trufas que encuentra su cerdo en el bosque. El drama de la película empieza cuando le roban a Rob su cerdo, y este emprende una odisea para recuperarlo, acompañado del joven.

 


Lo que vemos es, pues, un viaje de descubrimiento mutuo, el que realizan Rob y su acompañante. Como había quedado claro al principio, en realidad la relación de ambos se limitaba a una pura y dura transacción comercial, sin más implicación emocional o personal. El desarrollo de aquella (y no la venganza, estilo John Wick) es la razón de ser de la película, que lo versa todo en el lado intimista sobre el de la acción, que es prácticamente insignificante.

 


Rob, como descubrimos en el viaje, se ha retirado de la vida (de las relaciones), a causa de una pérdida, por no poder soportarla. El propio padre del joven es, como veremos, una especie de reflejo de Rob, en este sentido. La cosa va, se podría decir, de padres e hijos. O quizá no.

 

Rob era chef, uno muy reputado. En una escena clave de la película, que define al personaje, Rob le explica al padre del joven que él recuerda cada plato que ha cocinado y, aspecto este fundamental, cada cliente al que ha servido. Es el vínculo con el otro lo que está atesorando Rob, como chef (como persona), además claro del amor por su trabajo. De hecho, es evidente que ese deseo está encubierto por el de la realización profesional. Ese profesionalismo tan americano. No es casual, al respecto, que a pesar de retirarse de la vida, como decía antes, Rob siga de algún modo vinculado con su antiguo mundo a través de las trufas, objeto preciado de la cocina. El cerdo (su robo), causante de su despertar, por así decir, sería entonces una conexión con la vida abandonada.

 


La cosa iría, entonces, de relaciones. Los hijos son relaciones capitales, sí, pero no necesariamente determinantes. El joven y su padre no tienen relación, de hecho. Sólo la entrada en juego de Rob, con su deseo reprimido (por vivir), posibilita el encuentro del joven con un “padre”, el propio Rob. Lo que importa, señala la película, es el deseo del otro, o de ser padre, o cocinero, en este caso. Rob tiene deseo de eso, o sea, de estar conectado con el otro, a su (reprimida) manera, y quizá el dolor extremo de una pérdida le ha alejado de ello. Pero no del todo, como vemos.

Por encima de todo (1992), Jonathan Kaplan

Tener la palabra

 

Michelle Pfeiffer es grande. Sólo hay que darle espacio, y dejarla trabajar, y todo lo demás sobra. En esta película, concretamente, todo lo demás, la realización, los diálogos, incluso algunas interpretaciones, está bien. Lo de menos, tal como su propio nombre indica, es la excusa argumental, ese viaje con motivo del funeral del presidente Kennedy.


Lo que nos interesa, y nos conmueve, es la historia de esa mujer que vive sin saber muy bien para qué hasta que una oportunidad se le presenta para engancharse otra vez a la vida. Esa oportunidad aparece bajo la forma de una niña huérfana de madre que viaja con su padre.


Su mutismo, su expresión triste, enganchan a Lurene, la mujer interpretada por Michelle. Son rasgos con los que quizá ella se ha identificado, porque una mujer como ella también es, en cierto modo, muda. No importa cuánto hable porque, en realidad nadie la escucha de verdad. Por eso probablemente hable tanto, para darse conversación a sí misma. Lurene se ha propuesto hacer hablar a esa niña, así, quizá, su vida encontrará el sentido que le falta. Porque, ¿qué es vivir sino existir para los demás?


Junto a la protagonista y verdadero valor de la película, destaca y le da el necesario contrapunto una niña que está perfecta en su papel, seguramente muy bien dirigida, porque no hace ni dice nada que no deba, nada que sobre, para que el encaje con la Pfeiffer funcione como merece esta bonita historia.

Red (2008), Lucky McKee

El otro no existe

 

Ave es un hombre que ha perdido a su mujer y a sus dos hijos. Ahora pasa el tiempo trabajando en su pequeña tienda o en compañía de su perro, que fue un regalo de su mujer. Estando de pesca se les acercan unos adolescentes. Uno de ellos tiene una escopeta, y con ella dispara al perro y lo mata, sólo porque sí. Ave se empeña en que se le haga justicia al perro, sea como sea, movido por su convicción de que las cosas hay que perseguirlas hasta el final.


Ave es un veterano de guerra. Como soldado debía luchar como pudiera, no rendirse jamás. Éste es su discurso, en base al cual lo justifica todo, más allá de cualquier límite razonable. Ave no entiende otra forma de pensar que no sea la suya, en pocas palabras. Quizá por eso fuera incapaz de ser buen padre.


Su hijo mayor tenía serios problemas mentales. Ave había pensado que era una cuestión de actitud, por eso le sugirió entrar en el ejército. Allí estuvo unos meses, hasta que le expulsaron por esos mismos problemas mentales. Poco después, en lo que pareció un brote, mató a su hermano pequeño y casi a su madre, que sobrevivió a su ataque pero quedó en coma y murió días después.


Ave no debió de ser un padre muy atento, consciente de la vida de su hijo. ¿Cómo iba a serlo, si no era capaz de aceptar otra forma de pensar que no fuera la suya? La aceptación de lo diferente, del otro como diferente, quiero decir, sólo aparece como consecuencia de la enseñanza de la Ley, o sea, de los límites. Ni Ave conocía límites, como vemos en esta película, ni pudo por tanto enseñárselos a su hijo. Los actos de ambos son la clara manifestación de esa falta de límites.


En el fondo, su empeño “legal”, por obtener lo que él considera justicia, está contaminado por su falta de conexión con la verdadera Ley. Es, con otras palabras, una falta de conexión con la realidad, la que comparte la sociedad al estar dentro de una misma Ley, como referente compartido por todos sus individuos. Ave no acepta que la ley (la escrita, en este caso) le diga que ”no”, es decir, que no le dé exactamente lo que quiere. Es cierto que en la película se muestra una ley corrupta, injusta por lo tanto, pero pienso que este particular no invalida mi planteamiento. La existencia de límites a lo que uno desea es el pilar fundamental sobre el que se sustenta cualquier sociedad (cualquier relación, vamos). De todas formas, si nos ponemos también podríamos pensar que a la corrupción se la puede combatir… dentro de la ley. Ave, como él mismo reconoce, fuerza las cosas hasta conseguir lo que quiere, que es literalmente la extinción del otro. Porque el otro, en el fondo, no existe. Nunca existió, para él.

 

Seguridad no garantizada (2012), Colin Trevorrow

Pensamiento mágico

 

Viajar atrás en el tiempo. ¿Por qué nos gusta tanto imaginar que es posible? En esta película un puñado de personajes se ven envueltos en una historia que gira en torno de esta posibilidad. Un anuncio clasificado en el periódico pide un compañero de viaje para ir al pasado, unos periodistas quieren averiguar de qué va la cosa, uno de ellos está más interesado en averiguar qué fue de su ex del instituto, y la investigación le permite volver a su ciudad natal.


El anuncio responde a la necesidad de un hombre de corregir un desafortunado giro del pasado. Uno de los periodistas podría conseguir lo mismo. El otro, como ya hemos dicho, tiene su propio modo de viajar al pasado. El que falta, un universitario inhibido, prácticamente detenido en la infancia, viaja casi como si fuera la primera vez que se suelta de la mano de sus papás. Ninguno de ellos, se diría, tiene ganas de vivir el presente cambiante. Todos están, de un modo u otro, anclados en el pasado.

 

El pasado siempre fue mejor, al crecer perdimos cosas, una novia, una madre, un hogar. Ilusiones, en suma. Este es, en mi opinión, el discurso de la película. El mismo, prácticamente, de Regreso al futuro. Es sobre todo el final el que conecta ambas. Cuando la ilusión de recuperar alguna de esas cosas parecía definitivamente perdida, el final feliz se encarga de reavivarla.


Todos compartíamos esa misma ilusión, claro está. ¿Y por qué no vamos a encontrarla realizada en una película? Pero algo no cuadra del todo, porque la trama se estaba desarrollando en otra dirección, hasta llegar a ese deseado (o temido, según se mire) final. Conscientemente o no, el autor de la película estaba hablando de la inevitabilidad de las cosas. De que las cosas pasan porque somos como somos, no como nos gustaría. Realismo puro, vamos. Las cosas no se cambian mágicamente, porque así lo deseemos, viajando atrás en el tiempo. El cómo lograrlo, la vía difícil, sería el argumento de otra película. Esta sólo acaba ofreciendo la vía fácil, infantil. La de la magia. Esta, como decía, no cuadra con el resto de la película, como quizá sí lo hacía en el gran referente del subgénero, en el que todo realismo había sido eliminado para desarrollar una fantasía de principio a fin.


Creo que un final acorde con el resto del desarrollo habría convertido a la película en una muy buena película, porque esta funciona muy bien en lo demás. Lo mejor, para mí, Aubrey Plaza y Mark Duplass. Ellos son el alma de esta historia, son los que hacen posible que nos creamos todo lo que vemos. Y el final, tomado en sí mismo, responde, como decía antes, a ese deseo general de ver que la magia es posible. Es, en ese sentido, muy satisfactorio. Si no fuera porque las expectativas creadas son otras (no ya por nosotros, sino por la propia película), y esto, el traicionar una línea dramática clara, es siempre un grave error.

Sex education (2019), Laurie Nunn

La divertida ignorancia adolescente

 

Estamos tan acostumbrados a ver a los adolescentes tal como los representan en las series y películas americanas que no resulta discutible, como opción creativa, que un instituto inglés parezca idéntico a uno americano. Y que nosotros lo aceptemos. Porque, ¿que mejor modo de conectar con alguien que siendo tal como ese alguien espera que seas? Si nos gustan las ficciones americanas, ¿por qué no iban a gustarnos otras idénticas?


