Ensayos
Toy Story 4
Juguetes rotos
RESUMEN
El deseo de una madre de tener un hijo, no un falo; la presencia de un padre que es deseado por ambos; estos son en mi opinión los mimbres de una crianza sana. A través de la película Toy Story 4, una historia protagonizada por niños y por juguetes animados, me propongo explorar la naturaleza de la filiación, de la maternidad y de la paternidad.
Palabras clave:
Mirada. Deseo. Ley. Sujeto. Transferencia. Otro
Introducción
Si hablar de juguetes es hablar de la infancia, entonces ser un juguete, fantasía que nos propone la serie de películas Toy Story, se puede vincular con ocupar un lugar de dependencia y de pérdida, lugar de malestar donde algunos niños se ubican. A través del prisma de la película, me interesa observar como al igual que el juguete está en manos del niño, el niño lo está en las de la madre, y a Woody, uno de los juguetes que cobra vida en esta fantasía, lo podremos observar simbólicamente como al niño que fuimos, separado de nuestra madre en términos dolorosos, quizá juguete que dejó de interesar, ya estuviera roto o no.
La separación entre madre e hijo es un proceso difícil y complejo. Sólo si se darán unas condiciones asumirá el niño ese proceso con naturalidad. De la falta de tales condiciones, y del abandono y el desamparo, pienso que tratan estas películas, y de estos temas me propongo hablar, a través de ellas. Me propongo acercarme, por tanto, al mundo de los niños, y desde él al de sus cuidadores, no tanto en cuanto padres, sino como representantes de las funciones materna y paterna. Hablaré de la relación de la madre con su deseo de tener hijos y con su deseo de relacionarse con ellos en tanto otros, a los cuales da lugar su deseo del padre, madre atravesada por la castración, en pocas palabras. De la búsqueda de la relación entre lo materno, lo paterno y el deseo es de lo que pienso que va, en el fondo, nuestra vida. En estas líneas me interesaré muy concretamente por la búsqueda de ese niño que quiere saber por qué ha sido traído al mundo y por qué luego ha sido descuidado.
Pienso que la metáfora de los juguetes nos permitirá acercarnos naturalmente a estos temas, dada la relación de estos objetos con los campos temáticos de la infancia y la cultura, en su vinculación con lo materno, lo paterno y el deseo, y dada su naturaleza de objetos transferenciales.
Nuestra historia como hijos, vista desde la perspectiva de unos juguetes, podría ser como la historia de Woody, que un día fue un juguete feliz. Tuvo varios dueños, pero todos acabaron desprendiéndose de él y/o, tal como yo lo veo, descuidando su relación. Sería entonces la historia de unos hijos mal tratados, y en cuanto tales permanentemente instalados en el desamparo. Eso es lo que vemos en los ojos de Woody cada vez que se mira la suela de la bota, en busca del nombre que su primer dueño había escrito ahí; eso es lo que me interesa explorar, en su relación con una más bien difusa presencia, en su vida, de las funciones materna y paterna.
La infancia mítica
Se podría pensar que el hijo al que me refiero busca un nombre que está borroso por la erosión del tiempo, por la lejanía de un momento de la historia infantil donde se ubica la indiferenciación mítica madre hijo. Sería lógico preguntarse, sin embargo, por qué esta experiencia de desamparo no es universal, por qué no siempre se siente así la separación, como algo traumático. Como abandono, dicho de otro modo. Porque todos provenimos de la indiferenciación feliz, y es posible vivir el cambio de posición como algo natural, o, en todo caso, como una pérdida cicatrizada. Pienso que depende de la perspectiva con que lo miremos. Si pensamos que lo que está borrando ese nombre es una distancia metafórica, esa que separa lo suficientemente bueno de lo malo, entonces este niño personificado por Woody busca en ese nombre al otro que debía ocuparse de satisfacer sus necesidades y deseos suficientemente bien. No a una madre fálica (Lezama Mazzini, 2019, p. 557), sino a una figura maternal. Se trataría, como señala Rueda, de alguien que se colocaría apropiadamente frente a su demanda de amor, que no le miraría como a una parte de sí misma. Sería una madre castrada (Rueda, 2022, p. 458).
Es evidente que me refiero a la figura que se suele identificar con la madre perfecta, concretamente con la madre biológica, porque suele ser ésta la que se encuentra en esa posición, muy en consonancia con su predisposición biológica para ello. Y porque nadie más posee tan buenas referencias como la madre biológica para el puesto, digamos. Pero, y con el fin de ser más precisos, dado que la biología no es determinante en las relaciones humanas, asumiré en adelante que ese otro del que hablo no tiene por qué ser la madre, sino el que está en el ejercicio de la función materna.
Las condiciones que mencionaba arriba, por las cuales el niño asume que debe separarse de la madre, aparecen, en mi opinión, por el correcto ejercicio de esta función, siempre en estrecha colaboración con la imprescindible función paterna, interdictora, que podrá estar o no encarnada por otra figura, como lo plantearé más adelante.
Decía que vemos algo en los ojos de Woody, cuando mira su bota. Es aquello a lo que Freud llama angustia de castración. La castración representa en la teoría freudiana la separación, la pérdida de algo o alguien vital, como el pene, o, en sentido lato, toda pérdida (ibid., p. 556).
Es porque ha sufrido una pérdida trascendental, al separarse de la madre de la primera infancia, la mítica buena madre, que el niño busca normalmente desarrollar relaciones familiares y sociales, que aparecen como sustitutos. Son vínculos sustitutivos aquellos que ocupan el lugar de otro vínculo, reparando en medida suficiente la falta que deja el vínculo resignado. ¿Qué ocurre cuando ese vínculo original fue malo? Winnicott dice que puede faltar la transición que conduce a esos vínculos nuevos, secundarios. Es el espacio que ocupan lo que él denomina objetos transicionales, como lo son los peluches, cuya presencia es para el niño una defensa contra la angustia y el desamparo ante la separación de la madre (Winnicott, 1971/2013, p. 32). Pienso que un vínculo original (primario) deficiente dificulta el establecimiento de vínculos secundarios adecuados, entre los cuales los que el niño tiene con esos objetos transicionales. Estos son otros a los que el niño transfiere cualidades de ese primer vínculo. Freud lo llama transferencia, la recreación por el sujeto de fantasías referidas al otro y su colocación en un tercero u otro diferente (Freud, 1905/1998, p. 101). Si el vínculo primario marca una pauta deficitaria en la relación con el otro, eso se repite en la transferencia. En otras palabras, el niño sólo podrá crear vínculos deficitarios como los que conoce.
Entonces no habrá sustituto que compense adecuadamente la falta. No el padre, con el cual el niño podría formar una primera nueva pareja. Un padre maternal para jugar, disponible, que se ocuparía de los deseos del hijo antes que de los suyos propios descripción ésta del Edipo negativo, donde la madre sería la excluida, como se ve, y el padre ocuparía su lugar como otro amoroso). El padre como primer objeto transicional, primer objeto de transferencia para el niño, su primera madre sustituta. Tampoco los hermanos mayores podrán ocupar ese lugar de sustitutos equivalentes de sus progenitores; los varones, del padre, las mujeres, de la madre. Nadie podrá reparar esa falta, para el niño.
El niño permanece, cuando este tipo de otro materno falta, en el estado de angustia que se vincula con el desamparo. Es el niño que nunca se suelta de la mano de su madre. No es posible para él sustituir adecuadamente lo perdido, porque no hay un otro adecuado para crear ese vínculo suficientemente bueno. Es que nunca hubo tal vínculo, para poder ser sustituido.
Necesidad y deseo
Hago aquí un inciso. Me gustaría introducir conceptos que pienso que hay que manejar para entender lo que quiero decir. Supervivencia y placer, o necesidad y deseo, van de la mano en la teoría freudiana. No se los considera lo mismo, pero sí se considera que están íntimamente ligados. Freud habla de los conceptos de necesidad y deseo en su elaboración de la teoría de la vivencia de satisfacción (Laplanche y Pontalis, 1967/1993, pp. 133-4). En el origen, dice, hay un momento en que el bebé satisface su necesidad, presumiblemente con la madre, o gracias a ella. Esta vivencia de satisfacción genera una imagen mnémica, debida a la percepción de esa vivencia. La tensión ante la falta, es decir, la necesidad, genera otra cosa, una huella mnémica. Después, ante toda situación análoga, ocurre naturalmente que la madre no siempre está disponible, que no es, en otras palabras, esa fuente de satisfacción esperada. Otras veces, quizá lo más normal, ocurre que la madre no es suficiente, porque su actuación no se corresponde con la idealizada vivencia de satisfacción. No se corresponde con la
imagen mnémica de la satisfacción original. El deseo, digamos, tiene que ver con imágenes de satisfacción; la necesidad, con huellas de tensión: el niño fantasea con esas imágenes, en situaciones de falta que, de algún modo, remiten a la vivencia original, hasta el punto que alucina, que percibe lo que no está ahí, pero una vez estuvo, o sea, la satisfacción. Esto último es el deseo, para Freud (ídem). A posteriori, el niño modifica la imagen original, pues para Freud todos los recuerdos son encubridores, se refieren, en pocas palabras, a algo que no se puede mostrar abiertamente, sin encubrimiento, porque tiene que ver con lo prohibido, o sea, lo incestuoso. Aplicado al concepto de vivencia de satisfacción, se puede decir que la satisfacción original no es real, pero el niño se comporta como si lo fuera, porque la ha transformado en una vivencia da satisfacción en un momento posterior, ligado al momento original por algún tipo de nexo. Después, el niño quiere lo que una vez tuvo, pero al ser esto una ilusión, y él no saberlo, nunca llega a recuperarlo. Y así nunca deja de desearlo. En otras palabras, el deseo nunca se satisface, la realidad nunca llega a ser igual que la imagen mnémica, que es una fantasía. Una vez instaurada, esta dinámica liga al niño de por vida.