Y lo cierto es que eso es lo más importante, dar lo que se te pide, si pretendes conectar con alguien: o sea, tal como dicen en esta serie, en un momento de su primera temporada: que dos personas estén juntas puede ser pura suerte, pero eso no quiere decir que para que eso ocurra no deban existir cosas (importantes) en común entre ambas. En otras palabras, sólo nos gusta quien (o lo que) nos da lo que deseamos, y deseamos lo que tiene mucho que ver con nosotros, de alguna u otra forma.

 

Así que sí, esta serie parece americana, y eso, al menos en este caso, funciona. Los americanos saben hacer esto muy bien, lo de vendernos historias, por más irreales que sean. En el fondo, detrás de la irrealidad (el envoltorio deslumbrante) hay algo muy real (los conflictos humanos), y eso es lo que nos hace conectar. Y conectar es lo que buscamos.


Sex Education habla de adolescentes tal como lo haría cualquier serie americana bien hecha. Y hablar de adolescentes es hablar de sexo. Así que la idea de hacer al protagonista especialista en sexo, o psicólogo, es muy divertida. Porque además está bien plasmada. A fin de cuentas, tal como lo plantean aquí, “saber” de sexo no hace al chico más listo, realmente, o más adulto/maduro. No. Él sigue siendo un adolescente "idiota", inmaduro, que no se entera de nada... de lo que le pasa a él.


Es una variante que da mucho juego, la verdad. Vemos lo de siempre, lo liados que está los adolescentes, gracias, en parte, a los “inútiles” de sus padres, que como vemos aquí, no por ser (psicólogos) adultos, supuestos expertos en comportamiento, saben criar a un ser humano. O sí, cada uno como puede, torpemente, con aciertos y errores.


Pero en esta serie van a lo fundamental, no se andan mareando la perdiz. Sexo, sexo, sexo. Y no es que la serie sea un gran drama, por otro lado, porque al estar planteada como las series americanas al uso, o sea, a las buenas y entretenidas, pero no ambiciosas, arriesgadas, series americanas, acaba cayendo en soluciones fáciles, en gratificaciones fáciles, quiero decir, para el espectador. Todo, más o menos, debe acabar bien, porque eso es lo que queremos todos. A nadie amarga un dulce. Y "dulce" es la palabra clave aquí.


El reparto merece unas líneas aparte. Está muy bien, en general, pero yo destacaría al protagonista, Otis, un gran personaje muy bien interpretando, con matices, rico. Hay otros personajes a gran altura, como Adam, el gay reprimido, y Ruby, la popular despiadada, ambos brillantes y divertidos a su manera. Pero como digo, muy bien en general.

Estamos tan acostumbrados a ver a los adolescentes tal como los representan en las series y películas americanas que no resulta discutible, como opción creativa, que un instituto inglés parezca idéntico a uno americano. Y que nosotros lo aceptemos. Porque, ¿que mejor modo de conectar con alguien que siendo tal como ese alguien espera que seas? Si nos gustan las ficciones americanas, ¿por qué no iban a gustarnos otras idénticas?


Y lo cierto es que eso es lo más importante, dar lo que se te pide, si pretendes conectar con alguien: o sea, tal como dicen en esta serie, en un momento de su primera temporada: que dos personas estén juntas puede ser pura suerte, pero eso no quiere decir que para que eso ocurra no deban existir cosas (importantes) en común entre ambas. En otras palabras, sólo nos gusta quien (o lo que) nos da lo que deseamos, y deseamos lo que tiene mucho que ver con nosotros, de alguna u otra forma.

 

Así que sí, esta serie parece americana, y eso, al menos en este caso, funciona. Los americanos saben hacer esto muy bien, lo de vendernos historias, por más irreales que sean. En el fondo, detrás de la irrealidad (el envoltorio deslumbrante) hay algo muy real (los conflictos humanos), y eso es lo que nos hace conectar. Y conectar es lo que buscamos.


Sex Education habla de adolescentes tal como lo haría cualquier serie americana bien hecha. Y hablar de adolescentes es hablar de sexo. Así que la idea de hacer al protagonista especialista en sexo, o psicólogo, es muy divertida. Porque además está bien plasmada. A fin de cuentas, tal como lo plantean aquí, “saber” de sexo no hace al chico más listo, realmente, o más adulto/maduro. No. Él sigue siendo un adolescente "idiota", inmaduro, que no se entera de nada... de lo que le pasa a él.


Es una variante que da mucho juego, la verdad. Vemos lo de siempre, lo liados que está los adolescentes, gracias, en parte, a los “inútiles” de sus padres, que como vemos aquí, no por ser (psicólogos) adultos, supuestos expertos en comportamiento, saben criar a un ser humano. O sí, cada uno como puede, torpemente, con aciertos y errores.


Pero en esta serie van a lo fundamental, no se andan mareando la perdiz. Sexo, sexo, sexo. Y no es que la serie sea un gran drama, por otro lado, porque al estar planteada como las series americanas al uso, o sea, a las buenas y entretenidas, pero no ambiciosas, arriesgadas, series americanas, acaba cayendo en soluciones fáciles, en gratificaciones fáciles, quiero decir, para el espectador. Todo, más o menos, debe acabar bien, porque eso es lo que queremos todos. A nadie amarga un dulce. Y "dulce" es la palabra clave aquí.


El reparto merece unas líneas aparte. Está muy bien, en general, pero yo destacaría al protagonista, Otis, un gran personaje muy bien interpretando, con matices, rico. Hay otros personajes a gran altura, como Adam, el gay reprimido, y Ruby, la popular despiadada, ambos brillantes y divertidos a su manera. Pero como digo, muy bien en general.

Sputnik (2020), Egor Abramenko

La prisión interior

 

Un niño huérfano tiene un defecto de nacimiento en los pies, tiene que moverse en silla de ruedas, pero se agarra a unas zapatillas como su posesión más preciada. ¿Será porque son un regalo de su madre? ¿Será porque le habita el deseo de caminar, es decir, de abandona la silla y ser libre?

Una psiquiatra colabora en el “tratamiento” de un astronauta recién aterrizado tras una misión en el espacio. Su compañero de misión ha sufrido graves heridas en el aterrizaje, y a él le están interrogando sobre el accidente en una base secreta.

 


Resulta que un ser extraterrestre ha penetrado en su nave y se ha metido dentro de él, en una relación simbiótica. A las autoridades este ser les interesa porque demuestra potencial como arma, mientras que la psiquiatra sólo quiere ayudar al astronauta a librarse de su invasor, que le convierte en esclavo tanto suyo como de su gobierno, sometiéndole, dicho de otro modo, a un régimen totalitario, como lo pueden ser la Unión Soviética o el orfanato (y la silla) donde vemos al niño al principio de la película. La prisión (narcisista) interior.

 


Lo que podría haber sido nada más que otra revisión, o copia, de Alien, una película sobre un monstruo asesino que se gesta en el interior de otro organismo y depende de él para vivir, se convierte aquí en una inteligente y sensible muestra de lo que una buena película de género puede ser, o sea, una historia sobre personas con dramas, y conflictos, humanos.

 


No es, en cualquier caso, trepidante, porque no es eso lo que pretende ser.

Temple Grandin (2010), Mick Jackson

La tranquilidad que se encuentra en los límites

 


Temple Grandin es diagnosticada de autismo a los cuatro años. No habla, y no presta atención a nada que no le interese. Su madre, sin embargo, piensa que no debe educar a su hija en el miedo y en el aislamiento de los otros, así que Temple asiste al colegio y acaba estudiando una carrera demostrando una inteligencia superior para las ciencias prácticas. Se especializa en el comportamiento del ganado, y desarrolla unas técnicas humanas para su tratamiento que se demuestran beneficiosas también a nivel industrial.


El mismo médico que diagnostica a su hija, le explica a la madre, ante su desolación y su desamparo, que el problema del autismo tiene que ver con un problema de la madre. Se le transmite, básicamente, que no supo darle a su hija el calor, o sea, el amor, que necesitaba, y por eso su hija enfermó.


No es que yo esté en desacuerdo con esta teoría. Pienso que el autismo se puede vincular con la relación entre la madre y su bebé, con el estilo particular del vínculo que existe entre ambos, y que algo que la madre hace puede tener como efecto una patología de este tipo. Esta relación existe siempre, en realidad, no sólo para esta patología. Lo que la madre hace tiene siempre un efecto en su hijo, mayor que el que tiene su padre en él, y a veces ese efecto es patológico. A veces, como en este caso, la patología es grave.

El problema no es teórico, para mí. Es un problema de formas. Cómo se dicen las cosas importa. Es determinante, por ejemplo, cuando hablamos de la educación. La forma como educamos es tan importante, desde el punto de vista de los resultados, como lo pueda ser el contenido de la educación.

El médico de la película agrede a su paciente. Lo que le dice lo dice de un modo que es vivido por ella como imposible de gestionar, de asumir, casi como si fuera un fuerte puñetazo. Es insoportable. A un paciente se le debe preparar para escuchar algo así, tal como a un boxeador se le entrena para luchar en un ring. El entrenamiento no puede consistir en darle una paliza al boxeador. En ese caso es muy probable que éste cambie de entrenador, o que directamente abandone el boxeo.

El médico “entrena” a su paciente escogiendo las palabras que le dice. Al decirle a una madre que ella es la causante de la grave enfermedad de su hija, y que se la ha causado “malqueriéndola”, el médico le está “dando una paliza”. Esto por una razón, principalmente: es que esa madre no es consciente de haber hecho eso.


En la relación de esta madre con su hija hay que tener presentes sus sentimientos (deseos) inconscientes. En la película, vemos lo más evidente, lo consciente. Desde esta perspectiva, parece claro que ella quiere a su hija, por todo lo que hace por ella. Pero también se apuntan detalles más sutiles, que se refieren al orden menos visible de sus sentimientos maternales, el inconsciente. Son gestos quizá menos fáciles de entender, porque no son claros. Son contradictorios. En la secuencia donde debe informarse para dejar a su hija en el internado, tenemos una muestra clara de lo que quiero decir.

Ocurren varias cosas que complican la comprensión del espectador. Por un lado, hay dificultades para que la hija sea admitida. Tienen que ver con la gravedad de su condición. Entonces uno de los profesores percibe algo en la chica, algo que en su opinión debería cambiar la percepción de esa gravedad. Él está convencido de que es apta para ser admitida. Antes, hemos visto una interacción entre la chica y este profesor, donde era clara la excitación de la chica, su placer, en ese encuentro. Después, vemos lo más extraño. La madre duda de si debe seguir pensando en dejar a su hija ahí. ¿Por qué? Esto es lo que en psicoanálisis se llama un “conflicto interno”. Está, por un lado, el deseo de que su hija vaya a ese colegio, y por otro su opuesto. ¿Qué ha motivado este último?, ¿por qué, de repente, cuando su hija parece que va a ser aceptada, parece que su madre ya no desea que se quede? La única pista que tenemos para interpretar la situación, lo único que desentona, porque es extraordinario, es la conexión que se establece entre su hija y el profesor.

Digo que desentona porque el “tono” general de la película, la idea, si se prefiere, que se asocia regularmente con la condición de la enferma, es el rechazo que genera en los otros. Aquí, de repente, aparece la aceptación. La madre generalmente se enfrenta a ese rechazo con obstinación, intentando convertirlo en aceptación. No aceptándolo, paradójicamente. No acepta que su hija sea “menos” que los otros niños, que deba ser tratada de modo diferente, excluida del sistema educativo normal, que tenga dificultades quizá insalvables para relacionarse con ellos, negando la evidencia de que en ciertos aspectos sí es menos que sus coetáneos. Cuando finalmente es aceptada, su primer impulso es alejarla, privarla de esa aceptación. Esto es muy llamativo. Se diría que, efectivamente, la madre va a hacer algo que perjudica a su hija, que quizá sí tiene que ver, entonces, con los problemas que tiene.

No es, de hecho, la primera vez que la vemos comportarse así. Antes, en la parte que transcurre en la granja, ya habíamos presenciado algo parecido. La hija se había adaptado bastante satisfactoriamente a las circunstancias. Estaba visiblemente contenta. Había empezado a dar muestras de su gran capacidad práctica, incluso. Deseaba seguir ahí. Y su madre no lo permitió.


No pienso que la idea de dejarla en la granja hubiera sido tan mala. La madre no lo vio así. Su hija debía ser como los demás, sea lo que sea que esto signifique, pues, ¿acaso somos todos iguales?, ¿acaso todos debemos hacer lo mismo? Son preguntas para pensar, más allá de que es obvio que todos entramos a formar parte de la cultura (la sociedad) sometiéndonos a unas normas comunes que nos uniformizan, que nos convierten en personas “normales”, y que como tales nos integramos y recorremos caminos convencionales. Aún así, pienso que hay lugar para las diferencias. Es esta idea la que me hace mirar a Temple Grandin y pensar que ella debería de haber podido seguir su propio camino, que no tendría por qué haber sido tan convencional como su madre “parecía” desear. Tengo serias dudas respecto de que fuera necesario hacerla pasar por el camino convencional, que tan claramente era vivido por ella como una tortura. Pienso, incluso, que muy probablemente habría podido llegar a desarrollar su potencial sin ese mal trago. Tal como lo estaba haciendo en la granja. Si lo pensamos fríamente, ¿qué consiguió por el camino que le impuso su madre que no hubiera podido conseguir del otro modo?, ¿relaciones personales, quizá? Sólo hizo una amiga, que estaba en parecidas condiciones de dificultad, o sea, que era más como ella que la mayoría. ¿Quién dice que no habría conseguido lo mismo por otro camino, uno más adecuado para ella, elegido por ella? Lo planteo en términos más “normales”: ¿acaso no habría que escuchar lo que un hijo desea, el tipo de camino que quiero seguir, cuando éste ya tiene una edad para pensarlo y expresarlo?


¿Qué pretendía la madre con su comportamiento? ¿Estaba ayudando a su hija, o le estaba poniendo las cosas más difíciles? Es difícil responder a la primera pregunta. Hay que entrar en el terreno de lo inconsciente, y no tenemos demasiadas noticias de ello aquí, más allá de las que he apuntado. Lo que sí sabemos, lo que puede ser un factor importante para entender la situación, es que falta el padre, la pareja de la madre de Temple Grandin. Es una falta importante que debe de haber tenido sus efectos en la problemática de la hija. Pero es difícil decir cuáles, concretamente, más allá de que como es lógico al faltar él faltó un contrapunto, una alternativa y quizá un límite a la voluntad de la madre. ¿Podía ese padre haber sido ese factor? Sí, podía. Pero no podemos saber qué habría sido diferente de haber existido.

Hay en la película detalles para pensarlo, de todos modos. El miedo de la enferma a los abrazos o la importancia del nombre en la puerta de su habitación son, ambos, aspectos de la problemática de los límites, de lo que en psicoanálisis se llama la Ley del Padre. Los límites son lo que define el espacio de cada uno, en esencia, aunque evidentemente se refieren a la definición de todas las cosas, pues estas son lo que son y no otra cosa en función de ellos. Las personas, a veces, tienen problemas con esos límites. Se dice coloquialmente que alguien “no tiene límites” para expresar que esa persona hace lo que quiere sin consideración por lo que se debe y lo que no se debe hacer.

Ese no tener límites debe de estar en la base de la patología de la chica. Ella los busca. Quiere saber de quién es su habitación con una certeza que no deje lugar a dudas, la clase de certeza que se consigue dándole un nombre y colocándolo en la puerta. Es como si ella no entendiera que eso no es necesario, ya que su tía le había explicado que la habitación era suya. Esto no era suficiente, ella es demasiado insegura. No cree a su tía, en pocas palabras. Debe de desconfiar de todo el mundo, de su madre la primera, pues no le permite acercársele demasiado. Necesita los límites para estar mínimamente tranquila. Quizá los límites que la presencia de un padre podría proporcionar, si ese padre y la madre formaran un buen equipo, se entiende. Esto es lo que trata de representar el concepto de Ley del Padre.


El modo de abordar esta problemática, como comentaba arriba, pasa por escoger las palabras. Sólo así es posible que una madre abrumada pueda soportar el dolor del terrible descubrimiento. El descubrimiento de su responsabilidad. Pues, como decía, ella puede no ser consciente de haber malquerido a su hijo. Porque conscientemente es probable que le quisiera, como suele ser habitual. Sólo en lo inconsciente se podría encontrar ese sentimiento conflictivo, el del rechazo del hijo, que a veces también existe. ¿Acaso no somos así de complejos? ¿Acaso no podemos querer y a la vez no querer algo? Pues motivos puede haberlos para ambas posturas.

Entonces, si una madre debe descubrir que su rechazo, su no deseo, puede haber enfermado de gravedad a su hijo, es importante que lo haga en condiciones favorables. Estas dependerán de cómo ella sea tratada en ese momento de descubrimiento, de cómo perciba que el otro la ve, de que se sienta entendida y ayudada. No maltratada, en una palabra. Sólo así podrá esa madre escuchar, y en el mejor de los casos, aceptar, su responsabilidad en el problema. La importancia de este hito es crucial, pues este sería el único modo en que ella podría permitirse afrontar su propio problema, su conflicto interno con la maternidad. Conflicto, por otro lado, no tan raro, como decía arriba. Más bien bastante normal. Lo raro no sería tener un conflicto así, sería que la parte que rechaza la maternidad fuera tan potente como para, efectivamente, llegar a malquerer a su hijo, para no quererte como necesita para estar sano.


No quiero perder la ocasión de decir algunas palabras sobre Claire Danes. Es una actriz superlativa. Los recursos que demuestra aquí, como en cualquiera de sus interpretaciones, quitan el aliento. Uno necesita, por momentos, respirar hondo para seguir mirando.

The Batman (2022), Matt Reeves

La muerte de la fantasía

 

Christopher Nolan decidió, en un mal día, que Batman debía ser un personaje de carne y hueso, o sea, alguien “real”, y no un “superhéroe” de cómic. Así que le privó de aquello tan genuino que es lo que realmente hace seductores a los superhéroes, los de las películas y los de los cómics: la magia, o sea, aquello que es propio del mundo de la fantasía.


Porque los superhéroes son una fantasía. Comparten rasgos del héroe clásico, que es también una fantasía, pero distinta, relacionada con la posibilidad de realizar actos imposibles para uno. Y tienen sus particularidades. Los superhéroes hacen lo imposible y también se saltan la Ley. O sea, representan, de algún modo, la fantasía de poder hacer cualquier cosa, sin límites.


Pero hay algo más, lo que estos Batman modernos no tienen: ligereza. Los superhéroes les pertenecen a los niños o a los adolescentes, no a los adultos. Por eso son más “ligeros”. Les falta el peso de la responsabilidad adulta. Se podría decir que Batman no es un “adulto”, por eso puede disfrazarse. Jugar a disfrazarse. ¿Alguien ve esa ligereza en el Batman de Nolan?

 


Nolan convirtió a Batman en un muermo de personaje. Seguía siendo un superhéroe, pero demasiado serio, como “seria” es la vida adulta. Por el camino se perdió la magia, la irrealidad, lo que es el mundo infantil, el más divertido.