El narcisismo, el amor por uno mismo, muy simplificadamente, se construye en la teoría freudiana en la relación del hijo con sus padres. Estrictamente, ocurre que el narcisismo de los padres se introduce en el hijo, que lo hace suyo. Sería así: Los padres ven en el hijo todo lo magnífico que una vez vieron en sí mismos. Al mirarle recuerdan, por así decirlo, lo que sintieron de niños por sí mismos. Así es como el niño se ve y se siente amado (Freud, 1914/2000, pp. 87-8). Es algo que se transmite entre las generaciones por la mirada. Echemos un vistazo a aquel famoso experimento del emperador Federico II, a través de la mirada de Freud: Unos treinta bebés criados sin afecto, sin esa mirada enamorada de los padres, pero por lo demás perfectamente cuidados en lo fisiológico, murieron todos, sin excepción. Esos bebés no habrían tenido lo más necesario, la mirada que les colocaba en un lugar deseado. Que les narcisizaba. Se podría conjeturar, a partir de esos resultados, si la satisfacción originaria, la vivencia de satisfacción freudiana, no estaría vinculada con el deseo tanto como con la necesidad. Si el primer objeto de deseo, por así decirlo, no hubiera sido el pecho materno nutriente, lo que la madre da para que el cuerpo del niño sobreviva, sino la mirada deseante de la madre, lo que ella aporta a su psiquismo. Se podría pensar si esta no sería la verdadera naturaleza de la íntima relación entre necesidad y deseo. Que para necesitar antes hay que desear. Porque, ¿de qué le sirve al niño agarrarse a la existencia, o sea, sobrevivir, en un entorno sin deseo? ¿Acaso no dependerá élsiempre de su madre deseante, enamorada?
El superyó y la cultura
Freud, en su elaboración del mito de la horda primitiva (Freud, 1939/1997, p. 79), ve el acercamiento a los hermanos como la búsqueda de una coalición para enfrentarse al padre. El terrible padre primordial los había expulsado de la horda para eliminar la competencia por las mujeres, motivo por el que ellos fundaron su coalición para enfrentarse a él, eliminarle y acceder a esas mujeres. Pero lo que se fundó sobre motivos egoístas, acabó dando lugar a la primera organización social, dice Freud. Los hermanos renunciaron a la madre para poder coexistir. La prohibición del incesto que se impusieron, primer mandato de la Ley erigida en recuerdo (del asesinato) del padre, sería el pilar de esa nueva organización, la cultura.
Pienso que Freud estaba describiendo a unos hermanos reacios a aceptar la pérdida, que aún no habían sido atravesados por esa Ley cuya aparición pondría un límite a su deseo. Su coalición se fundaba para permanecer cerca del objeto primario, ese otro que cuida y garantiza la supervivencia, sí, pero también ese otro que es fuente de placer irrestricto, cuando aún no media la Ley. Ser (o permanecer) expulsados de la horda era el gran temor de estos, dice Freud. El asesinato del padre la única forma de ahuyentarlo. En ese suceso acabaría basándose, sin embargo, esa cultura que se erigiría como la única protección contra la principal fuente de angustia humana, la angustia de castración, el castigo por los peores crímenes, el parricidio y el incesto. El desamparo infantil tiene que ver, precisamente, con la ausencia de la Ley del padre, pues el deseo irrestricto de la madre amenaza la existencia del hijo como sujeto. El límite que trae la Ley permite a la madre cuidar a su hijo deseado. La madre castrada que ha sido atravesada por la Ley.
A falta de unas condiciones de separación como las que señalaba antes, de la presencia apropiada del deseo de la madre por su hijo, pienso que la capacidad social queda lastrada. Si la búsqueda de esa mirada enamorada de la madre es irrenunciable para desear sobrevivir, es decir, si en el niño la supervivencia no es un instinto, como en los animales, sino otra cosa, una pulsión (Freud, 1915/2000, p. 117), entonces tampoco la investidura de los otros es instintiva. La pulsión no tiene objeto fijo, como el instinto (ibid.). Entonces la relación con los otros no es, en términos freudianos, un objeto enlazado originariamente con el niño. No es necesariamente su objetivo, en otras palabras. Pulsión es un concepto estrechamente vinculado con el de deseo, en tanto ambos se refieren a fuentes de tensión interna y constante, y en este sentido displacentera, que debe ser eliminada. En la pulsión, lo que produce esa tensión es un objeto que aparece en la realidad interna, que es esencialmente cambiante pero puede llegar a ser fijo (ídem). Se trata de un concepto aún ligado de algún modo a lo biológico, relacionado por oposición con el instinto animal, cuyo objeto es siempre fijo e innato. En el deseo, concepto plenamente vinculado a lo psíquico, es la mirada del otro, o mejor dicho, la falta de ese otro, la fuente de tensión. Esa mirada puede no aparecer, como he señalado, pero al hacerlo introduce al sujeto en el campo de la falta. La falta es el lugar que deja lo que ya no está, en el que algo, la huella de lo que no está, permanece (si no fuera así sería el vacío).
En las condiciones adecuadas, la investidura sustitutiva es posible, dice Freud, si se produce una renuncia de lo pulsional anterior (Freud, 1939/1997, p. 79). Investir es como encontrar otra mirada de la que enamorarse: la renuncia a la madre, enormemente costosa, se compensa con esas investiduras. Entonces estarán el padre, los hermanos, u otros objetos transicionales, como el propio Woody y los demás juguetes en la película para sus dueños.
Pero sólo la incorporación de los padres en el superyó (ibid., p.113) proporciona la capacidad normal necesaria para la nueva relación fraternal, germen de lo social, basada en el tabú del incesto, o sea, en la resignación del deseo de la madre. El superyó sería un sustituto del complejo paterno, suma de la madre y el padre, un otro interno al que investir, por así decirlo. Esa incorporación no se produce de cualquier modo, sin embargo. La condición de posibilidad principal tiene que ver con el reconocimiento de los padres por el hijo, que ocurre si estos funcionan correctamente, es decir, atravesados por la Ley.
El superyó, la instancia que tiene autoridad moral sobre el yo, es un sustituto de los padres en el interior del psiquismo (ídem). Es como si los padres residieran a partir de entonces allí, por lo que el niño no se alejaría tanto de ellos, después de todo. Los padres son la primera autoridad reconocida por el niño, y el superyó es la forma como éste los venera y a la vez deja de depender de ellos, convirtiéndose él mismo en un ser moral. En el proceso no sólo el niño se independiza de los padres, además goza de ello. Hay un placer en hacer lo que pide el superyó, parecido al placer de ser felicitado por los padres al hacer lo correcto. Es el placer de alcanzar el ideal del yo (ibid.). El camino para llegar a ese estado se encuentra en la obediencia al superyó. Así es como el niño se siente bien, y se enaltece, moralmente (ibid.).
Nunca deja de desear a su madre, pero ahora ella está dentro de él, como también la Ley del padre. Eso la hace permitida, y, finalmente, reconocida.
La madre suficientemente buena
¿En qué condiciones ocurre esto?, ¿este proceso de renuncia y de adquisición que es vivido con satisfacción? Para dar el gran paso de renunciar a su madre, el niño debe haber satisfecho su propósito primario, la supervivencia. Sólo que no es lo mismo pensar esta necesidad a la luz de la importancia del deseo. En la película, la interpretación de sucesivo abandono de Woody señala una vivencia repetida de abandono, un patrón que es visible en los ojos del personaje, en su mirada. Pienso que es fundamental, en la infancia, que haya existido un momento de satisfacción no ligado a la supervivencia de la carne, sino a la de la mente. Una vivencia de satisfacción, construida y resignificada a posteriori (una fantasía constantemente reelaborada en la mente del niño, en cada etapa de su vida). El niño depende de imágenes mnémicas, tanto como de satisfacciones reales. Una madre que puede desentenderse de su hijo, para la cual el vínculo que les une es condicional, supeditado a la capacidad del hijo para aportarle algo a ella, es una madre fálica que se parece a los sucesivos dueños de Woody. Madres que viven quizá su propio desamparo, siempre vinculado con la calidad de su Ley paterna, que debería aportar orden y no lo hace. En línea con las palabras de Winnicott, pienso que la madre pone “los cimientos de la salud mental de su hijo, a partir de la atención de sus necesidades minuto a minuto”. La madre suficientemente buena es aquella que puede identificarse con su hijo temporalmente (Winnicott, 1987/2006, pp. 57-8). A la función paterna le corresponderá intervenir para que ese periodo de identificación sea adecuado, o sea, limitado. Demasiado es malo, demasiado poco también. A los ojos del hijo, una actitud inconsistente significa que pueden abandonarle y dejarle morir, que no le desean bastante. La Ley el padre, que separa adecuadamente y por tanto legitima lo que ocurre en la relación, aporta la consistencia y las condiciones de posibilidad básicas para la relación de la madre con el hijo.
Los juguetes, como el carretel con el que jugaba el nieto de Freud, representan para el niño a alguien que no está y es añorado. Puede ser la madre, como ese carretel, o puede ser el padre, como el juguete vaquero representado por Woody, que es un ideal masculino. El primer dueño de Woody se disfrazaba de vaquero, fue el primero en jugar con él. En Woody vemos al niño que busca angustiadamente conservar a su padre personificando a un vaquero. Es su manera de convocar esa Ley que coloca a ambos padres en su lugar respecto del hijo.
El niño, entre sus hermanos, podría encontrar a alguno que representara la función añorada como sustituto, como objeto transicional. La de padre como cuidador la suele incorporar un hermano. Una niña a la que pude observar se había encariñado enormemente con su hermanita pequeña, de modo que en lugar de rivalizar encarnizadamente con ella parecía como si le hubiera dado el lugar de su madre ausente. Woody tiene a Forky, en esta historia. Con él le vemos repetir algo de la relación con sus padres. De hecho, si para el pequeño del carretel los juguetes representan algo que uno recupera, para Woody en cambio son algo de lo que uno se desprende. Woody también se irá, dejando atrás a Forky, al final de la película, pues para él será prioritario encontrar un objeto sustitutivo de la madre fálica que le descuidó. Forky hará las veces de objeto transferencial, entonce .
La madre fálica utiliza al hijo como objeto, transfiriendo sobre él cualidades de un vínculo primario. En la película vemos esto cuando Bonny, segunda dueña de Woody, tiene miedo de empezar la guardería, y quiere llevarse uno de sus juguetes, lo cual está prohibido. Entonces Woody se cuela en su mochila, casi como lo haría una madre que acompaña a su hija para que la separación sea menos traumática. Me parece que la pérdida de Bonny es sólo un reflejo de la del propio Woody. Los ojos de Bonny transmiten a la perfección el estado de desamparo de ambos. Ya he señalado que Woody se comporta como un niño cuando retiene a su padre vistiéndose como él. Aquí, parece una madre que cuida de su hija en su proceso de separación. Su actitud en ese hito pone de manifiesto sus sentimientos inconscientes. Nos muestra que detrás de cada niño angustiado (Woody) hay una madre tanto o más angustiada (Bonny), incapaz de separarse de su madre imaginaria. La angustia del niño es sólo un reflejo de la de la madre.