 


Matt Reeves, por desgracia, sigue su magisterio. Y qué muermo ha rodado. Nolan por lo menos nos dio a Bane, y al Espantapájaros, monstruos rodeados de algo de esa magia que se encuentra en los cómics, mientras que Reeves no ha sido capaz de crear aquí un sólo personaje memorable, interesante, excitante. ¡Qué soso es el Batman de Reeves y Robert Pattinson! Pero es que los demás actores están igual de sosos, y esto, en mi opinión, es tan culpa de ellos como del director. No se entiende, de otro modo, que teniendo a su disposición tantos buenos actores (no hablo de Zoe Kravitz, que no sé si es buena actriz) haya tan poco que rescatar de sus personajes.

 


Nunca estuvo tan claro para mí lo bueno que fue el trabajo de Tim Burton en sus dos Batman.

The English (2022), Hugo Blick

La locura del amor

 

Cornelia, una dama de la alta sociedad inglesa, está buscando en el Salvaje Oeste al culpable de la muerte de su hijo. A lo largo de los seis intensos episodios que componen esta serie, seguimos su recorrido por ese inhóspito territorio, sin llegar a saber a ciencia cierta los detalles de la historia, ni acabar de entender sus motivaciones. Hasta el final.


Un hombre la violó. Ella decidió conservar a su hijo, por principios. El hombre tenía la sífilis y se la contagió a los dos. A los catorce años el hijo murió. Cuando finalmente encuentra a su agresor, Cornelia no es capaz de hacer lo que se había propuesto, matarle, por su hijo y por ella misma. Ésta sería una lectura de la trama.


Otra sería: Cornelia está enamorada de un hombre que ha emigrado a esas tierras salvajes; su viaje podría ser en el fondo la búsqueda de ese hombre (y por supuesto su maternidad la expresión de su amor por él). El agresor era un empleado de su amado, por eso Cornelia tiene a su hijo. De una retorcida manera, conserva a su amado.


A lo largo de la serie se repite esta idea: a veces ver algo es lo que hace falta para olvidarlo. En otras palabras, podríamos decir que hasta que no entendemos una cosa no dejamos de pensar en ella. Cornelia sólo podía olvidar a su amado yendo a su encuentro.


Una serie intensa, como decía, pero a la vez arrítmica, aburrida por momentos. Los personajes son en su mayoría caricaturas o meros esbozos. Los actores, eso sí, se dejan la piel. Emily Blunt es siempre una actriz maravillosa, y el malo, Rafe Spall, impresiona.

The night of (2016), Richard Price

La Ley del padre

 

Naz es un estudiante de origen paquistaní que está va a una fiesta universitaria en Nueva York. A partir del mismo momento en que se dirige a esa fiesta empieza a tomar malas decisiones, una tras otra, hasta que es arrestado como sospechoso de asesinato. Lo que sigue es la experiencia de Naz en la cárcel, a la espera de juicio, y el intento de su abogado por probar su inocencia.


La historia de Naz se juega, en mi opinión, en torno de sus decisiones. Las que toma antes del fatídico momento, y las que empieza a tomar después, en la cárcel.

En cierta medida su desarrollo hace pensar en un clásico moderno del género carcelario, Un Profeta. Hay algo de ella aquí, particularmente en el sentido del cambio que experimenta un hombre que es privado de su libertad y obligado a sobrevivir en una especie de tierra de nadie donde la ley no se aplica. La ley de fuera, se entiende. Porque uno sobrevive en ese entorno si incorpora nuevos códigos “legales” y aprende a guiarse por ellos.


Naz, como decía, había tomado un montón de malas decisiones el día de la fiesta. Todas ellas estaban basadas, para empezar, en la falta de sentido común. Por ejemplo, está el modo como Naz pretende llegar a su fiesta. No lo descubriré para no estropear el visionado. Nosotros nos preguntamos, a medida que todo se va sucediendo, esa noche, dónde tendrá ese chico la cabeza. Es un buen estudiante, tutor de otros estudiantes, al que inteligencia no le falta. Podríamos decir, así sin más reflexión, que lo que le pasa es que piensa con el órgano corporal equivocado. Pero esto sería injusto, porque hay en las decisiones de Naz un tal grado de confusión mental que eso no basta para explicarlo.

 

A Naz lo que parece faltarle es, justamente, un código, una Ley interna adecuada para conducirse en la vida, donde uno actúa como debe sólo si sabe qué es lo correcto. Que todo no se puede, en pocas palabras. Esto él lo aprenderá, como decía, en la cárcel. No estoy diciendo con esto que allí y aquí esa ley, ese código, apliquen igualmente. Es obvio que uno no puede vivir la vida como si esta fuera una cárcel, ese lugar que yo llamaba antes una “tierra de nadie”, donde es necesario matar o morir, literalmente. Fuera esto vale sólo metafóricamente. La ley de fuera (me refiero a la del exterior, la de la Constitución, para entendernos) es otra. A Naz claramente le faltaba ésta. Pero a Naz, primordialmente, lo que le había faltado era un padre. Como el que encuentra en la cárcel, quizá. Que le enseñara lo que debía hacer y lo que no, en la “tierra de alguien”, tierra de ley.

The promise (2011), Peter Kosminsky

Los elegidos de Dios

 

Erin es una chica inglesa que va a pasar un tiempo en Israel para acompañar a su mejor amiga, una israelí que debe hacer el servicio militar y establecerse en su país después de haber sido criada en Inglaterra. Erin es, además, nieta de un exmilitar, que durante el periodo de ocupación inglesa de Palestina, tras la 2ª Guerra Mundial, fue testigo del nacimiento del conflicto armado entre judíos y palestinos por el control del territorio palestino en el que se asentó el nuevo estado israelí, desplazando en el proceso a los palestinos allí residentes.


En esta serie asistimos, pasmados como Erin, a este proceso violento que nos parece atroz, del cual, sin embargo, no entendemos todas las implicaciones, porque no es nuestro mundo. Somos, simple y llanamente, ignorantes de lo que está pasando, como ella.


La serie muestra muy bien, en mi opinión, toda esa complejidad, o al menos una parte, moviéndose hábilmente entre los diferentes frentes. No sólo dos, palestinos e israelíes, sino árabes y judíos, no siempre identificados con un pensamiento único. Es decir, formas de pensar complejas, también marcadas por visiones parciales, las de cada ser humano.


Digamos, por ejemplo, que estos israelíes no son sólo el “pueblo elegido de Dios”, representantes de una virtud superior; son, también, como cualquier otro ser humano, con su particular modo de ver la cosas, que por ser parcial es discutible. Nadie tiene toda la razón, en otras palabras.


La serie representa bastante bien, decía, esta complejidad, aunque no se puede ignorar que toma partido por el frente árabe, el de los desplazados, que aquí son, desde la perspectiva de la serie, vistos como las principales víctimas.

 

Claire Foy, especialmente, resulta muy creíble, salvo por ese vicio tan de este tipo de personajes a los que se quiere mostrar como fuera de lugar que consiste en hacerles parecer directamente idiotas, no, como quizá se debería, ignorantes de una situación concreta. Así la vemos en varios momentos hacer cosas que no son, como digo, propias del que está desubicado circunstancialmente, sino más bien del que es simplemente idiota.

Tampoco es muy interesante el actor que representa al abuelo, en mi opinión, con esa cara de no se sabe muy bien qué, que muestra prácticamente siempre, como una pose, más que como la representación de un estado de ánimo.

Son pequeños fallos que no desmerecen el conjunto, muy intenso en general.

The Vanishing (1988), George Sluizer

Amores mortales

 

Rex perdió a su novia en una estación de servicio, tres años atrás. Ella simplemente desapareció. Él estuvo siempre convencido de que había sido secuestrada por un hombre con el que se la vio hablar en la estación, mientras él esperaba en el coche.

Durante esos tres años Rex ha estado obsesionado con encontrarla, con saber qué ocurrió, si sigue viva o no. Ha recibido mensajes de su supuesto secuestrador, que pedía encontrarse con él, pero que parecía estar tomándole el pelo, pues nunca se presentaba. Podía tratarse de un bromista con mal gusto, y nada más. Hasta que le conoció, y fue evidente que decía la verdad. Era él quien había secuestrado a su novia, y podía demostrarlo.

Ahora ese hombre le propone un juego peligroso. Debe acompañarle y hacer todo lo que le pida si quiere saber que fue de su novia. Rex acepta.


Es una historia sobre la no renuncia, en mi opinión. Es decir, sobre la imposibilidad de asumir la pérdida, de pasar pagina, como se dice comúnmente.

Rex no pudo renunciar a su relación con Saskia, obviamente. Nunca pudo rehacer su vida tras su desaparición, investir a otra mujer lo suficiente como para tener una verdadera relación de compromiso con ella.

Saskia, que es aquí una especie de fantasma, tampoco pudo, en su tiempo en el mundo, renunciar a Rex. Lo digo porque me parece evidente que ella estuvo tan enganchada a su relación con él como hemos visto que Rex lo estaba a ella. No se entiende de otro modo que tras un episodio tan angustiante como el del túnel, provocado por la actitud infantil de Rex, Saskia aún quiera estar con él. Me parece claro que ella no pone límites a esa relación, un punto de no retorno, una raya que al ser traspasada haga imposible volver atrás, es decir, ser perdonado por el otro. A mí me parece que ese episodio muy bien pudo haber sido esa raya.


Rex y Saskia están enganchados el uno al otro patológicamente. “Mortalmente”, se podría decir. La película se podría ver como una metáfora de las relaciones “mortales”, en las que dos personas se fusionan hasta prácticamente “desaparecer”. Saskia ya había desaparecido antes de ser secuestrada. Estaba “perdida” en su relación con Rex. Rex, como nos lo muestra la película, no “existe” si no está con ella. Quizá por eso sea lógico que acabe participando en un juego mortal, buscando, se entiende, la muerte. Porque no puede vivir sin Saskia.


No me parece, en conjunto, una gran película. La parte descrita me parece interesante y pienso que está bien hecha, con dos buenas interpretaciones, pero no opino lo mismo de la descripción del secuestrador, al que se le dedica más o menos el mismo espacio que a la pareja. Espacio que para mí está desperdiciado.

No es que esté mal hecha, esa parte, no quiero decir esto. Es que no me parece igual de interesante su caso que el otro. Él es un psicópata, un enfermo mental grave con el que no es posible identificarse. La pareja, sin ser demasiado “normal” tampoco, es algo más cercana. Lo suficiente como para que podamos conocer, siquiera de segunda o tercera mano, a gente así. Y tampoco pienso que esta historia necesitase a ese personaje para ser igualmente interesante. Él sólo es, para mí, un catalizador, el detonante que hace falta para mostrar los mecanismos del amor mortífero de la pareja.

 

La película está planteada como un thriller, una historia que debería transmitir ciertas emociones, de cierta manera. Pero no está desarrollada como debería para generarlas. Hay poca emoción, en mi opinión, en esta historia. Es muy fría. He leído por ahí que a Kubrick le pareció una película aterradora. No sé si a él esa frialdad le afectaría de algún modo. ¿La frialdad del psicópata? ¿Debería afectarnos la existencia de gente así? Puede. Pero no, difícilmente, si para llegar a nosotros la película nos ofrece a esta pareja un poco “loca” como vehículo de identificación. El silencio de los corderos funciona bien, en este nivel, por ejemplo.

 

Pero también la pareja de enamorados puede resultar fría, porque es una pareja de gente sin límites. Son más un buen objeto de estudio psicológico que gente interesante, en mi opinión. De ahí que el tono general sea frío. De ahí que yo, al menos, no sienta nada.

No entiendo qué pudo aterrar tanto a Kubrick. Gente como el psicópata existe, ¿debería eso asustarnos? Bueno, si hubiera por aquí una Starling con la que identificarse, puede que sí. Aunque tengo mis reservas. Lo verdaderamente interesante de esta historia es la lectura de que gente así sólo llega a gente como aquella pareja, gente sin límites. Pienso que otros no se dejarían “engañar”. Simplemente, no le prestarían atención, le ignorarían, tal como lo muestra la película.

Tierras de penumbra (1993), Richard Attenborough

El miedo de amar

 

C. S. Lewis había sido un solterón hasta que conoció a Joy Gresham, allá por los cincuenta y tantos años. Hasta ese momento se había convencido de que su vida, tal como era, era tal como debía ser. Tenía un sólido argumento a favor de esta idea: el dolor es lo que da sentido a la vida. En otras palabras, si él sufría, y suponemos que lo hacía, eso era normal. Así que, ¿por qué cuestionar las cosas, e intentar cambiarlas?


Él, en mi opinión, no podía permitirse amar, y esto, que dejaba un vacío demasiado grande en su vida, era lo que le hacía sufrir. De ahí que, siempre en mi opinión, se dedicara tan religiosamente a responder las cartas de sus admiradores/as: ese era el único modo que conocía de establecer relaciones basadas en el deseo de algo más. Eran relaciones con potencial para hacerle fantasear. De ahí, como no podía ser de otro modo, surgió el amor que le faltaba en su vida, el que le unió a su futura esposa.


Esta historia tan típicamente inglesa, en la línea de Lo que queda del día, por esa temática tan marcada de la represión sexual que es el eje de ambas, está contada de una forma tan sensible, tan delicada, y está tan bien llevada e interpretada por Anthony Hopkins, Debra Winger y demás actores, que uno no entiende cómo no se llevó todos los premios cuando se estrenó. Bueno, es que competía contra su hermana gemela, la mencionada unas líneas arriba, que, aunque no ganó tampoco, se lo merecía tanto como ella. Una pena. Pero que eso no nos quite el sueño, siempre podemos volver a ver la película para olvidarnos de esas pequeñeces y apreciar lo que importa, o sea, que el cine nos siga dejando estas obras maestras sobre las que volver una y otra vez.

Treme (2010), David Simon

La tradición bien entendida

 

 

El huracán Katrina deja tras de sí una Nueva Orleans arrasada, que en esta serie vemos intentar curarse y volver a la vida. Mucha gente, sobre todo esa gente humilde o con recursos justos, se ha quedado sin nada, o casi. La economía de la ciudad, basada en gran medida en la música, su gran tradición cultural, también se ha visto afectada, como es lógico.


Sin embargo, a pesar de lo que podría haber sido, la ciudad no está hundida. No, al menos, debido al paso del huracán. Es la conjunción de los poderes que la gobiernan, político y económico, según nos muestra la serie, la que parece empeñada en conseguir lo que la naturaleza no pudo.

 

Tal como es habitual en él, David Simon se propone describir desde la óptica más compleja posible como funciona una ciudad. Ya lo hizo en The Wire, exactamente del mismo modo, y lo vuelve a hacer en Treme. La única diferencia es el foco de atención en torno del que una realidad mayor gira, que cambia. Antes fue el trabajo policial, ahora lo es la importancia de la tradición, la transmisión de padres a hijos de unos valores y una cultura que son el bien más preciado que estos poseen.


El gran valor de una serie como esta, y de la obra de Simon, en líneas generales, está en tener la ambición de ir hasta donde haga falta para explicar algo, describir un asunto de interés, sin escatimar esfuerzo y recursos, sobre todo dramáticos, puestos al servicio de esa ambición. No importa el tiempo que haga falta, sólo contándolo todo sin prisa se puede contar bien una historia.

 

Cuando veo una obra de Simon, todas las demás me parecen inferiores, como si jugaran en categorías diferentes.

Twin Peaks  (2017), David Lynch

Los mundos de Lynch

 

David Lynch tiene un talento especial para manejar algo puramente cinematográfico, el tempo de la escena, el espacio dedicado e los diálogos, los silencios, las miradas de los personajes, que en conjunción con recursos como el sonido y la música, tanto como el de la imagen, genera en el espectador una tensión especial, una fascinación, incluso, por esos personajes y por todo lo que les pasa.


En pocas palabras, David Lynch es un maestro a la hora de crear las condiciones para que se produzcan la identificación y la inmersión en sus películas. Twin Peaks es un claro ejemplo de ello. No digo que sea el mejor ejemplo, pero sí que nos da lo que tan bien se le da a su director.


Luego está ese jugueteo con lo onírico que tanto le gusta y que tanto daño puede hacer, en mi opinión, al resultado final de sus obras. Lo onírico tiene algo de muy cinematográfico también, pero al final, para el espectador, tal como lo maneja Lynch, sólo es un espectáculo incomprensible, ajeno, en el sentido más amplio del término. Porque no es una cuestión de torpeza expositiva ni de limitaciones intelectuales, del director o de los espectadores. Es que los sueños son sólo de uno y de nadie más. Cuando Lynch plasma sueños, o escenas oníricas, o como se las quiera llamar, basadas en la introducción de contenidos fantásticos que huyen de los códigos imaginarios compartidos, no se le entiende. Esto, que a él probablemente no le importe, ni tiene por qué, a nosotros, por desgracia, acaba por sacarnos de sus películas. Aunque, todo sea dicho, podamos apreciar también una cierta riqueza estética en todo ello.


Aquí, concretamente, Lynch imagina un escenario que a mí me retrotrae directamente a su más fallida película, Dune. Es como si Lynch hubiera recuperado para esta serie escenarios o incluso metraje descartado de aquella. Es impresionante, sí, pero ajeno. Uno no entra del todo en la propuesta de ese mundo porque, de nuevo, no entiende ni papa. A mí me gusta entender, aún en el nivel que podríamos llamar inconsciente. Sin ese mínimo entendimiento la identificación y una verdadera, profunda, inmersión en sus películas resulta imposible.

Un lugar tranquilo 2 (2020), John Krasinski

No es un juego de niños

 

Los seres humanos intentan sobrevivir día a día acechados por unos seres de otro mundo, ante los cuales están completamente indefensos. Estos seres tienen el sentido del oído muy desarrollado, y la visión en cambio completamente inútil. Así, los humanos se ven en la necesidad de guardar el más absoluto silencio, como única forma de defensa y supervivencia. De todos modos, su deseo de sobrevivir es potente, buscan modos de combatir a estos depredadores. Así encuentran la manera de afectar a su desarrolladísimo sentido auditivo.


Este sería el argumento de la película. Nada revolucionario, obviamente. Pero tremendamente bien desarrollado como historia de suspense y acción. Ahí radica todo mi interés por ella, todo lo bueno que tiene la película, que está muy bien.

 

Como película de género que es, no me importa si hay fallos en otro orden de cosas, que los hay. Las típicas decisiones estúpidas que algunos personajes toman, por ejemplo, los niños habitualmente, tanto en esta como en la anterior película. Todo lo malo que pasa, monstruos aparte, pasa por culpa de los niños.

 

Decía que algunos aspectos de la película que en otras circunstancias me parecerían importantes (si esto fuera un drama, por ejemplo), aquí no tendrían por qué molestarme, para valorarla globalmente.

Esas decisiones infantiles, las de los niños, me molestan no porque no estén bien fundamentadas psicológicamente, que habría que verlo, sino porque son recursos muy fáciles para hacer avanzar la acción. Es falta de ingenio, de ese que se muestra más generosamente en el montaje, en las tomas y en la dirección de actores. ¿Es que no hay otra forma de conseguir que ocurran cosas, que no sea el hacer que lo niños actúen como niños?

Sí, me diréis, parece que es lógico que esto ocurra, y lo es, pero sólo desde un punto de vista psicológico. Me explico. Los niños son niños; que actúen como tales, entonces, ¿no? Vale, pero ¿qué pasa con lo padres, entonces? Sabiendo que los niños son niños, ¿cómo pueden dejarles solos, (como siempre pasa en películas como esta) cargándoles de responsabilidad en un escenario tan complicado? ¿No os parece?