Lo paterno y lo materno
Los juguetes, tal como lo veo, son objetos a los que se transfieren imaginariamente atributos paterno filiales. A veces parecen padres, a veces hijos. Qué maravillosa manera de hablar de la compleja psicología de la filiación y de la paternidad, de la convivencia de lo presente y lo pasado, de lo infantil y lo adulto en un mismo yo. Para entenderlo un poco mejor vamos a seguir explorando las diferentes facetas de estos personajes, en relación con las posiciones que ocupan sucesivamente en la película, y con las funciones que desempeñan en sus diferentes relaciones.
En un momento como el que vivimos, en que madre y padre son conceptos tan confusos para madres y padres, o tan maltratados por la cultura, todo esfuerzo por aportar algo de luz para entenderlos me parece poco.
Lo paterno es sinónimo de límite. Lo materno tiene que ver con el cuidado, la crianza, que sin la presencia del límite paterno se convierte en otra cosa, la omnipotencia materna, realidad psíquica donde cuidado y crianza son conceptos que se desvirtúan hasta perder su sentido original, vinculado con la salud psíquica. Entre esa omnipotencia, ligada a una modalidad de deseo por el hijo, y la total falta de deseo se podrá encontrar la sana relación de la madre con el otro que es su hijo.
Woody es un juguete que cuida a los niños jugando con ellos, por ejemplo, y esta me parece una faceta materna. Tal como lo muestra la película, es una faceta que cualquiera podría poseer, también un varón. A Woody lo pondría ahí la madre real de Bonny para sustituirla. Pienso que para que la transición fuera buena, esa madre debía estar correctamente incorporada por la hija, como el otro que es fiable para ella.
Como compañero de juegos, el padre es otro objeto de investidura para el niño, una relación nueva. Es una aportación importante del padre maternal, que así le facilita al hijo la separación de la madre, suavizando el impacto de la pérdida. Una niña a la que yo conozco decidió llamar a su peluche preferido, al que llevaba a todas partes, osito papá. No se trataba de que el osito representara para ella la función paterna, obviamente, porque él no era el motivo de la separación de la niña de su madre. Pero sí que representaba una faceta del padre de la niña, su capacidad para sustituir a la madre como cuidadora, transferencialmente. El cuidador sustituto es una figura crucial en el desarrollo del niño independiente que ya tiene cierta confianza en sí mismo. La compañía de ese osito papá estaba facilitando la sana independización de aquella niña. Esto no habría sido posible de no mediar una buena relación con la madre, verdadera condición determinante de esa independización. Buena madre es, insisto, la que atravesada por la Ley tiene una relación suficientemente buena con su hijo.
Sólo así podrá el hijo vivir al sustituto como puente entre dos posiciones, la dependencia total y la independencia relativa. El padre maternal y el osito papá son, en este sentido, objetos transicionales, figuras de transición que le evitan al niño vivir el proceso de separación sumido en el desamparo y en la angustia. La mediación de la función paterna hace posible esta separación.
Hay más anécdotas útiles en la película para profundizar en lo que quiero decir. Cuando Bonny, la dueña/protegida de Woody, tiene que apañárselas sola en la guardería, está perdida y no sabe qué hacer. Los demás niños parecen manejarse mejor que ella. Cuando no está mirando, Woody le acerca algunas cosas que están por ahí, en una papelera, y entonces Bonny reacciona. ¿Qué ha ocurrido aquí? Woody quiere cuidar de Bonny, como una madre, digamos. ¿Cómo la ayuda? No deja que se vaya sola. Parece ser que a esta niña no se la puede dejar sola, como a otros niños de su edad. A estos, sus recursos les ayudan a defenderse. ¿Dónde los obtuvieron? De los padres. La mamá que va detrás de la hija es sus recursos, no le da esos recursos, como se ve claramente. No ha habido incorporación de los recursos de la mamá, la niña no ha obtenido los recursos propios de su edad de la madre, en este caso.
El juego es una vía para ese tipo de aprendizaje, por medio de la identificación con los padres. Pienso que la película muestra una realidad donde el juego no funciona como podría. La escena donde Woody le pasa a Bonny los materiales para su tarea, en clase, habla de la falta en esta niña de las herramientas para comandar el juego, es decir, para jugar. Entonces, la modalidad de intervención de la madre sustituta representada por Woody se revela como el gran factor inhibidor de esa capacidad. Bettelheim explica que los recursos del niño se empiezan a obtener en la actividad del amamantamiento. Ahí se produce una actividad combinada muy compenetrada donde el niño busca el pecho y la madre le facilita que lo encuentre (Bettelheim, 1967/2021, pp. 36-9). Cualquier interrupción en este proceso de colaboración daña al hijo en su capacidad para obtener de la realidad lo que desea. Por ejemplo, si la madre altera el orden adecuado, tal como lo acabo de describir, poniendo el pezón en su boca sin que éste haya iniciado su actividad de búsqueda, es decir, si el hijo no consigue ser activo en el proceso, lo cual es como decir que la madre no ha respondido al deseo del hijo, sino al suyo propio, entonces el hijo aprenderá que no hay premio a su actividad, y caerá en la desconfianza, del otro y de sí mismo. Si esa madre pudiese tomar distancia para cambiar su perspectiva de la situación, tal como lo puedo hacer yo desde aquí, entonces quizá podría hacerse algunas preguntas: ¿por qué otros niños se las apañan y el mío no?, ¿puedo hacer algo, como madre, para que mi hijo sea como ellos? En tal caso, después de responder a estas preguntas, podría continuar analizándose: ¿por qué me empeño en ir detrás de él? Pienso que la respuesta evidente sería que la mamá se empeña en ir detrás de su hijo porque quiere, o sea, por razones egoístas. Pienso que esta mamá evita, así, su propia pérdida. Es una mamá en posición infantil, no materna.
Bonny se siente mal porque está desamparada. No tiene las herramientas para ocuparse de sí misma. Woody le acerca el material para que ella haga algo con él, le pone el pezón en la boca sin que ella lo busque. Le da la solución, no los recursos para que ella encuentre la solución por sí misma.
Paternidad y filiación
La demanda de un niño desamparado a su madre podría rezar: “no te separes, no me abandones, aún”. Algunas madres parecen hacer la misma demanda a sus hijos. Pienso que Forky es un personaje interesante para explorar esta idea. Se trata de una creación muy particular. Bonny lo ha creado, pero es Woody quien ha comandado el proceso y se empeña en que Bonny lo use, quien se angustia por la idea de que Bonny lo pierda, no permitiendo que nazca su… deseo. Woody, como madre, no permite a su hija vivir la falta, defendiéndose así de su propia angustia de castración.
Es cierto que en un primer momento la no separación coloca al hijo en una posición deseada, la de completar a la madre. Sólo después sentirá éste el peso de esa responsabilidad, como imposibilidad de realizarla. Vemos a Forky insistentemente intentando volver a la papelera después de nacer. La papelera es como un útero, lugar al que remite la ilusión de completud. Woody quiere que se haga cargo de Bonny, antes que de sí mismo. Una demanda que se antepone a la del hijo de ser visto como tal, o sea, como un sujeto de dependencia. El hijo no está en condiciones de renunciar a la madre y de ocuparse de ella, quiere más de lo que tuvo, una madre más consistente.
La función materna se basa en la consistencia, tanto como en el deseo y en los límites. Si del todo se pasa a la nada, de la presencia a la ausencia, sin estadios intermedios, no hay consistencia. El niño intenta conservar la relación con la madre de un modo u otro, sea esta buena o sea mala. Lo puede conseguir tirando de una cuerda, si la madre está representada por un carretel, o llevándose el objeto de su relación donde quiera, como al osito papá. La terminación de esa relación de forma unilateral, como es el modo de estos malos padres representados por los dueños de Woody, no encaja con el concepto que un niño puede tener de buena madre, porque éste tiene que ver con consistencia, y ésta a su vez con permanencia, siempre de acuerdo con esos límites. La falta del objeto primario es difícil de representar para el sujeto, en este caso, porque éste queda pegado al objeto de su falta, no lo resigna. Nunca lo resignaría del todo, tal es el vínculo con el objeto primario, pero de otro modo sí que podría despegarse de él, invistiendo los objetos sustitutivos.
Forky no quiere abandonar su papelera por Bonny. La papelera es un lugar de completud imaginaria, Bonny no lo es en grado suficiente. Siguiendo con la metáfora de la mamá sustituta, si considero que la papelera es el útero del que Forky nació, entonces se me ocurre que ese útero está fuera de la mamá, de modo que útero y mamá no forman un todo. Se podría decir que la mamá no ha investido su útero, que ha preferido una especie de vientre de alquiler para ser mamá. El hijo no sería un bebé correctamente investido, entonces. Es decir, si el embarazo, todo el proceso de formación del bebé en el útero, también es parte de la experiencia compleja de la maternidad, entonces la madre no ha investido su maternidad en toda esa complejidad, ha investido sólo un producto acabado, el hijo, que representa para ella un objeto, no un otro deseante. Y éste, mal investido, se refugiaría en su narcisismo, lugar de completud, para sobrevivir. La transición (y con ella el acceso al deseo), estaría marcada por la confusión.
Esto no es lo mismo que decir que la mamá no deseaba a su hijo. Es más correcto decir que quizá no deseaba ser madre, en cuanto función, pero sí el producto de su embarazo, en cuanto objeto que la completa, en cuanto falo. En otras palabras, el material del que estaría hecho el hijo sería el deseo de falo.
¿Qué tendría que darse para que Forky quisiera salir de la papelera/útero? ¿Cómo debería ser para que la mamá integrara ese útero externo y a su bebé?, ¿para poder concebir, en suma? El deseo de falo es un deseo que puede ser suficiente para embarazarse… de un falo. Pero la mamá tendría que desear su producto como hijo, en lugar de como falo. Sólo de este modo el niño, viéndose como tal en los ojos de la madre, pudiendo así tomar consciencia de sí mismo, de su yo, y de su deseo, se podría colocar en posición de vivir fuera del útero sustitutivo que es el narcisismo. Se echaría en falta la claridad que aporta la Ley.
La relación con el otro
El niño no puede tener en cuenta al otro, a la madre y a todos los demás que la pueden sustituir, si alguien no le enseña cómo. Sólo de este modo la angustia de castración/separación, que es la de la caída del narcisismo primario heredado de los padres, se puede aprender a manejar. Se enseña la vía de la renuncia facilitando la apropiación del yo de sí mismo como diferente del otro. Útero y narcisismo, o la papelera en esta película, me parecen términos equivalentes, todos relacionados con la completud, la no falta. La relación con el otro representado por la madre es un cambio generador de angustia. El padre es el puente hacia ese otro, como corte, primero, y como sustituto, después, y la angustia de separación, si no es excesiva, es la oportunidad de asimilar el sufrimiento, el todo no se puede. Y de descubrir un potencial, la independencia, que relativiza la pérdida narcisista. La vida, tras la apropiación que el niño hace de sí mismo, es un misterio. La independencia conquistada es el mejor modo de lanzarse a la aventura.
La huída de Forky en busca de la papelera anhelada, tierra prometida como el útero que simboliza, sugiere que él, como hijo, no tiene un vínculo suficientemente bueno con la madre simbólica. Forky anhela a su madre imaginaria, que, en este caso, coincide con la real, la papelera o vientre de alquiler. Se pone de manifiesto también que para él su progenitora representa un lugar de plenitud, no tanto una madre. Porque nadie existe aún, salvo Él. Hago un breve inciso porque esto último me parece difícil de entender así sin más:
Para Lacan, el ser humano se constituye como sujeto cuando ve su forma fuera de sí, en el espejo o en los otros, en su voz, sus palabras. La metáfora del espejo tiene lsentido de que la imagen reflejada en él es distinta de la real, en cuanto está invertida, luego lo que el niño ve en el espejo es ya un otro distinto de sí mismo. De este modo el niño pone en relación lo imaginario con lo simbólico. Lo simbólico es la relación entre los seres humanos en cuanto mediada por la Ley, que define que hay un yo y un otro. Las palabras de los otros definen al ser humano porque contienen la información con la que éste aprende a verse a sí mismo (Lacan, 1975/2014, pp. 166-7). A lo imaginario, que tiene que ver con el campo propio del yo (Mijolla, 2002/2007, p. 656), lo podemos entender, en parte, en su relación con las imágenes mnémicas, producciones propias del psiquismo individual, tal como las ve Freud. También tiene que ver con la relación del individuo con el otro, sólo que en este caso desvinculada de la Ley, definida por esas imágenes que están íntimamente vinculadas con el otro pero son también inventadas por el yo, que las resignifica, esto es, que les da un sentido subjetivo basado en la propia experiencia vital, cuando ésta está mediada por la Ley.
Para Lacan, el ser humano se constituye como sujeto cuando ve su forma fuera de sí, en el espejo o en los otros, en su voz, sus palabras. La metáfora del espejo tiene el sentido de que la imagen reflejada en él es distinta de la real, en cuanto está invertida, luego lo que el niño ve en el espejo es ya un otro distinto de sí mismo. De este modo el niño pone en relación lo imaginario con lo simbólico. Lo simbólico es la relación entre los seres humanos en cuanto mediada por la Ley, que define que hay un yo y un otro. Las palabras de los otros definen al ser humano porque contienen la información con la que éste aprende a verse a sí mismo (Lacan, 1975/2014, pp. 166-7). A lo imaginario, que tiene que ver con el campo propio del yo (Mijolla, 2002/2007, p. 656), lo podemos entender, en parte, en su relación con las imágenes mnémicas, producciones propias del psiquismo individual, tal como las ve Freud. También tiene que ver con la relación del individuo con el otro, sólo que en este caso desvinculada de la Ley, definida por esas imágenes que están íntimamente vinculadas con el otro pero son también inventadas por el yo, que las resignifica, esto es, que les da un sentido subjetivo basado en la propia experiencia vital, cuando ésta está mediada por la Ley.
Volviendo sobre Forky: Forky, juguete, son palabras que definen a este personaje: la primera es una palabra inventada por Bonny que significa en inglés algo así como con forma de tenedor; la segunda designa una cosa. Forky no tiene un nombre humano, que le humanice, se podría decir. Tiene un nombre de cosa, que lo cosifica, que lo vincula con ese otro como objeto. Ese vínculo sería simbólico en cuanto Forky es de Bonny; es, concretamente, su cosa. Sería imaginario si atendemos a lo que Forky significa para ella. Aquí se complica la cosa: Bonny trata a Forky como a alguien sobre quien transferir cualidades de un otro; pero le trata, además, como a una cosa, a la que se puede manipular o abandonar sin consecuencias trascendentales. Forky nace, en cuanto individuo, cuando de un material en bruto Bonny se inventa una forma. En términos lacanianos, si el otro es su yo, Bonny es suyo.
La papelera, en cuanto madre imaginaria, es un lugar mítico y una mirada borrosa ¿Cómo podría ese lugar mostrar al niño un deseo narcisizante, que le empezara a constituir como sujeto? Imagino que quizá habría podido hacerlo a través del contacto, en la estadía del niño en él. La experiencia del embarazo, compuesta por nueve meses de sensaciones ininterrumpidas vinculadas al contacto entre madre e hijo, habría sido entonces un elemento del material de que se compondría el nuevo psiquismo. La mirada de esa madre, en cambio, debió de ser más inconsistente. Estos serían los elementos resignificados en el psiquismo a posteriori como vivencia de satisfacción.
La madre simbólica que representa Bonny es un proyecto nebuloso de madre. El deseo de esa madre se parece más, como decía, al de tener un falo que la complete, que al de tener un hijo. El niño puede verse reflejado en ese deseo, sin embargo, porque puede ser suficientemente significativo. De él puede asimilar la idea trascendental de que tiene un lugar en el mundo. ¿A qué me refiero cuando digo que ese deseo puede ser suficientemente significativo para el niño? A que es narcisizante en grado suficiente como para que se constituya su psiquismo. A que valoriza al niño, da sentido a su existencia. ¿Qué lugar ocuparía ese niño en el mundo? El de un apéndice de su madre.
Parece que me estoy refiriendo, dando vueltas una y otra vez en torno a la idea de la indiferenciación madre hijo, a la psicosis. No creo que este sea el caso, concretamente. No, porque me parece que la función paterna separadora puede hacer acto de presencia en la vida del hijo aunque sea de forma borrosa. No es que resulte evidente verla, a menos que uno se apoye en el referente fundamental, para pensar, del deseo materno. Puede estar presente, como he señalado repetidamente en este texto, el deseo de completud fálica de la madre. En la película está presente también aquel deseo de irse para estudiar, por el que la madre representada por uno de los dueños de Woody se ausenta y le abandona. Éste, como hemos visto mirando la vida de Woody, es el motivo en el origen de la angustia de castración, de la separación de la madre. Es su deseo de estudiar lo que separa a esta madre de su hijo. Por eso no se dan las condiciones para la psicosis.
El infantilismo y la dependencia
El niño que ocupa ese lugar de falo está convencido de que se le debe algo, cuando su completud es puesta en peligro por la realidad. Porque irremediablemente aspira a esa completud. Por ello, hay en él una incapacidad para hacerse cargo, falta de capacidad resolutiva, como la que vemos en Woody cuando pierde a Forky en la tienda de artículos de segunda mano. Es evidente que Woody tiende a contar con otros, cuando se encuentra en problemas, casi como si fuera lo más natural, es decir, como si debiera ser así. Es lógico para Woody que Bo le ayude a recuperar a Forky, y que sin ella la tarea sea imposible, por cierto. Difícil no ver en esto el anhelo de la mamá imaginaria, omnipotente, que todo lo da. Woody no puede escapar de la posición infantil de necesidad. A la vez, en la otra cara de la moneda, espera aún que se le tenga en cuenta, porque como falo de la madre se piensa imprescindible para ella. Eso le hace merecedor de toda su consideración.
Hablando de niños fálicos, éstos pueden negar su dependencia de la madre y comportarse como si no existiera tal. Es el caso de Bo, un juguete (abandonado) que no necesita a su dueño/mamá para nada, que no le echa de menos, siquiera.
Otra forma de pensar al niño fálico es desde el referente de los límites. En la tienda de artículos usados gobierna dictatorialmente Gabby, una muñeca que no está dispuesta a renunciar a ser el juguete de un niño. Desea completar a una mamá fálica, en otras palabras. Gabby se ve a sí misma, en su inconsciente, como un falo. Woody tiene un aparatito que le hace hablar, cuando su dueño tira de una cuerda, y para Gabby, eso es lo que ella necesita para ser el falo, y no ve incorrecto arrebatárselo. Todo en el mundo está ahí para ser tomado por ella. Porque se le debe. Su actitud dictatorial representa la falta de límites propia del que no ha vivido adecuadamente la interdicción paterna. Sólo una figura concreta, como el padre, en función paterna, y a la vez con algo de lo materno en cuanto deseo por el hijo como sujeto, puede concretar esos límites.
Gabby es una muñeca a la que no quiere ningún niño. No importará que se apropie del aparato de Woody. Por más perfecta que sea, nunca será un falo. Ella no puede ver que ya es valiosa para alguien, para la dueña de la tienda, para la que sí tiene valor. Pero nunca será querida como falo, como la hija que completa a su madre. A fin de cuentas, es una entre muchos, en la tienda. La falta de interdicción condena al hijo a vivir como apéndice de la madre, le priva del lugar de hijo. Sólo al hijo, en cuanto otro, se le puede querer de verdad. Gabby nada sabe de esto, sólo le interesa completar a una madre; así podrá vivir ella misma en la plenitud.
Hay un momento en que Gabby consigue identificarse con la función materna, introyectando a la madre simbólica y al mismo tiempo a la imaginaria. Woody, con su gesto maternal, desinteresado, de ofrecerle su ayuda, se convierte para Gabby en un catalizador. Así, gracias a una madre maternal, atravesada por la Ley del padre, el hijo se apropia de lo que le independiza. Se le hace entonces posible la relación con el otro desde la construcción del vínculo. Es porque alguien le ha mirado como sujeto de deseo, además de como objeto. Esto le coloca en una nueva posición subjetiva.
El niño fálico sólo aparentemente puede renunciar a su madre. En realidad, se quedará enganchado a un sustituto, no saldrá de la posición de apéndice. Woody se engancha a Bo, de la que hay que volver a decir que en esta historia representa la negación de la pérdida.
Para Woody, Bo es otro objeto de investidura e identificación, que le sirve como los estudios a su primer dueño. Éste se separó de sus juguetes, de su infancia y de sus padres, yéndose a la universidad. No quería nada más con todo aquello. Pienso que la desaparición de ese dueño también tiene que ver con la negación. La investidura de los estudios, y del futuro mundo laboral, señalan al sustituto de los padres perdidos, el trabajo. El trabajo se convierte en ese otro que es fuente de todo, como la madre fálica a la que se niega haber perdido; sólo así se la puede tapar. Es un otro del que nunca poder despegarse.
Este tipo de trabajo sustituye a ambos padres, y como ellos sólo cumple su función a medias. Es padre interdictor, porque promueve el corte con la madre.