Desde dentro, como espectadores implicados en lo que vemos, es muy fácil interpretar que todo (lo malo, sobre todo) es culpa de los niños, y olvidar que no es así, que en realidad todo es culpa (responsabilidad, siendo precisos y justos) de los padres. Porque son estos quienes toman las grandes decisiones. Se ve en la película mucho de esto, en momentos que, como decía, hacen avanzar la acción. El problema, para mí, es que es un recurso fácil, que muestra falta de ideas. Y molesta mucho, porque al verlo me siento estafado, como si me vendieran gato por liebre. Quiero ingenio, no recursos fáciles. De ahí que no puedo decir que es una gran película.


También podríamos preguntarnos por qué la película se empeña en mostrar a niños actuando como niños, o sea, equivocándose. Si, quizá, hay un discurso ideológico (contras los niños) detrás. Pero este sería el contenido de otra crítica.

Una joven prometedora (2020), Emerald Fennell

No metoo ques

 

Esta película, como todas, la podemos valorar desde dos perspectivas al menos. Una, la del entretenimiento, donde se puede decir que la película cumple, es resultona y entretiene. Sin exigirle demasiado, eso sí. La otra, la del sentido y el valor de lo que nos cuenta, donde es, en mi opinión, muy fea, antipática y pobre. Es, desde este punto de vista, un vehículo para la expresión del feminismo más radical y obtuso. Lo que vemos es el resentimiento de una persona (mujer) dirigido contra los hombres, todos metidos en el mismo saco. Y, curiosamente, también contra las mujeres, a las que parece que la directora mete a la fuerza, de nuevo, en ese saco. Todos y todas son malas personas, si nos atenemos al retrato que se hace de ellos. La única que se salva, además de la protagonista, es una transexual. No sé qué querrá decir esto. Y ojo, vista desde fuera, esa protagonista resulta cualquier cosa menos simpática y buena. Todo lo contrario.


A mí, ver a una persona seducir a otras para luego juzgarlas y condenarlas sistemáticamente me choca bastante. Se me viene a la cabeza el famoso caso de George Michael, al que un policía arrestó por conducta indecente, porque intentó seducirle en un local de copas o una discoteca. O algo por el estilo. Es que me da igual qué pasara exactamente ahí. Creo que lo esencial, lo "peligroso", es que este hombre, esta persona, quería follarse a otra. Y esto, hoy en día, está mal visto.


No me entendáis mal, sé que seducir y violar no son la misma cosa. En esta película se habla, en principio, de lo segundo. Que obviamente es un crimen, un acto de agresión y violencia ilegal. Pero creo que esto no es, en el fondo, lo que se acaba discutiendo aquí.

A una chica la violaron, sí, pero a Cassandra (la seductora) no. ¿De qué va Cassandra? ¿Qué le pasa a ella con los hombres?

Este es el tema, en mi opinión. Pero no se toca en la película. Porque de hacerlo, no podríamos evitar hablar de una mujer tan perturbada, en cierto sentido, como los violadores del vídeo. Una sádica. Una persona que no parece poder relacionarse con los hombres (o con las mujeres, que para el caso es lo mismo). Que busca, en realidad, confirmar sus paranoias, más que encontrar el amor.

La paranoia es, quizá, el verdadero tema de la película. Un tema plenamente americano, por otro lado. No feminista. EE UU es el país de la paranoia, de las cazas de brujas (la última, el metoo), del mccarthismo, del culto a las armas, para defenderse de no se sabe muy bien quién. Cassandra es muy americana, en esto.

 

Los argumentos feministas se desmontan fácilmente, si nos ponemos pesados con ello (como digo, en mi opinión, aquí no se trata de feminismo, sino de paranoia).

El argumento, repetido aquí por los violadores y mirones, de que eran críos, me parece más complicado de lo que nos quiere hacer ver la directora. Porque es verdad que unos posadolescentes como ellos están aún por terminar de formar, moralmente. Esto no disculpa al violador, porque como es evidente no todo inmaduro va por ahí violando. Pero sí que permite entender algunas cosas. La dificultad para hacer lo correcto, cuando se es testigo de un delito, por ejemplo. Porque la ignorancia es un factor a tener en cuenta. Y también el miedo. Miedo a ser diferente, marginado, si no se pliega uno a la voluntad de la masa. Esto es quizá lo que les pasa al pediatra y a la chica que intentan negar lo que vieron. Miedo a distanciarse de la masa, a tener voz propia, con los riesgos que esto conlleva: la exposición a la crítica (en el mejor de los casos, en el peor, el aislamiento social y el linchamiento). Lo más fácil, para los que no están muy seguros de sí mismos, de sus valores (porque estos deben de ser frágiles), es seguir la corriente.


En fin, si nos esforzamos mínimamente acabamos por percibir la superficialidad y el maniqueísmo de esta película, así como el discurso paranoide que hay detrás de la actitud de Cassandra (y de la directora).

 

Uno de nosotros (2020), Thomas Bezucha

La buena madre

 

En estos tiempos en que el feminismo se ha vuelto un poco loco, en que la defensa de los derechos de las mujeres no es más que una excusa para otra cosa, aparentemente quitarse de en medio a los hombres, más exactamente a todo aquel que no piense como yo, esta película llega, como agua de mayo, para reivindicar la que es, en mi opinión, la verdadera importancia de la mujer, su auténtico lugar de privilegio y responsabilidad en el mundo: la defensa y la protección de la infancia.


Cuando su hijo muere, y su nuera queda en una clara posición de desamparo, los cual afectará a su nieto, la madre y abuela interpretada por Diane Lane tiene muy claro lo que debe hacer. A ella le corresponde ayudarles.

Hay algo de egoísta en su postura, obviamente. Ella quiere conservar a su hijo muerto en su nieto. La película muestra el hecho abiertamente. Incide incluso en el tema de la "locura" materna. Tanto esta como la otra madre fuerte de esta historia, la otra "abuela", muestran en cierta medida el amor sin límites, loco, de una madre por su hijo. Esa misma locura que yo veo en el feminismo actual, vamos.

La diferencia entre una y otra abuela reside, finalmente, en la posición en la que acaban colocándose. Donde la locura de una condena, como no puede ser de otro modo, a toda su familia, la sensatez de la otra salva a la suya. Esta abuela se hace cargo, de algún modo, de lo que su hijo no pudo al morir, le sustituye como "padre", allí donde la viuda no puede llegar por sí sola, con sus limitados recursos.


Si no me parece que esta emocionante película sea mejor es porque el desarrollo del personaje de Kevin Costner me parece flojo. Y esta flojedad condiciona al conjunto. Hacía falta un personaje coherente como contrapunto. Un “padre", en este caso. Lo pongo entre comillas porque no me refiero a lo obvio, al género masculino. Me parece que lo que hacía falta en esta película era la presencia de la función paterna encarnada por la pareja de la “madre”, o abuela, en este caso. Esta representaría la Ley, justo lo que pone un límite al amor de la madre cuando éste es excesivo, cuando no atiende a razones.

La madre, sin el padre, no se basta para criar, o proteger, a un niño. Ahí está esa tremenda loca que es la otra abuela para mostrar a qué me refiero: una madre sin límites, sin la razón y el contrapunto del padre, que se convierte en una loca. Si me parece que este padre (este hombre) está mal desarrollado es porque a la hora de la verdad se muestra débil. Y además, esto no casa bien con el planteamiento inicial del personaje que la propia película ofrece.

Él es un tipo duro, eso está claro. Su debilidad, o torpeza, en momentos críticos, no parece consecuente. No se entiende que se meta donde se acaba metiendo, siendo lo que es, un duro ex policía, tan falto de previsión. No lo justifica, desde luego, su edad. No, porque le vemos alerta, capaz, en otros momentos.

 

Casi parece que, por el signo de los tiempos, haya que quitárselo de en medio para darle protagonismo a la mujer.


Pero, como decía, la madre sin el padre no es lo mismo. El hombre cuenta también, en la vida del niño. El padre es fundamental también, para el hijo. Esto es lo que parece olvidar el feminismo de nuestros días.

 

Unorthodox (2020), Anna Winger

El peso de la tradición

 

Una chica apenas salida de la adolescencia se casa con el hombre que su familia le ha buscado. Es un matrimonio concertado, a la manera tradicional de los judíos ultraortodoxos. El matrimonio no resulta como ella esperaba, el hombre que han elegido para ella es como un niño que aún no ha salido de debajo de las faldas de su mamá.


La chica, quizá porque ha tenido una vida difícil, quizá porque no ha tenido unos padres típicos, esperaba otro tipo de relación con su marido. Una más rica, con alguien que la quisiera con más generosidad, que también pudiera ocuparse de ella. La tradición en la que ha sido educada, sin embargo, coloca a la mujer y al hombre en posiciones muy marcadas, totalmente rígidas: ella debe ocuparse de él y de sus hijos, él debe trabajar. Y aunque no es ella una mujer del todo ajena a esta tradición, que no encaje en absoluto, sí que le cuesta aguantar esa rigidez emocional. Es, en el fondo, una adolescente idealista y romántica, es decir, por definición, alguien que no tiene las cosas muy claras, que no sabe cómo funcionan las cosas, cómo es la vida, y por eso quizá le pide más. Y quizá con razón. Por eso acaba escapando de ese entorno que la reprime en busca de una nueva vida.

 

Sólo por el trabajo de la protagonista ya merece la pena ver esta historia desgarradora. Es un prodigio de expresividad e intensidad que ni Julianne Moore o Meryl Streep, vaya. Claro que podríamos olvidarnos de la directora, y cometeríamos un grave error. Está claro que a ella debemos agradecerle que la protagonista pueda lucirse como lo hace, con todo el peso emocional de la historia sobre sus hombros. Por no haber no hay ni música para señalar los momentos intensos, de esa que confunde, que a lo mejor crea emoción donde no la hay.