También es una madre fálica, fuente de sensaciones frustrantes y satisfactorias a la vez. Fuente de satisfacción del deseo incestuoso y fuente de la culpa concomitante, representante de la dificultad del hijo para despegarse de la madre, para dejar de ser el falo, su dificultad para asumir la Ley del padre. Es que esta Ley es defectuosa, porque llega de un representante que es ajeno al hijo, que no es nada para él, simbólica o imaginariamente. Padre sólo puede haber uno, simbólicamente, la persona que es deseada por la madre. Como explica Schoffer en su libro sobre la función paterna, si falta esa persona a los ojos de la madre, faltará el otro que es corte entre madre e hijo, al que el hijo mirará como rival y como objeto de deseo, que por estas razones podrá constituirse como autoridad para él (Schoffer, 2008, p. 134).
Bibliografía
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-FREUD, S. (1997). Moisés y la religión monoteísta. En Obras completas (vol. 23). Buenos Aires: Amorrortu Editores. (Redactado originalmente en 1914, publicado originalmente en 1914).
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-De MIJOLLA, A. (2007). Diccionario de psicoanálisis. Madrid, Akal.
-RUEDA, J. J. (2022). El sujeto entre Narciso y Edipo. Revista de psicoanálisis de la APM, 95, 458.
-SCHOFFER, D. (2008). La función paterna en la clínica freudiana. Lugar Editorial.
-WINNICOTT, D. W. (2013). Realidad y juego. Barcelona, Gedisa.
-WINNICOTT, D. W. (2006). Exploraciones psicoanalíticas. Barcelona, RBA
El protegido (Unbreakable), de M. Night Shyamalan
Un superhéroe entre la fantasía infantil de omnipotencia y la búsqueda del padre
(Interpretación psicoanalítica del superhéroe)
RESUMEN
Este artículo reflexiona en torno a la importancia de la función paterna como límite entre madre e hijo, mediadora en el juego de la omnipotencia infantil que compromete a ambos. Para hacerlo utiliza como material de trabajo la figura del superhéroe, creación moderna que a la vez está anclada en una tradición cultural milenaria, manifestación creativa del yo ideal, en la cual el autor piensa que se representan características a la vez universales y particulares de los procesos anímicos. Interesante, pues, para entender un poco mejor esos procesos, con la atención puesta en cada uno de los miembros de la triada formada por la madre, el padre y el hijo, y en las dinámicas del narcisismo, el Edipo y la castración que les atraviesan y regulan sus relaciones. Interesante, quizá, para entender algo de los tiempos que vivimos.
Una película es la excusa a partir de la cual se plantean estas reflexiones.
Palabras clave:
Función paterna. Omnipotencia infantil. Superhéroe. Yo ideal. Narcisismo. Edipo. Castración.
Una historia inventada es como un sueño, se puede asimilar a un proceso anímico, pues en ella siguen funcionando «el pensar y el sentir de los hombres» (Freud, 1907, p. 8). Como señala Freud, los creadores de estas historias, los poetas, «suelen saber de una multitud de cosas entre cielo y tierra con cuya existencia ni sueña nuestra sabiduría académica», «pues se nutren de fuentes que todavía no hemos abierto para la ciencia» (1907: 8), razón por la cual nos resulta siempre útil recurrir a ellos para dirigir nuestros esfuerzos de comprensión de lo humano, siguiendo el revelador ejemplo de su imaginación.
En el cine hallamos ese material anímico del que se nutren todas las ficciones y los sueños, producciones menos «desenfrenadas y exentas de reglas» de lo que nos podría parecer, más bien sujetas a leyes como lo está «el mundo ahí fuera» (ibid., p. 9). Nos interesa fijarnos en una de estas creaciones, una película moderna, para intentar entender mejor algunos aspectos del funcionamiento de los procesos anímicos. Destacaremos a partir de este material la problemática de la omnipotencia infantil, aspecto del narcisismo primario, y la búsqueda del padre, en su función como parte de la triada familiar, que pasa por separar al hijo de su madre, poniendo coto a esa omnipotencia que se juega entre ambos.
Esa película es El protegido, de M. Night Shyamalan (Unbreakable, 2000), que nos muestra una clásica historia del género de superhéroes. Nos interesa en primer lugar por su contenido, porque entendemos que estos personajes, los superhéroes, nos hablan de nuestros temas de referencia, y lo hacen desde una perspectiva a la vez universal y actual.
Y El protegido es, no lo olvidemos, una fantasía cuyo objetivo es deleitar. Realmente la habilidad del realizador consigue que su invención transmita lo que uno esperaría encontrar en ella: un torrente de sensaciones placenteras, firmemente asentadas en sus cualidades estéticas. Por esta razón creemos que ha inventado algo que habla de nosotros, porque nos afecta. Y esto lo hace interesante para tomarlo como punto de partida de nuestras reflexiones.
El cine ha acercado a los superhéroes a un público deseoso de vivir aventuras (súper)heroicas. ¿Es nuevo el fenómeno? No responderíamos que sí a la ligera. Desde luego hay algo del tiempo que vivimos en los superhéroes. La capacidad técnica conquistada por el cine hace posible esa explosión de fantasía plasmada en imágenes que son las películas de superhéroes. Pero había un público que ya compraba sus historias casi un siglo atrás, el mismo tipo de público, pensamos, que ahora consume este nuevo material superheroico. Lo común, lo propio de consumidores a los que separa casi un siglo en el tiempo, tendrá que ver, en nuestra opinión, con lo universal del material psicológico: nos referimos a lo que es tocado y movilizado en nosotros por esos personajes, a partir de la identificación con ellos.
Los superhéroes son una invención del siglo XX, y a la vez una actualización de creaciones antiguas, los héroes mitológicos. Culturas tan alejadas, en el espacio y en el tiempo, como la griega y la romana, la hindú, la babilonia y la egipcia, por nombrar sólo algunas, tenían sus propios héroes, cortados todos ellos por un patrón muy parecido, casi equivalente, como recoge Rank (1914, p. 9). Esta circunstancia se explicaba, en pocas palabras, porque todos esos personajes eran en el fondo uno sólo, nosotros mismos. Por la labor de los poetas estábamos investidos con una serie de características sobresalientes y admirables, el fantaseo puesto al servicio del yo. Sus mitos eran un medio que servía a la glorificación de personalidades excepcionales, sobre cuyos hombros podían descansar civilizaciones enteras. Rómulo había fundado Roma, Sargón, Babilonia; Moisés guió al pueblo hebreo hacia su Tierra Prometida, liberándolo de la esclavitud; el propio Edipo, como rey de Tebas, se autoexilia para librar a su pueblo de una epidemia terrible; Karna era un rey hindú legendario por su generosidad. Estos héroes cumplían, en cierto modo, con una función propagandística. Pero destacaban en ellos, ante todo, rasgos paternales muy marcados: eran los padres de esos pueblos.
Hoy, lo particular en estos (súper)héroes, lo más llamativo, junto con sus espectaculares superpoderes, son una cierta actitud adolescente ante los conflictos de la vida, y su marcado individualismo, rasgos que nos interesan sólo en la medida que los podemos pensar en términos universales, pues entendemos que lo particular en ellos es universal en nosotros.
Individualismo y adolescencia se dan la mano para formar un matrimonio de conveniencia. Hemos sustituido a los héroes clásicos de los mitos por lo que representa este matrimonio; nos sentimos identificados, pues, con otro tipo de padre, si nos atenemos a la premisa de que todo héroe, en cuanto modelo, es en cierta medida un padre.
Los adolescentes fuerzan los límites negando la castración, en nombre de «su majestad el yo», de su omnipotencia; no están en posición de someterse a la ley del padre. Antes deben encontrarse como sujetos, ser capaces de tolerar la falta apoyándose en la solidez de su yo. Los superhéroes, entonces, son modelos de «resistencia», un intento de repetir, de no avanzar, seguir negando la castración, pues ellos también se desmarcan de esa castración saltándose la ley, ocultos tras una máscara. Diferente es la actitud del héroe clásico: éste se rebela contra la castración, pero lo hace abiertamente, acatando la ley. Está inscrito en ella, y se integra en la cultura, que por eso le glorifica.
Veamos ahora de qué trata esta película, para después reflexionar sobre el proceso anímico del superhéroe. Este es el argumento de El protegido:
David, un guardia de seguridad casado con Audrey, fisioterapeuta, y padre de un niño, Joseph, sufre un accidente de tren. Todos los pasajeros del tren mueren, pero David no sufre herida o lesión alguna. Elijah, un galerista cuya actividad gira en torno al arte de los cómics de superhéroes, se pone en contacto con él, y le explica que él es, en su opinión, el tipo de persona que inspiró la creación de ciertos personajes de ficción, los superhéroes. David, tras dudarlo inicialmente, acaba por aceptar esta idea, y, con ayuda de Elijah, emulando a esos personajes en la vida real, convirtiéndose en un superhéroe, en el anonimato que le proporcionan un disfraz y la noche clandestina.
Son dos los personajes principales de esta historia, presentados en términos muy diferentes. A uno lo vemos nacer y crecer, al otro lo conocemos en su madurez. Elijah es alguien de quien nos compadeceríamos, con quien, además, empatizaríamos, dadas sus circunstancias históricas. David, por contra, nos es mostrado como un hombre gris, apático, nada admirable en sus actitudes. Elijah y David están, sin embargo, unidos por una línea que va de la fragilidad extrema a la aparente invulnerabilidad físicas. Con ambos, finalmente, podremos identificarnos.
El relato nos presenta a un héroe y sus relaciones con varios personajes y sus conflictos con ellos. Nos atendremos a esta identificación heroica clásica por más que como reza el título del artículo pretendemos hablar de superhéroes. Estos son en realidad, pensamos, héroes modernos, referentes, como apuntábamos en la introducción, típicos de nuestra época. En torno a la naturaleza de estos referentes pretendemos reflexionar en este trabajo.
Nos resultará útil definir la materia de que están hechos los héroes, y tenerla presente como compañera para recorrer este camino de indagación psicológica. Veremos entonces los conceptos de omnipotencia infantil y de padre y/o de función paterna a través del prisma heroico.
Según Rank, el héroe podría retratarse desde la queja fundamental dirigida a los padres por haberle traído al mundo, por «haberle expuesto a las luchas de la vida» (ibid., p. 92). Como hijo debe enfrentar esa realidad a partir de la separación de la madre, momento en el cual se rompe la ilusión de completud y de que todo es posible. «Toda la novela familiar debe su origen, en general, al sentimiento de verse relegado, esto es, a la supuesta hostilidad de los padres» (ibid., p. 91). Esa novela familiar, o fantasía elaborada por el hijo para compensar su pérdida original, le coloca en el centro de una trama favorable, donde él recupera lo que le completaba. Se plasma en un número de ocasiones en el detalle de la virginidad de la madre, realización del deseo del niño de quitarse de encima al padre, excluyéndolo del retrato familiar. El héroe sería entonces el niño que eliminando al padre se queda con la madre, como Edipo. En palabras de Rank, «El verdadero héroe de la novela es entonces, el yo que se encuentra a sí mismo en el héroe, retrotrayéndose al tiempo en que el yo era en sí mismo un héroe, merced a su primer acto heroico, esto es, la rebelión contra el padre» (ibid., p. 101). Otro héroe mítico, Jesús, concebido por una virgen, sería, en ese sentido, el ejemplo más claro de repudio del padre.
El mito de Jesús, por otro lado, eleva al padre a la categoría del Dios anhelado como fuente de protección y sostén que ocuparía justamente el lugar del padre omnipotente y perdido de la infancia. En palabras de Freud, «Los héroes son, sobre todo, rebeldes sublevados contra Dios o contra alguna divinidad» (1905, p. 278), personajes ejemplares cuya potencia es objeto del anhelo de los testigos de sus hazañas, fuente del «goce directo de una personalidad cuya grandeza es, empero, destacada» (ibid., p. 278). Desde esta perspectiva, el héroe representa también algo de lo paterno, objeto de referencia ante las dificultades, que aligera al hijo de su angustia por haber nacido, angustia de castración.
Reflexionando sobre la naturaleza de la ficción (heroica), comenta Freud: «El sentimiento de seguridad con el que yo acompaño al héroe a través de sus azarosas peripecias es el mismo con el que un héroe real se arroja al agua para rescatar a alguien que se ahoga […]; es ese genuino sentimiento heroico [...]» (ibid., p. 132), que, en definitiva, nunca experimentamos hasta saciarnos, pues, quizá, ninguna hazaña es la Hazaña. El héroe es visto, según estas palabras de Freud, como el que realiza algo amparado por el valor que a los demás les falta. Volveremos sobre esto más adelante.
A Valdano le «[...] gusta creer que no sólo en la literatura clásica la suerte se enamora de los héroes» (2018). Estos héroes serían, para Valdano, los futbolistas que marcan goles: héroes que tendrían la buena suerte, claro. Al marcar goles, diríamos, realizan el deseo latente universal. La suerte, aquello (bueno) que puede pasar, es lo que le pasa a los goleadores; a todos los demás, sólo por identificación con ellos. Lo heroico, entonces, lo podríamos entender como el deseo que se realiza en el marco de unas relaciones regidas por normas; normas como las que rigen la práctica de un deporte. Se puede realizar ese deseo (marcar gol), pero sólo con atención a unos límites: la pelota, finalmente, puede superar al portero, pero no de cualquier manera (no todas las pelotas que entran son gol, símbolo éste de la legitimidad de una satisfacción).
En Tótem y tabú, Freud piensa en la culpa que el héroe carga: «Casi siempre consistía [la culpa] en la sublevación contra una autoridad divina o humana» (1913, p. 157). El héroe de la tragedia griega debía padecer, esa era la esencia de la tragedia, y ese es el equipaje con el que viaja el héroe edípico, el recorrido de cada ser humano. El héroe trágico sufre porque carga la culpa de otros. ¿Cuál? La del deseo incestuoso y parricida. Él es el padre primordial, y los otros, los hijos que lo mataron, que ahora se liberan de la culpa colocándola en él. Ellos son los que se rebelaron contra Dios, el padre. El héroe/padre redime a los hijos. En otra palabras, diríamos que el yo no quiere hacerse responsable de sus faltas, asumiendo su castración; antes bien, su majestad el yo es perfecto, omnipotente, y los padres son, preferiblemente, los culpables de equivocarse. Los héroes nos redimen haciendo lo que nosotros deseamos, cargando con la culpa por ello. Por un momento somos como ellos, como nuestro... padre.
Dice Freud, en otro lugar: «[...] el íntegro afán de sustituir al padre verdadero por uno más noble no es sino expresión de la añoranza del niño por la edad dichosa y perdida en que su padre le parecía el hombre más noble y poderoso, y su madre la mujer más bella y amorosa» (1909, p. 220). Esos padres fantaseados representarían la vivencia de completud a la que el niño no quiere renunciar nunca del todo; vivencia que el héroe, en cambio, consigue olvidar (sepultándola). Paradójicamente, sólo para poder perseguirla de nuevo, en busca de la realización de la Hazaña.
Son diferentes acercamientos al concepto de héroe, o de lo heroico, que beben de las mismas fuentes, las ideas freudianas del Edipo y de la castración.
El Edipo representa para Freud un complejo de relaciones sobre las que se asienta la constitución del psiquismo. El destino de Edipo, en la tragedia griega, ejemplificaba las dinámicas fundamentales de la triada familiar participantes en esa constitución. El hijo se veía expuesto al deseo de la madre, y la presencia del padre, como límite a ese deseo, hacía posible al hijo vivir a partir de su propio deseo, emergiendo como sujeto.
Aún muerto, Layo tiene ascendente sobre Edipo, como límite, como ley, y por eso Edipo se castiga a sí mismo arrancándose los ojos, después de transgredir esa ley casándose con su madre. Así se manifestaría la castración freudiana, el límite, bien asumidos por el influjo de la presencia paterna.
Al deseo materno Freud lo caracteriza a través de la idea de la «envidia del pene». La mujer desea algo que no tiene, identificado con el pene, en su mente, pues eso es lo que el hombre tiene y ella no. Pene equivale, para Freud, a bebé, a heces y a dinero: estos objetos representan lo que uno quiere y no puede tener, o planteado en otros términos, lo más valioso; y lo que uno encuentra para colmar esa falta, bajo diferentes formas en momentos particulares de su historia personal. Es la ecuación simbólica, una metáfora que se asocia a la falta en general, no sólo a la falta femenina, a partir de la cual Lacan conceptualizará el falo. Es el motor del deseo, que dirá Lacan.
La madre, entonces, se arriesga a confundir a su bebé con eso que le falta, lo que podría impedir a ese bebé ser otra cosa diferente de eso, impidiéndole ser, pues, un sujeto.
La Ley del Padre es, siguiendo a Lacan, condición de la existencia del deseo, en virtud de la separación, el límite, que introduce entre madre e hijo. Es el origen, así, de ese sentimiento grávido de consecuencias para el niño de que «aquello fue demasiado breve y escaso» (Freud, 1940, p. 188). Origen, pues, del sujeto de deseo, ese hijo que echa de menos el pecho materno, al que debió renunciar demasiado pronto.
Veamos de qué modo se plasma en la película el recorrido de este héroe particular, de qué manera le atraviesan todos estos procesos que suponemos activos en el psiquismo.
David, nuestro héroe, nos es descrito como un hombre insatisfecho, frustrado, pero también como un hombre marcado por una determinación. Pudo ser deportista profesional, destacaba en la práctica del football, pero renunció por Audrey, su mujer, a cuyo deseo prefirió someterse, anulando el suyo propio. El (re)descubrimiento de su naturaleza, a través de Elijah, le remueve.
Como un soplo de aire fresco, las ideas de Elijah producen en él un efecto revitalizante. Unas palabras escritas en papel han bastado para producir este efecto. Si el lenguaje representa al padre, éste aparece como nombre, antes que como hombre. El nombre que, colocándose entre la madre y el hijo, les separa.
¡Qué diferente el panorama que se le presenta al hijo, cuando hay un padre que le facilita la relación con las palabras, el proceso del pensamiento! Es así que en su adolescencia, tras un accidente de tráfico, David había decidido supeditar todo su futuro al deseo de Audrey. Tras el accidente de tren, en cambio, Elijah ayuda a David a elaborar el conflicto que le atenaza de otra manera.
Este trasunto paterno, Elijah (o Elías, profeta de Dios, en hebreo), trae sentido a la vida del héroe, David (el amado o elegido de Dios), un diseño amparador. Podríamos plantear la idea de propósito de este mesías de otra manera, más terrenal: Elijah le ofrece su concepción de la vida a David, como haría un padre al educar a su hijo. Una forma de interpretar esa concepción, ateniéndonos al planteamiento y al desarrollo de los hechos de la película, sería la siguiente: vivir sin propósito, o sin deseo, no es vivir, o es vivir una vida ajena. Así, como guía, Elijah va a ayudar a David a desinhibirse, a alejarse y a quitarse de encima, por así decir, a Audrey; a acercarse a un concepto de vida más propio, más... heroico.
La satisfacción de David, hasta la aparición de Elijah, ha tenido como condición ocultarle algo a Audrey, algo en relación con su deseo.
De joven, su deseo se realizaba, según él mismo le relata a Elijah, jugando al football, aunque siempre bajo la amenaza de perder a Audrey. Ella no aprobaba la práctica de un deporte tan violento, donde el choque era motivo principal del juego.
Como adulto, marido y padre de familia, sólo el descubrimiento de que nada puede hacerle daño, de que es inmune al castigo, le anima a realizarse de otro modo, como justiciero, protector de los débiles, como le sugiere Elijah. La amenaza de una pérdida, o de un castigo, parece ser menor, y ya no es impedimento para perseguir su deseo.
Podemos entender algo de la naturaleza de ese deseo, y quizá del deseo en general, fijándonos en las elecciones juveniles y adultas de David: el football es un deporte cuya finalidad última es superar la línea de gol con un balón; los justicieros actúan ocultando su identidad, en el anonimato, suplantando a las figuras protectoras legales. Cruzar líneas, transgredir leyes... Unas y otras definen límites. Podríamos decir que son símbolos intercambiables en cuanto a que ambos se refieren a obstáculos al deseo, en el sentido de que hay que pasar por encima de ellos para realizarlo. A la vez, se podría decir que hacen falta como tales límites para que el deseo exista, o si no todo deseo se realizaría siempre automáticamente. En otras palabras, no se desearía nada, porque todo se tendría.
En el ámbito del football se sublima, es decir, se realiza por una vía indirecta lo que en el de la vida no se puede realizar. El football permite al jugador cruzar una línea determinada para marcar gol, para realizar el deseo legalmente. Además, posibilita hacerlo ante la oposición de un rival, asunto de capital importancia para todo ser humano, que psíquicamente no adquiere dicha categoría mientras no se mide con (la ley de) su padre, primer rival que encontrará en la vida.
El vigilantismo, en cambio, supone saltarse la ley ocultándose de su representante, que no podrá, por tanto, legitimar la satisfacción del deseo.