Muy buena.

 

Starred up (2013), David Mackenzie

Cambiar o no cambiar

 

Eric, es trasladado a una cárcel de adultos desde un correccional de menores de manera extraordinaria, porque es un chico especialmente conflictivo. Su padre es un preso de larga duración allí. Eric nunca tuvo relación con él, que ya estaba preso cuando era un niño. A su vez, su madre murió, y Eric acabó en casas de acogida, en entornos tóxicos. En la cárcel, su padre intenta protegerle, a su manera. El encuentro se revelará fundamental para ambos.


Tanto Eric como su padre son personas difíciles. Se diría que para ellos las relaciones son aterradoras. Ante los otros, se comportan como perros apaleados.


En la cárcel esa es la actitud general, una actitud ultradefensiva. En un clima afectivo así, donde todo gesto del otro es recibido con sospecha, y cualquier acto interpretado como un modo de agresión, la respuesta automática, la única respuesta, es el contraataque. Quizá lo único que podría cambiar esta dinámica fuera una respuesta más “pasiva”, pero incluso gestos de esta clase son vividos como ataques encubiertos. Realmente no hay posibilidad de relación, como no sea por medio de la violencia.


Hay en esa cárcel un terapeuta que intenta ofrecer a los reclusos como Eric un modo de relación diferente. Que entiende que el ciclo de violencia es una vía muerta, que sólo conduce a la perpetuación de modos de funcionamiento antisociales, y que parece convencido de que se puede interrumpir.


No es quizá muy realista el modo de resolver la relación entre el terapeuta y Eric. Hay intervenciones técnicas que en la realidad habrían estropeado esa relación, que habrían impedido el proceso terapéutico. No parece creíble que ese joven hipernervioso pudiera aceptar la intrusión del otro más allá de sus defensas. No como se plantea en la película, al menos (cuando le aborda en su celda, su espacio). Ni tan rápido. Nadie acepta ayuda sin desearla, en realidad. No digamos alguien tan “vulnerable” como Eric.
Porque pienso que esta película habla de la extrema vulnerabilidad de personas que, como los presos y los carceleros, viven en un entorno donde el “control” lo es todo, donde la imprevisible espontaneidad no tiene cabida.


Pienso que busca control el que no lo tiene, que quiere un control total el que no controla nada. ¿Controlar qué? El mundo y a las personas que hay en él. Dicho en otros términos, las relaciones. No hay nada más aterrador que vivir en un mundo que uno no entiende, rodeado de personas con las que uno no sabe como relacionarse. Es esa comprensión la que da el tan ansiado “control”. Control que es siempre relativo, no absoluto, porque está limitado por el control que se cede a otros para convivir con ellos. El deseo de control que vemos en estos personajes tiene que ver con el terror que deben de sentir por no controlar nada, o sea, por no entender nada. Es esa vulnerabilidad de la que hablaba.


Los presos están encerrados porque no respetan la ley. Y deben aprender a respetarla, para ser liberados. Se supone que castigo y “corrección” son fines que deben ir de la mano, en el encierro. Quizá se entiende que la privación de libertad ayuda a abrir los ojos a lo malo de uno.


La corrección buscada, sin embargo, al ser impuesta, está condenada a fracasar. El cambio personal sólo llega de la mano del deseo. O sea, debe ser buscado voluntariamente.


Un preso puede cambiar, pero no por imposición. Debe ser por deseo. Eric lo desea, por eso hay película. Pero me parece que la película falla en el modo de describir el proceso.


El terapeuta, como catalizador de ese cambio, debería ser “pasivo”, para que el activo, el que pusiera las ganas, fuera el “enfermo”. En la película vemos como este terapeuta “fuerza” que ocurran las cosas. No al principio, en su primer encuentro de grupo, donde interviene en defensa de Eric. Sí después, cuando se presenta en su celda. Al autoinvitarse (al poner él el deseo del encuentro) no está teniendo en cuenta los tiempos del enfermo, su capacidad para acercarse a él, a su manera, para cambiar. No está protegiendo el tratamiento, no importa que pretenda curar. Es lo que en psicoanálisis se llama “furor sanandi”, el deseo excesivo de curar, que tiene que ver con que hay un deseo ajeno a la situación del enfermo relacionado con la satisfacción del terapeuta de curar, entre otros.


En el primer episodio, en el lugar de la terapia, la intervención del terapeuta había sido bienvenida, y apropiada. Después, en la celda, no. No había, en mi opinión, manera de resolver favorablemente este segundo encuentro, porque la presencia del terapeuta no era deseada por Eric. Esa intervención muy probablemente habría estropeado la relación de ambos, si se hubiera dado en la realidad. Lo opuesto, lo que nos muestran, habría sido prácticamente imposible.


Eric sí quería ser ayudado. Sólo que probablemente no lo “sabía”, pues debía de ser un deseo inconsciente. En su consciencia (tanto en la suya como en la de los demás “habitantes” de la prisión) quizá no había sitio más que para el deseo de control. Control por medio de la violencia.


Sólo muy lenta y gradualmente esos habitantes podrían resignar dicho control, que en primer lugar es autocontrol emocional. Me refiero al bloqueo (inconsciente) de la posibilidad de sentir cosas, tales como la empatía necesaria para relacionarse. Porque toda espontaneidad en ese sentido debía de ser vista, en su experiencia, como debilidad.


Esto se ve muy claramente, porque está bien planteado, en la dificultad de unos y otros para tolerar el cambio. Lo vemos en las conversaciones del grupo terapéutico. Los presos tienen grandes dificultades para aceptar las palabras de sus compañeros, cuando no les gusta lo que oyen. Les cuesta mucho, en pocas palabras, hablar de verdad. “Hablar” es aceptar un intercambio oral. Los presos levantan sus defensas contra las palabras, interrumpiendo ese intercambio, cuando esas palabras dicen cosas de ellos, cosas que si uno lo piensa siempre conllevan un cierto grado de agresión, pues son inesperadas, porque uno no suele pensar mucho sobre sí mismo, decirse cosas así. A estas personas les cuesta modificar esas defensas, rebajarlas siquiera un poco, porque… no han aprendido a tolerar al otro. Los límites que la existencia del otro les impone, concretamente. Y los carceleros, a su vez, ven con malos ojos que estas personas a las que tienen controladas cambien. El cambio del otro para ellos es intolerable (como lo es para los mismos presos), porque ello debe de confrontarles con su propia dificultad para cambiar, quizá “curarse” de lo que les aflija, que dado el modo como se protegen de ellas, dado ese grado de fragilidad, en otras palabras, deben de ser muy inquietantes. El cambio del otro les confronta, además, con el abandono, pues el que cambia se aleja de ellos, de algún modo.


Todos estos procesos son inconscientes, relacionados con los aspectos más infantiles de la personalidad (que pertenecen a la historia infantil, quiero decir), en concreto con los mecanismos defensivos más infantiles, lo cual unido a la falta de límites de este tipo de individuos, da lugar a las reacciones extremas de unos y otros, presos y carceleros. La intensidad de esas reacciones tiene que ver con el extremo malestar, con la extrema vulnerabilidad de la infancia, de individuos “sin hacer” que se defienden como pueden del terrible dolor ante el desamparo en que un entorno tóxico (el padre de Eric es el claro ejemplo) les deja.
La descripción de la dificultad del cambio me parece la principal virtud de esta película. De como las resistencias se oponen al cambio, resistencias que pueden ser internas y externas, como tan bien nos muestra.


En la escena de la celda, son las defensas internas de Eric las que ponen trabas a su deseo de cambio. Su reacción a la visita/intrusión del terapeuta, que es hasta cierto punto normal, por lo que he comentado de que ese es su espacio “privado”, también tiene algo de excesivo. Tiene que ver con modos arcaicos de funcionamiento, que no quieren ceder terreno, porque “deben” seguir protegiendo a Eric. Sólo paulatinamente, con el conocimiento que el individuo va incorporando, puede éste construir nuevos modos, y resignar los arcaicos.


El trabajo del psicoanálisis tiene este valor “didáctico”, que además es terapéutico, porque el conocimiento ayuda a hacer las cosas mejor, y esto da tranquilidad y bienestar. Cura, en una palabra. El ritmo es un factor crucial, en este trabajo, pues todo apresuramiento del proceso alerta a las defensas originales (infantiles), y estas actúan impidiendo que el proceso continúe, como he comentado.


Por fuera, a Eric se le oponen las resistencias de los otros. Pareciera como si Eric fuera percibido como más “peligroso” si cambiara que siendo un criminal conflictivo. Es lo que podríamos denominar “perversión del sistema”. Hay cosas que siendo propias del sistema le impiden funcionar como tal. En este caso, hay un sistema que pretende cambiar al individuo, ayudarle, pero a la vez se lo impide, porque el cambio de ese individuo no parece convenirle. Es que el sistema, a fin de cuentas, está ejecutado por individuos, y son estos (o mejor dicho, sus patologías) los que quizá inevitablemente lo pervierten.

 

Violet (2021), Justine Bateman

Los demonios personales

 

Violet escucha una voz en su cabeza que le dice lo que debe hacer. Literalmente. Es una voz de hombre, es decir, una voz ajena, que le advierte de que lo que su cabeza (ella misma, esta vez) le pide está mal, casi como si supiera lo que piensa. Aquello que quizá ella misma no sabe que “piensa” conscientemente. Supongo que ambas voces se corresponderán con partes de la propia Violet.