Antes de proseguir esta vía de pensamiento, nos parece conveniente detenernos para plantear una serie de premisas en las que apoyarnos. Siguiendo a Freud, pensamos que la primera identificación del niño (como sujeto) es con la función paterna, que le separa de la madre (1923, p. 33). Sólo el descubrimiento del padre, como portador del falo, es decir, como rival, superior en potencia, por la posesión de la madre, coloca a cada uno, madre, padre e hijo, en su lugar, dando entrada al niño en el complejo de Edipo. Claro que, para que esto ocurra, la madre tiene que darle al padre ese lugar: dicho de otro modo, la madre da, o no da, el falo al padre.
A David, Elijah y Audrey los queremos examinar a la luz de estas nociones. Queremos averiguar, en última instancia, cómo se juega entre ellos la dinámica de sus respectivos deseos, y de qué manera les atraviesa la ley que los acota.
El vigilantismo, opción adulta de David para dar salida a su deseo es, como decíamos, más que una sublimación, pues no sólo se asienta en la superación de líneas simbólicas, sino que realmente supone la violación de leyes, bajo la protección de una máscara que permite al transgresor ocultarse. Esta transgresión se define, además, por el placer de saltarse la ley, es perversa.
Se diría que David se siente protegido, en su atrevimiento, casi como si tuviera la ley (del padre) a su favor.
¿Qué clase de padre podría ser Elijah, que pretende conducir a su hijo, David, por el camino de la transgresión de la ley? Quizá un padre-hijo, como veremos más adelante, siguiendo las consideraciones de otro autor.
Un padre perverso, en cualquier caso, que no representa la ley, sino su transgresión, que difícilmente puede amparar al hijo, protegerle de la castración materna, separándole de la madre.
Así, David, aún disfrutando de cierta libertad, seguirá inhibiéndose, ocultándose de Audrey. No queriendo que ella sepa de su nuevo placer, perfecto como objeto de deseo para él, dado su marcado componente físico, expresión masculina de potencia, y dada, sobre todo, su naturaleza clandestina. Hay una tendencia en las elecciones de David, como vemos, hacia lo físico, hacia lo… ¿prohibido? Y, ¿qué es eso prohibido?
Y en cualquier caso, ¿prohibido por quién?
Hagamos una pequeña digresión para ensayar algunas respuestas: El niño, dice Schoffer, se identifica con el falo respondiendo a la primera demanda de la madre, porque él piensa que eso es lo que ella desea, sin poder asegurarlo. Ésta es la herida narcisista, el trauma original: no poder completar a la madre, anhelo del hijo que, completando a la madre, aspira a su propia completud... de ella; trauma que podrá ser reactivado por cualquier acontecimiento posterior, siempre relacionado en la mente del niño con la irrupción del padre en su mundo pulsional. Este padre que tiene lo que a él le falta (para completar a la madre) (2008, p. 26).
El padre, su presencia, amenaza con la castración, pues el niño desea a la madre, su mujer, y está preso del deseo de ella. Castración es pérdida de completud, de la cosa, eso que la madre desea y el niño también (ibid., p. 26). La Hazaña a la que nos referíamos antes, la única fuente de verdadera satisfacción: lo prohibido. Una cosa que genera siempre frustración, en virtud de su condición de innombrable, imposible de ser conocida y por tanto conseguida.
La presencia del padre, como decíamos, es disuasoria para el niño, lo que significa que a la vez le impide realizar su deseo (incestuoso y parricida) y caer en el peligro de ser castrado. Es, en otras palabras, tan frustrante como reaseguradora. El padre es anhelado, pues, tanto como repudiado: el hijo espera al padre, tanto como le gustaría deshacerse de él.
Es el padre el que castra, entonces, pero para ello debe estar presente (en la mente de la madre, puntualizaríamos); esa presencia significará, entonces, castración.
Pero no es ese el único peligro al que se enfrenta el niño, ni el más grande. Aún más angustiante que la posibilidad de perder la completud es la de no existir. El deseo de la madre (de falo) amenaza la existencia del niño (como sujeto).
David se debate, diríamos, entre la existencia y la no existencia como sujeto, ante la pujanza del deseo (materno) de Audrey. Elijah podría ser el límite de ese deseo, si ocupara el lugar, en la mente de Audrey, que tornara en significativa su presencia, como límite. Si fuera, en definitiva, deseado por ella como hombre.
Antes hablábamos de sublimación: ¿acaso es suficiente con sublimar para escapar del castigo? Esto dependerá del marco legal que atraviese al sujeto que sublima... La sublimación se instaura en la psique como un modo de realizar lo irrealizable. Lo que es irrealizable no en términos absolutos, sino por la intervención del portador de la ley que lo prohíbe. El acento, entonces, lo ponemos en esa intervención. ¿Qué pasa si no se produce la interdicción, que separa acotando el deseo? Es el desenfreno, el exceso, pasarse de la raya: es el acto punible. Hay una paradoja aparente en tenerle miedo a alguien que no aparece (para prohibir). ¿O es que sí está, pero tan difuminado que genera una duda en torno a su presencia? ¿Hay alguien ahí?, y ¿quién es?, se preguntará el hijo.
David está, como hemos comentado, preso de su relación con Audrey. Su deseo no es rival para el de ella, hasta que Elijah aparece. Pero ni siquiera entonces lo es del todo. ¿Cuál es, pues, su miedo? ¿Por qué no realiza su deseo, o lo hace ocultándose bajo una máscara? Es que las consecuencias de la transgresión, del exceso, irían de la castración a la disolución como sujeto. Sólo la clandestinidad parecería dar, pues, una salida a su deseo.
En palabras de Schoffer: «[...] cuando el padre (o alguien que subroga su función) no mantiene el lugar de la función de interdictor que le corresponde, deja abierto el camino fantaseado de la posible realización del deseo incestuoso» (ibid., p. 26).
Todo deseo sería, por definición, incestuoso (en la fantasía), no realizado por esa limitación que viene de fuera y es asumida desde dentro. La sublimación, como modo de satisfacción alternativo, es decir, no encaminado al fin último, sexual, sino a uno sustitutivo, ofrece una pantalla protectora y liberadora al sujeto de deseo. Éste busca el modo de desplegarlo, con atención a unos límites. El padre interdictor marca esos límites, o de otro modo acecharán al sujeto peligros desde fuera y desde dentro, como hemos señalado. Esos peligros son, claro, la madre y el sujeto mismo, o sus respectivos deseos.
El padre perverso no puede, en cambio, ser un interdictor porque es, más bien, un niño en busca de padre. Nuestro David podría ser ese hijo que, en palabras de Rueda «[...] quedará así elevado a la categoría de Ideal del Yo paterno, asimilado a un ideal narcisista que cumple el anhelo de un padre tal vez necesitado de una figura paterna que depositará en el hijo [...]» (2006, p. 293), un padre, esto es, que delegaría en el hijo el ejercicio de la función paterna. «[...] padre loco que le impulsa [al hijo] al cumplimiento del ideal imposible» (ibid., p. 303), un ideal identificado con la realización del deseo de completud narcisista, es decir, del deseo que a través del incesto y del parricidio conduce a la unión original con la madre, a la omnipotencia: «Vuelta al origen, ¿íntima verdad del Eterno Retorno, ser de nuevo el hijo mudo de una madre eterna?» (ibid., p. 307). Es, de nuevo, la realización de la Hazaña, la conquista de la cosa: el yo ideal, que en la teoría psicoanalítica representa la posición de partida del hijo, o sea, aquella en la que él completaba a la madre y así participaba de su perfección, posición en la que, como dice Rueda, era mudo, pues era sólo un apéndice de su madre, y a la que el hijo desea retornar, porque es sinónimo de no falta.
Prosigue Schoffer: «En el relato del hijo, el padre (real o imaginariamente) siempre aparece como seductor porque el trauma de seducción salva al sujeto de la confrontación con la castración materna y posibilita ocultar el deseo incestuoso y la fantasía de estar llamado a completar a la madre» (ibid., p. 26). Es decir, el hijo necesita a su padre, y lo convoca como seductor. Hay, por un lado, necesidad, lo cual nos remite a la supervivencia (psíquica), es decir, a la existencia; por otro la manifestación de un deseo que se oculta tras otro, el deseo propio que se oculta tras el deseo del otro, el del hijo tras el del padre. El padre es visto como seductor/transgresor, entonces, pero sólo en la medida que aparece como portador de la sexualidad adulta, cuyas exigencias sobrepasan la capacidad de respuesta del niño.
El padre trae la sexualidad desde la amenaza de castración, expresión ésta de su propio deseo por la madre, su mujer, que le lleva a prohibírsela al hijo. No es, este padre, un perverso, seductor por falta de una ley que lo limite, sino un interdictor que traumatiza al niño al introducir en su vida aquello que el niño aún no puede manejar, la sexualidad adulta. Y al hacerlo también le permite desplegar su deseo, a su infantil manera. ¿Responde Elijah a este perfil? ¿Ayuda a David de manera que éste pueda ser verdaderamente potente? Sigamos pensando por este camino.
En una nueva primera cita que David tiene con Audrey, en la que pretenden reavivar un matrimonio en crisis, éste le confiesa que descubrió que ya no estaba enamorado de ella cuando al despertar por una pesadilla no acudió a ella para que le tranquilizara... ¡Son los niños quienes tienen esta costumbre! Audrey se había convertido en, o quizá siempre había sido para él, una madre. ¿Deberíamos interpretar esta escena como una superación del ensimismamiento preedípico que une a David con Audrey?, o ¿acaso esta nueva primera cita es otra representación, una nueva manera de defenderse del deseo incestuoso?
Cuando se siente potente, tras su primera experiencia clandestina, David toma en brazos a Audrey y la lleva a su cama. Ya no es su madre, pareciera dramatizar la película, ciñéndonos a nuestra lectura de la misma. Luego le cuenta una pesadilla, pero ya no tiene el mismo miedo, no es el mismo… ¿niño?
Elijah había entrado en la vida de David trayendo preguntas, unas preguntas que le habían hecho despertar de su letargo libidinal y cuestionarse. Venía a desempeñar la función, pues, de guía/padre. Le había ayudado a descubrir un camino para disfrutar, para ser el hombre que podía ser. Era un factor de equilibrio; y a la vez se descubría como lo que se oponía a David. «Así (como el padre) debes ser […]. Así (como el padre) no te es lícito ser», sentencia Freud en El yo y el ello (1923, p. 36), en un aforismo desde el que podríamos definir la función paterna: se refiere a que el padre traza el camino del hijo con su modelo, pero éste debe a su vez volver a trazarlo a su manera, es decir, apartarse de la posición del padre y a la vez tener su figura como referencia.
Puede ser interesante analizar esta compleja naturaleza del padre, como modelo, como legislador y como rival, figurada y literalmente.
En lo literal, tenemos el esquema típico del relato de superhéroes. Némesis es una figura central en los cómics de superhéroes, identificada sencillamente como rival principal del héroe.
Elijah se describe como opuesto de David, lo que le identifica justamente como su némesis.
En lo figurado, donde Elijah actúa como padre, él es también su oponente principal, no en vano hemos señalado el marcado aspecto materno filial de la relación de David y Audrey. Pero la película pone el acento en otro aspecto de las relaciones entre padres e hijos. Elijah representaría al agente de equilibrio, legislador, mediador entre madre e hijo, además de al oponente de su hijo. Némesis representa estas funciones, en la mitología griega.
Así, como ese mediador, Elijah le explicaría a David que todo superhéroe tiene una debilidad: la de David sería el agua. El agua, como el líquido amniótico en el vientre materno, podría engullirlo hasta privarlo de aire, de (su propia) vida. En su bautismo como superhéroe, David vuelve a enfrentar esa debilidad, pero no se basta para superarla; la intervención del otro, tercero entre madre e hijo, al que aparentemente Elijah no representa, se ha hecho necesaria para evitar el ahogamiento.
Elijah habría pretendido intervenir para prevenir a David, para evitar que perdiera la vida. Para equilibrar las fuerzas de la madre y el hijo, para que la una no aniquilara al otro (para que el deseo de la madre, su voluntad, no aniquilaran el del hijo). Y también, pero en un segundo tiempo, para que David se autorizara a liberar su potencia sin miedo a pasarse de la raya, sin miedo al castigo… por ocupar el lugar del padre, es decir, por convertirse en (su) padre.
Si no fuera porque es otra dinámica la que Elijah ha contribuido a poner en marcha, una dinámica perversa.
Detengámonos un momento en algunas consideraciones en torno a esta compleja fantasía infantil. El hijo no quiere renunciar a su madre, en un sentido preedípico: no quiere dejar de estar unido a ella, en recuerdo de su estancia en el útero, donde nada le faltaba, estaba completo. Tampoco puede quedarse con ella. Pero tener su propio deseo, el football, el vigilantismo, le expondría al castigo materno. La madre tampoco renuncia fácilmente al hijo, pues ella también se sentía completa llevándolo en su interior.
En la película, el hijo ha inhibido su potencia, en un acto de autoconservación narcisista, de su integridad infantil, tal como él imaginaba que sería la plenitud. El padre vendría en su ayuda para que él pudiera desplegar de nuevo esa potencia. Le animaría. Pero, como vemos, este hijo se mantiene oculto, impotente, como justiciero.
Existe en David, en suma, un compromiso entre el deseo de omnipotencia infantil, es decir, de completud narcisista, realizado en la unión fusional con la madre (Audrey), y el deseo de deseo, por así decirlo, en que su deseo sería diferente del de la madre y le alejaría de ella. Este compromiso sólo podría superarse por la intervención del padre, que en apoyo de su hijo inclinara la balanza del lado de un deseo propio que le emancipara.
Claro, al final Elijah falla a David, tal como parece representar esa escena definitoria de lo (no) heroico, donde son unos niños quienes, realmente, ayudan a David a salir victorioso de su prueba, a realizar la Hazaña. En pos de seguir ahondando en la definición del concepto de héroe, diríamos que si la invulnerabilidad de David no es un poder adquirido, fruto de sus méritos, sino un regalo de nacimiento (al elegido de Dios), la ley, por contra, sería un don ganado en un camino heroico lleno de dificultades, y definido por la falta. El héroe no nace, se hace, aunque en la fantasía las leyes se plieguen a la voluntad del yo omnipotente. Pareciera que el ascendiente de Elijah no hubiera sido determinante para facilitarle a David un claro cambio de posición, si sus enseñanzas (su presencia) no le ayudan frente al peligro (de castración). Los niños le salvan porque ellos sí tienen ley. La ley introyectada del padre. Una némesis interna, un superyó más sólido.
A falta de superpoder, buena es la ley, podríamos decir. Y es ley lo que le falta a David, de ahí que busque algo a lo que agarrarse. No sería Elijah, como padre fallido, el sostén encontrado, sino su superpoder, expresión del anhelo de completud, vía fantasía de omnipotencia (de indestructibilidad literal, en la película). Los niños que intervienen en su salvamento le muestran una potencia sorprendente, de alguna forma no son seres desamparados, a pesar de necesitar de David. David aparece ante ellos como padre sustituto, pero no como interdictor, sino como padre/madre, es decir, en cumplimiento de una función protectora. Ellos ya son sujetos de la ley, pero también niños, al fin y al cabo, y aún necesitan una madre.
Elijah se verá, en último término, literalmente superado por David. Es el padre débil, inferior, que no es rival. Un padre impotente para frenar a la madre, para posibilitar la emergencia del deseo del hijo; impotente para contener después ese deseo en el hijo. En la última escena de la película, David y Elijah se dan la mano; David percibe en Elijah la verdadera razón de su encuentro: éste había provocado toda una serie de catástrofes humanas, con el fin de descubrir la existencia de alguien como David. Elijah representa al hombre preso de un conflicto edípico sin resolver. Es un criminal por sentimiento de culpa, que ansía el castigo por haber matado a su padre y haberse casado con su madre.
No es, en verdad, más que un padre a medias, pues no puede ocupar plenamente ese lugar sin que la culpa le abrume, y así se demuestra incapaz de ayudar a su hijo a asumir su deseo.
¿Por qué ser justiciero/superhéroe, entonces? Ya hemos hablado de la vertiente transgresora de la figura. David disfruta claramente de ella. Pero no puede hacerlo abiertamente, es su propio censor.
El superhéroe es el hombre-niño que se muestra poderoso porque tiene un superpoder. En realidad, como hemos visto, David, nuestro superhéroe, sigue unido a la madre/Audrey, está completo, en su infantilismo: ese es su verdadero superpoder. La imagen icónica de perfección que se asocia automáticamente con la representación del superhéroe tendría, de hecho, las características propias del yo ideal infantil. «Se mantiene entonces», como señala Rueda, «la ficción de que la vivencia ilusoria de satisfacción es posible produciendo una continua desmentida de la existencia de límites. El menor fallo de la desmentida hace aparecer un hiato, un hueco que no está significado como falta que se convierta en el motor del deseo, sino como vacío, vacío susceptible de ser llenado una y otra vez por objetos-fetiche que lo enmascaran taponando la angustia que nace de él, prometiendo el mantenimiento de la ficción de que todo es posible» (2018, p. 490). Eso que está vacío, pues, se llena con algo que está al alcance de la mano, el superpoder, negando la falta.
Los superhéroes/supervillanos son padres sustitutos, y a la vez modelos perversos. La némesis de David, el supervillano, Elijah, es el padre fallido, incapaz de ayudar al hijo a separarse adecuadamente. El poder de la madre sobre el hijo, y el deseo de completud compartido por ambos, superan al del propio padre para colocarse entre ellos. En otras palabras, no puede ayudar a su hijo a mostrar toda su potencia, liberarle de la necesidad de esconderla bajo una máscara de superhéroe.
El supervillano es un padre que siempre falla, siempre es derrotado por el héroe. Y al hacerlo obtiene, como decíamos unas páginas atrás, el castigo buscado. El hijo/superhéroe es a sus ojos el padre modélico al que él mató, reencarnado no en Dios, esta vez, como máximo legislador, sino en una figura que no conoce la ley, pues aún pretende disfrutar de la completud narcisista primaria. Ese padre omnipotente de la infancia cuyo reflejo vemos en los ojos de Joseph, que mira como su padre supera sus límites, en una emotiva escena donde Joseph le ayuda a hacer ejercicio en casa, levantando todo el peso que él le pone en las manos.
También es un padre desvalorizado por la madre de su hijo, no deseado por ella. Es decir, no es hombre a sus ojos, lo cual a él le incapacita para ejercer la función paterna tal como la hemos descrito, como intermediario. Sólo hay una cosa a la que Audrey desea tanto como a David, quizá más, su profesión. Ese padre difuminado, quizás, al que no se conoce. Quizás un superhéroe, como esos que vemos en la portada del primer cómic que su madre regala a Elijah, cuando éste se muestra temeroso, necesitado de un modelo que le sostenga, encerrado en casa, inmóvil frente al televisor, por miedo a compartir los espacios abiertos de juego de los demás niños. «No creo en la violencia», le dice a Elijah, cuando éste le explica su visión de David. Ella no valora otra visión que no sea la suya. Y no es una visión compartida.
David se retrata en su torpe intento de ligar en el tren, justo antes del accidente. Su potencia no es suficiente para seducir a la viajera que se sienta a su lado. Él mismo se boicotea, llamativamente: cuando la mujer le pregunta si a él le gusta el football, David tiene que responder que no, repitiendo así el gesto que le engancha perversamente con Audrey. En su vergüenza al ser rechazado, castrado, hay el reconocimiento de una posición insostenible, la del hijo frente a la madre omnipotente. Un hombre no deseado por las mujeres, impotente como el niño pequeño, cuyo falo no podría satisfacer a su madre, aún cuando el padre fallara como hombre.
El posterior accidente se demuestra una manifestación en el afuera del impacto traumático que se ha producido en el adentro. «Después de la caída de las máscaras del padre, aparece por fin la faz de la madre fálica», apunta Rueda (2006, p. 307), o, como señalábamos más atrás, el trauma original, vacío que no ha sido correctamente elaborado en el Edipo, y así somete al sujeto a una huida sin fin, la continua desmentida de la pérdida. La pérdida de la completud, la pérdida de la madre fálica, Audrey.
El hijo/superhéroe persigue la gran fantasía infantil de plenitud. Pero vive inhibido, oculto tras la máscara. Le esconde a su madre su secreto porque teme ser castigado. Por una madre que no está dispuesta a admitir de su hijo sino que la complete. El hijo no puede contar con su padre para que le proteja adecuadamente, en su propio deseo, pues siempre falla. Y así le condena a sufrir de impotencia, y a quedarse enganchado en ella.
Pero él le sigue esperando incansablemente, le busca en cada nueva aventura, enfrentándose a cada nuevo rival, supervillano, némesis. Buscando así llenar el vacío. En ausencia de un superyó que, en definitiva, no ha podido incorporar cabalmente la autoridad del padre.
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