Violet quiere complacer a la voz que la censura. Y mientras la vemos debatirse entre lo que parece su deseo y lo que le dicta la voz, podemos leer textos en proyectados en la pantalla que parecen escritos por ella, tal como podrían leerse en un diario íntimo, como obedeciendo a otra parte de sí misma, diferente de las otras dos. Estas palabras representarían también a sus deseos, en mi opinión, aquellos que Violet no se atreve a realizar, que sí están en su consciencia.

Estas tres partes de Violet se podrían corresponder con las tres instancias psíquicas, el yo, el ello y el superyó.

 

Pero no está muy claro por qué la voz que la coarta es masculina. No sabemos si esa voz se corresponde con la de algún hombre de su vida, quizá con la del padre, a la manera de un superyó paterno, o con la de alguna pareja. Nada lo aclara, pues de su padre poco sabemos, salvo por un comentario que hace Violet muy de pasada cuando tiene una discusión con su hermano. Un comentario positivo, por otro lado, que no describiría a un hombre castrador como el de su cabeza.

La película tampoco habla demasiado de sus relaciones sentimentales. Sí que hay una escena en la que ella es gritada por su ex (también su hermano le grita en otra), pero nada apunta a que debamos interpretar la escena como muestra de que Violet ha sufrido maltrato masculino.

Más bien lo que la película muestra es que Violet es frágil, y se ve sometida a maltrato por cualquiera. No pretendo decir que todos la maltraten, pues no es eso lo que se nos muestra. Es que ella es tan insegura que todo le resulta amenazador.

La que sí nos es mostrada muy negativamente es su madre, breve pero significativamente, como si fuera la gran maltratadora de su vida, quizá el origen de sus problemas. Aquí tenemos un dato implícito del padre: éste habría sido incapaz de defender a su hija de la madre.


Por esta falta de claridad y de aparente confusión no puedo valorar más una película que, de todas formas, me ha emocionado profundamente. ¿Por qué? Quizá porque la directora, que orquesta un espectáculo muy vistoso y emocionante, y Olivia Munn, que está perfecta en su fragilidad, consiguen atraparnos en esta historia de angustia y de miedo a la vida que, por fortuna para nosotros, va por los cauces adecuados para finalmente hacernos tener esperanzas en la especie humana. O sea, en este caso, en la capacidad de uno para superar sus limitaciones y sus miedos.

Al final, parece que Violet ha conseguido fortalecer su posición, pisar terreno firme. No es casual que esto ocurra cuando aparece en su vida una persona diferente, honestamente interesada en ella, y que parece capaz de preocuparse por ella, de cuidarla. Justo lo que parece que sus padres no supieron hacer.

Violet escucha una voz en su cabeza que le dice lo que debe hacer. Literalmente. Es una voz de hombre, es decir, una voz ajena, que le advierte de que lo que su cabeza (ella misma, esta vez) le pide está mal, casi como si supiera lo que piensa. Aquello que quizá ella misma no sabe que “piensa” conscientemente. Supongo que ambas voces se corresponderán con partes de la propia Violet.

Violet quiere complacer a la voz que la censura. Y mientras la vemos debatirse entre lo que parece su deseo y lo que le dicta la voz, podemos leer textos en proyectados en la pantalla que parecen escritos por ella, tal como podrían leerse en un diario íntimo, como obedeciendo a otra parte de sí misma, diferente de las otras dos. Estas palabras representarían también a sus deseos, en mi opinión, aquellos que Violet no se atreve a realizar, que sí están en su consciencia.

Estas tres partes de Violet se podrían corresponder con las tres instancias psíquicas, el yo, el ello y el superyó.

 

Pero no está muy claro por qué la voz que la coarta es masculina. No sabemos si esa voz se corresponde con la de algún hombre de su vida, quizá con la del padre, a la manera de un superyó paterno, o con la de alguna pareja. Nada lo aclara, pues de su padre poco sabemos, salvo por un comentario que hace Violet muy de pasada cuando tiene una discusión con su hermano. Un comentario positivo, por otro lado, que no describiría a un hombre castrador como el de su cabeza.

La película tampoco habla demasiado de sus relaciones sentimentales. Sí que hay una escena en la que ella es gritada por su ex (también su hermano le grita en otra), pero nada apunta a que debamos interpretar la escena como muestra de que Violet ha sufrido maltrato masculino.

Más bien lo que la película muestra es que Violet es frágil, y se ve sometida a maltrato por cualquiera. No pretendo decir que todos la maltraten, pues no es eso lo que se nos muestra. Es que ella es tan insegura que todo le resulta amenazador.

La que sí nos es mostrada muy negativamente es su madre, breve pero significativamente, como si fuera la gran maltratadora de su vida, quizá el origen de sus problemas. Aquí tenemos un dato implícito del padre: éste habría sido incapaz de defender a su hija de la madre.

 


Por esta falta de claridad y de aparente confusión no puedo valorar más una película que, de todas formas, me ha emocionado profundamente. ¿Por qué? Quizá porque la directora, que orquesta un espectáculo muy vistoso y emocionante, y Olivia Munn, que está perfecta en su fragilidad, consiguen atraparnos en esta historia de angustia y de miedo a la vida que, por fortuna para nosotros, va por los cauces adecuados para finalmente hacernos tener esperanzas en la especie humana. O sea, en este caso, en la capacidad de uno para superar sus limitaciones y sus miedos.

Al final, parece que Violet ha conseguido fortalecer su posición, pisar terreno firme. No es casual que esto ocurra cuando aparece en su vida una persona diferente, honestamente interesada en ella, y que parece capaz de preocuparse por ella, de cuidarla. Justo lo que parece que sus padres no supieron hacer.

 

 Vox Lux (2018), Brady Corbet

Madres sumisas de hijos dictatoriales

 

Celeste es una adolescente que está a punto de morir en su instituto cuando un compañero aparece armado y empieza a disparar indiscriminadamente. De su clase, ella es la única superviviente, milagrosamente librada de una bala que entra en su cuello y sale sin causar ningún daño crítico. Ayudada por su hermana compone una canción y la canta en el funeral de sus compañeros. Esa canción tiene un gran impacto mediático, lo cual acaba catapultando a Celeste a la fama y a una carrera como cantante.

 


En la treintena, vemos a Celeste como una artista de gran éxito, y madre de una adolescente a la que debió de tener no mucho después de lo acontecido al principio de la película, es decir, siendo aún adolescente. Descubrimos entonces una relación complicada con su hermana, a todas luces condicionada por un episodio de esa turbulenta adolescencia. Celeste había pillado a su hermana y a su manager en la cama. Ahora, su hermana parece vivir a su sombra.

 


El atentado parece cambiarle la vida a Celeste. Este parece el discurso obvio de la película. Pero a la vez es la fama la que parece provocar ese cambio. Éste también es un discurso evidente. Ambos sucesos tienen parecido protagonismo en su vida, son como accidentes traumáticos. Parece como si ese discurso se pudiera concretar en que la fama se parece a un balazo que te deja tocado irremediablemente. Con un gran esfuerzo puesto en enfatizar la toxicidad de la fama. 

 


Yo pienso que hay en la historia otros elementos útiles para pensar mejor a Celeste. Son los que hablan de sus relaciones primordiales. 

Al padre le conocemos a través de una única escena, que sirve para definirle. En el hospital, él tiene que decidir si su hija debe o no hablar con la prensa, después de la tragedia. Lo que le define es que él decide… dejar la decisión en manos de su hija. Ella es una menor, no lo olvidemos, que además está (supuestamente) en shock, o sea, superada por las circunstancias. A la madre nunca la vemos. Es decir, no cuenta. En el momento de necesidad de su hija, ni ella ni él cuentan, porque o no están o se desentienden de su función. 

La que sí está, y siempre estará, es la hermana mayor. A ella la define la escena en que llora abrazada en la cama a su hermana pequeña, que está, sorprendentemente, bastante serena. En su llanto habla de estar agradecida por la supervivencia de su hermana pequeña. Es como si sintiera un gran alivio. Toda su vida posterior parece definida por este momento, casi como si ella le debiera su sometimiento a su hermana. Un sometimiento “maternal", por lo que se ve. No es casual que acabe ocupándose de la hija de Celeste también. 

 


Madres sumisas de hijos dictatoriales. Son madres que están y a la vez no están, porque ceden todo el poder a sus hijos. Ese poder, omnipotencia infantil en términos psicoanalíticos, aliena a los hijos de la realidad. La realidad se rige por leyes, es decir, por límites a ese poder. Los límites deben ser enseñados o de lo contrario no existen, y nunca serán aceptados. Unos padres sometidos a sus hijos (esto es, a su propia omnipotencia infantil) no enseñan nada.

 


A Celeste la podemos entender a la luz de estas ideas. Ella vive otra realidad, como tan claro nos queda en la escena de la masacre, donde conserva la calma, sorprendentemente. No es, en mi opinión, una extraordinaria capacidad para mantener la calma. Es una patológica incapacidad para ver lo que pasa como los demás. Es como si no  viviera lo mismo que los otros. A ella nada la afecta. La mortalidad, y por tanto los límites, no existen en su mente. Celeste sólo entra en crisis cuando percibe la posibilidad de perder a su hija. Porque su hija es SUYA. Y no es hasta el momento en que su hermana (su “mamá”) la consuela con aduladoras palabras mágicas, que la hacen crecerse, que ella recupera toda su magnificencia (su omnipotencia), subida ya en el escenario. Antes, habíamos visto como la traición de su hermana y de su manager despertaban en ella un rencor sin límites. Sólo podía aceptar la total sumisión (el amor sin límites) de ellos.

 


A esta película le sobra claramente la voz en off, que no aporta más que confusión. Tengo la impresión de que sin ella el todo se habría sentido más natural, más fluido. Porque tiene a su favor, sobre todo, una enorme potencia expresiva tanto en la dirección de Brady Corbet como en la interpretación de Natalie Portman.